sábado, 5 de febrero de 2011

LECTURAS DE AMALIA DOMINGO SOLER


LECTURAS DE AMALIA DOMINGO SOLER
La poetisa del Espiritismo

¡ARRIBA!
Autora: Amalia Domingo Soler
Del libro: LA LUZ QUE NOS GUÍA

Cuando dice el poeta: ¡Arriba! En esa altura supuesta por nuestra imaginación, o mejor dicho, por los antiguos sabios que le daban a la Tierra y al cielo tan distinta configuración de la que en realidad tiene, pues hoy gracias a los telescopios de gran potencia como dice muy bien Flammarion en sus “Tierras del Cielo” que en el Universo no hay alto ni bajo, ni derecha ni izquierda, de ningún género. El globo terrestre va como lanzado en el vacío, bogando en su órbita ídem con una velocidad de 650.000 leguas por día, (mil y cien veces más rápida que la marcha de un tren exprés, y setenta y tres veces superior a una bala de cañón) girando al mismo tiempo rápidamente sobre sí mismo. Lo que ahora está arriba para nosotros, poco tiempo después estará abajo y recíprocamente. No existe tal cielo, sino solamente una inmensidad infinita, en cuyo seno circulan los mundos. La medida de las distancias, de las magnitudes y de los movimientos, es la que nos ha enseñado esta verdad capital: que la Tierra es un astro del cielo, y que nosotros estamos actualmente en el cielo; el telescopio, acercándose a los demás planetas, ha aumentado su volumen aparente, y en vez de simples puntos luminosos errantes bajo la bóveda celeste, nos muestran hoy mundos gigantescos, tan voluminosos y más grandes que el que nosotros habitamos.

Antes estas verdades demostradas por la ciencia, el arriba material, la altura del cielo bíblico desaparece; pero queda la altura moral, queda la elevación del pensamiento, queda la eterna aspiración del alma, queda la mirada del hombre que cuando ora con verdadero sentimiento, cuando reza con el corazón, cuando implora el perdón de sus culpas y pide misericordia al autor de todo lo creado, nunca mira a la Tierra, siempre mira al espacio. Su cabeza no se inclina sino al paso del remordimiento, la Tierra únicamente atrae las miradas del criminal. Siempre miramos al cielo cuando abrigamos en nuestra mente un buen pensamiento, y siempre inclinamos la vista cuando nuestra conciencia nos dice que hemos faltado a nuestro deber.

Fijémonos en los niños: por lo general siempre suelen mirar al cielo, parece que sus ojos ven ya en el  horizonte sus antiguos lares, la luz les atrae. Cuando las madres preguntan a los pequeñuelos: dónde está Dios, hijo mío, antes que les enseñen a levantar el dedito al cielo, el niño por un movimiento intuitivo mira hacia arriba, y con su inocente sonrisa parece que nos dice: allí está, yo lo veo.

A veces una palabra despierta un mundo de recuerdos, y los versos del poeta han traído a nuestra imaginación las reminiscencias de una triste historia.

Hace veinticinco años que conocimos a una pobre anciana que tenía más de setenta inviernos, y pedía limosna para ella y para su hijo, que ya tendría más de cuarenta años: el infeliz era idiota, y pasaba su vista por las calles riéndose y llorando a la vez; y cuando uno le preguntaba: ¿Isidoro dónde quieres irte? El pobre idiota se reía y extendiendo su diestra señalaba al cielo, y exclamaba, ¡Arriba! ¡Quiero irme arriba!... La multitud le asediaban, le tiraban piedras, le mortificaban, y el infeliz Isidoro lloraba amargamente y gritaba: ¡Oh me quiero ir arriba!... ¡Pobrecillo! Vivía cerca de nuestra casa, y se puede decir que pasaba el día en nuestra calle, donde varias familias le daban limosna, y su madre solía hacer algunos mandados a las criadas. Una tarde tuvimos ocasión de hablar con aquella mujer en casa de una amiga nuestra que la socorría mucho, y le preguntamos si siempre su hijo había estado de aquella manera.

¡Ay! Sí, señora, contestó la anciana, esa ha sido mi desgracia. Antes de venir él al mundo, yo vivía como el pez en el agua, nada me faltaba, mi marido me quería muchísimo; él trabajaba de albañil, yo planchaba y rizaba encajes, y hacía flores, y la única pena que teníamos era el no tener hijos; a los diez años de casada vino Isidoro al mundo y su padre no tuvo el gusto de verlo; ¡Tanto como lo deseaba! El pobre se cayó de un andamio pocos días antes de nacer nuestro hijo, quedando muerto en el acto, y desde entonces se puede decir que no he hecho más que sufrir; porque Vd. no puede formarse una idea de lo que me ha hecho padecer mi hijo. Cuando pequeño no parecía tonto sino loco; cuando empezó a hablar no me llamaba, no me decía madre como dicen todas las criaturas.

¿Pues qué decía? Lo que dice ahora: yo me quiero ir arriba; pero esto acompañado de unos gritos horribles, y si no se ha matado, es porque Dios no ha querido, porque se ha caído de grandes alturas: dos veces se ha caído de una torre. ¡Parece increíble! Pues es verdad; salía corriendo diciendo: yo me quiero ir arriba, y no había hombres que le detuvieran. Cuando tenía doce años se cayó del balcón a la calle y se partió las dos piernas, y estuvo más de ocho meses en la cama, de ninguna manera quise que fuera al hospital, se curó en casa, y curado se levantó y volvió a las mismas. A lo mejor salía y se iba corriendo y yo detrás de él, hasta que caía rendido en el suelo. A los veinte años se volvió a caer de un balcón al patio y se rompió un brazo y también lo curé en casa, porque conocía que si se lo hubieran llevado al hospital se hubiera muerto, porque era un enfermo irresistible, sólo el cariño de una madre puede resistir aquella lucha continua, que era no descansar ni de día ni de noche. Entonces tuvo la viruela y se quedó ciego, y estuvo más de dos años sin vista, gritando: ¡Yo quiero ir arriba! Al fin vino un médico, creo que de Inglaterra, que hacía milagros curando a los ciegos, y una señora a quien yo le planchaba la ropa, compadecida de mí (que nunca me han faltado buenas almas), me dio una carta de recomendación para aquel médico que hacía prodigios, y en menos de tres meses recobró mi hijo la vista, y desde entonces parece otro, dejó de atormentarse con sus carreras y con sus gritos y ha vivido como Vd. ve, andando por las calles, otros días no quiere salir, llora como un niño y me dice :¡Madre, llévame arriba y así vamos pasando. Yo con tantos disgustos y tanta intranquilidad, que no tenía sosiego para hacer nada, fui perdiendo los parroquianos que me daban trabajo, la vista también me faltó de tanto llorar y concluí por pedir limosna de puerta en puerta para el hijo de mis entrañas.

¿Y en un asilo no estaría Vd. mejor? No señora porque estaría separada de mi Isidoro. ¿Vd. sabe lo que yo quiero a mi hijo? Si le quiero más que a mi vida; si no podría vivir separada de él; y sólo le pido a Dios una cosa. ¿Cuál? Que mi hijo se muera antes que yo; porque si yo me voy ¡Qué será de él! ¿Quién le abrigará cuando duerma? ¿Quién le buscará el pan? ¡Pobre hijo mío! No lo quiero pensar. ¡Pobre madre! Su ruego fue escuchado: Dios siempre escucha el ruego de las almas grandes.

Tres años después de la conversación que hemos referido, Isidoro cayó enfermo, y según nos contó luego su madre, poco antes de morir se incorporó, se sentó sobre el jergón que le servía de cama, se llevó las manos a la frente, lanzó un grito ahogado y después miró fijamente a su madre, único ser que le acompañaba y le dijo con voz entera: ¡Madre! He recobrado la razón, ahora conozco cuanto te he hecho
sufrir, ¡Pobre mujer! No llores, me dicen que nos reuniremos allá arriba; y se quedó muerto. En su entierro no llevó más duelo que su madre, aquella mujer que tenía un gran corazón, fue la única que acompañó a los cuatro enterradores que vinieron a recoger el cadáver de su hijo. Nosotros la encontramos en la calle cinco días después de haber fallecido Isidoro, y al contarnos la anciana lo que había ocurrido, terminó su relato diciendo; ahora sí que puedo irme cuando Dios me lleve, nada tengo que hacer aquí, mi hijo ya está arriba, y ahogando sus gemidos siguió su camino la infeliz mendiga.

¡Qué historia tan triste y tan tierna a la vez! Cuán cierto es que el amor, que es el primer demócrata del Universo implantando la ley de igualdad en este mundo, lo mismo anida en el palacio que en las cabañas; ¡Quién al ver aquella pobre vieja, encorvada bajo el peso de los años y de los sufrimientos, cubierta de harapos, que guarda un corazón tan grande y tan delicado sentimiento!... porque parece que la miseria llega a embrutecer a los seres. Esa vida nómada que llevan los pordioseros, sin casa, sin hogar, sin abrigo, todo lo más que tienen es un miserable tugurio, como tenía aquella pobre mujer, y sin embargo, nunca quiso encerrar a su hijo en un asilo, ni encerrarse ella; siempre decía: No, no, maltratarán a mi pobre Isidoro y a mi lado está mejor, ningún día se queda sin comer y de noche duerme tranquilo porque yo le vigilo, y si tiene frío le envuelvo con un viejo mantón y se pone tan contento...

No sabemos cuanto tiempo vivió la madre de Isidoro después de perder a su hijo, y en el momento que escribimos estas líneas, un Espíritu nos dice que aún vivió dos años, que recojamos nuestros pensamientos y prestemos toda nuestra atención a la comunicación que nos quiere dar. Nuestro deseo es difundir la luz, repitiendo lo que nos digan los seres de ultra-tumba, si comprendemos que su relato puede servir de alguna enseñanza a la humanidad.

“De alguna enseñanza puede servir lo que voy a dictarte; escribe Amalia, escribe: ¡Quién te diría cuando me conociste que yo te había de inspirar un escrito! ¡Yo! …el tonto como me llamaban cuantos me conocían, el pobre imbécil perseguido y apedreado por los chiquillos, y amparado por una infeliz anciana, que corría afanosa tras de aquel hijo que le costaba tantas lágrimas”.

“¡Quién diría al ver aquellos dos seres tan pobres, tan desamparados, tan harapientos, el uno decrépito sin poder sostenerse, el otro peor que un niño, sin un destello de inteligencia, sin un átomo de entendimiento, que lloraba amargamente cuando le alcanzaba alguna piedra, y decía entre sollozos. ¡Quiero irme arriba! ¡Quién podría pensar que aquel desventurado había descendido de un trono para venir a la Tierra a espirar sus iniquidades!”...

“Todos hubieran dicho, ¡Es imposible! Si alguno hubiese dado cuenta de mi vida pasada, y sin embargo, a pesar de parecer increíble es una verdad”.

“¡Yo! El pobre idiota, el que durmió muchos años de su vida sobre un delgado jergón, sin tener para envolverse y abrigarse más que la ropa que se quitaba su madre; en otra encarnación dormía sobre edredones, en un lecho de marfil y oro bajo un pabellón de púrpura, velando su sueño más de cien esclavos, y al despertarse todos aquellos hombres se arrodillaban ante él y él los dispersaba a latigazos si aún le duraba la embriaguez de su última orgía; bien es verdad que para él, en todos los momentos de su vida, lúcidos o turbados consideraba a los hombres del mismo modo que a sus perros, quizás con más desprecio los miraba todavía”.

“Para él, o mejor dicho para mí, el mundo no era más que un rebaño, los hombres; creía firmemente que su único destino era ser mis siervos, míos eran sus tesoros, mías eran sus mujeres, mío cuanto poseían, yo no sabía más que mandar: ¡Ay! Del que se negaba a obedecer”.
“A nadie quise ni a mis hijos, ni a las mujeres que me servían para satisfacer mis apetitos brutales, me creía un dios y por consiguiente tan superior a los demás seres, que todo me parecía que debía pertenecerme. Hasta el Sol me incomodaba a veces, porque salía contra mi voluntad, los astros tenían en mí un enemigo implacable, porque eran los únicos que en mis dilatados dominios seguían su marcha por los espacios, sin poderles imponer mi voluntad”.

“Sólo una mujer consiguió algún tanto dominar mi corazón de fiera. Era una sacerdotisa consagrada a los dioses, Adina era hermosa, hermosísima, su belleza no puedo explicártelo, había en sus ojos un brillo deslumbrador, su cuerpo no era de la misma materia que el de otras mujeres, no; era un ser transparente, parecía que dentro de ella había los rayos del sol cubierto con un vapor blanco y rosado, la arranqué de su templo, pero no a viva fuerza; cuando la vi, caí postrado a sus pies y le dije: ¿Quién eres?

Tu redención, me contestó Adina. Ven entonces conmigo, deja a tus dioses que yo soy un dios, sí, te seguiré, me dijo Adina pero ¡Ay de ti! Si tus labios impuros llegasen a manchar mi blanca vestidura”.

“La obedecí sumiso como un niño: ella eligió el lugar de su retiro, y me fijó los días que debía ir a escuchar su voz profética”.
“Yo ansiaba aquellos momentos, aunque sus vaticinios eran funestísimos, porque me decía:” “¡Infeliz! ¡Vuelve en ti! ¡Mira que vivirás mañana! ¡Yo hablo con los dioses! ¡Yo sé que te arrastrarás por la tierra como se arrastran los reptiles!... ¡Yo sé que vivirás muriendo… que tendrás hambre, que tendrás sed y no hallarás donde reclinar tu cabeza. Escúchame: yo amo tu alma, no tu cuerpo: monstruo execrable, yo sé que soy la encargada de purificar tu Espíritu porque yo escuché tu primer gemido, yo sorprendí la primera mirada inteligente que dirigiste en torno tuyo y pedí ser tu genio tutelar; pero ¡Ay! ¡Cuán lejos fueron tus iniquidades! Mas la luz podrá más que la sombra, mi amor te arrancará de los abismos y te llevará, sí, te llevará a las regiones luminosas. No profanes mi cuerpo, que soy de los dioses, ¡Ay de ti! Si tus labios impuros osaras acercarlos a mi frente. ¡Tiembla desgraciado! No emplees la violencia para conseguir mis caricias, que yo te acariciaré en otra vida… y la voz de aquella mujer me dominaba hasta el punto que delante de ella era dócil y tímido como un niño”.

“Un día fui a verla y me dijo: pronto dejarás la ierra, morirás como mueren todos los tiranos, asesinado por tus esclavos, piensa en mí y llámame cuando estés en la agonía, que yo seré el único Espíritu en la creación que rogará a los dioses por ti”.

“Déjame libre, no te opongas a mi paso, vuelvo a mi templo para pedir a los dioses que tengan misericordia de ti, y me ofreceré en sacrificio de tu iniquidad, nos veremos más tarde, porque yo tengo que seguir las huellas de tu vida, tú serás carne de mi carne, y hueso de mis huesos; yo besaré tu frente cuando estés purificado por el dolor”.

“Subyugado por aquella voz profética, caí de hinojos, extendí mis brazos hacia ella y lagrimas de arrepentimiento por primera vez, se desprendían de mis ojos”.

“Mi muerte fue como ella me predijo; un día estando en el baño mis esclavos me rodearon, me hirieron, y tuve que morir como ellos quisieron ahogado en mi propia sangre.”

“¡Cuánto tiempo estuve dentro de aquel baño! De mi  cadáver, ya no quedaba en la Tierra ni una partícula!... el fuego había calcinado mis huesos, las cenizas se las había llevado el huracán, hasta mi recuerdo se había borrado de la historia de los pueblos, y aún me creía yo estar dentro del baño viendo las feroces caras de mis esclavos y escuchando sus palabras que me decían; ¡Muere! Hora es ya que vuelvas al infierno de donde nunca debiste salir”.

“¡Cuánto tiempo resonaron aquellas palabras en mis oídos!... hasta que al fin oí una voz que me dijo ¡Infeliz! Dios tiene misericordia de ti, y como por encanto me vi solo, envuelto en una densa bruma”.

“Pasó tiempo, mucho tiempo… y volví a escuchar la misma voz que me dijo: volverás a la Tierra; yo iré contigo, yo saciaré tu hambre y calmaré tu sed; yo abrigaré tu cuerpo con los harapos que cubran el mío. Yo te amo con ese amor que nunca muere; contempla tu historia, y pide a Dios que te fortifique porque tienes que caer muchas veces en tu camino. Después me quedé en la sombra; sepulcral silencio y oscuridad profunda me ofrecieron horas de angustia y de reflexión; pensaba en Adina, la llamaba, pero ni el eco me respondía luego… como si estuviera ante una linterna mágica se fueron presentando ante mis ojos sobre un fondo luminoso todos los cuadros de mis horribles encarnaciones. ¡Cuán odioso me vi en todos ellos!, Únicamente cobré ánimo cuando me vi delante de la sacerdotisa Adina, de aquella mujer hermosísima a quien sin saber porqué no profané con mi aliento sino que humilde y reverente la adoré como se adora a un dios: aquel cuadro duró mucho más tiempo que los otros, y al desaparecer en lugar de hundirse a mis plantas como se habían hundido los demás, aquél se elevó sobre mi cabeza dejando tras de si reflejos luminosos, y entonces exclamé: ¡Quiero ir arriba!

“¡Trabaja y subirás! Me contestaron. Pero yo  entonces no me encontré con fuerzas para trabajar, sólo quise sufrir, quise ser menospreciado de todos, humillado, escarnecido, quise volver a la Tierra para ser juguete de los hombres y entré nuevamente en el mundo, tan pobre en todos sentidos, que ni entendimiento quise tener”.
“Yo era el pobre idiota que tú compadecías en tu juventud, yo era aquel que lloraba cuando me apedreaban los chicuelos y decía: ¡Quiero irme arriba! Porque en mi mente siempre veía la hermosísima figura de Adina que se perdía en la altura”.

“Yo ni comprendía entonces quién era, ni tampoco aunque hubiese dado giro a mis ideas, hubiese podido explicarme, porque apenas sabía hablar; no pronunciaba más que algunas frases, y hasta que me quedé ciego, no comprendí, mientras mi cuerpo reposaba, quien era mi madre, que coincidió mi descubrimiento con mi curación; por eso entonces cambié de carácter, porque aunque despierto yo no me había dado cuenta absolutamente de nada; cuando dormía mi Espíritu una noche se lanzó como de costumbre hacia arriba, porque todo mi afán era ver aquella figura luminosa, a la hermosísima Adina y una noche se me presentó un anciano y me dijo: Eres más feliz de lo que crees; la mujer de tus sueños, el Espíritu que trabaja en tu redención no está arriba, que los ángeles descienden a los abismos cuando tienen que salvar a un pecador”.

“Mira a la mujer que te sirve de madre; mira a la que ha querido compartir tus penas. La sacerdotisa que se inmoló por ti, volvió a la Tierra a seguir sus sacrificios en otro templo, en otro más grande que el anterior, en el templo inmenso del amor maternal. Contigo cruza la Tierra y no te abandonará, ella cerrará tus ojos y en menos tiempo que un segundo, vi junto a mí, a mi madre, no con su triste envoltura, sino radiante de belleza, y de imponente majestad, que inclinada sobre mi lecho sonreía amorosísimamente al pobre idiota de la Tierra”.

“Mis ojos tuvieron luz desde que la vi a ella. ¡Cuántos  misterios guardan vuestros mundos! Cuántos auxiliares tiene vuestra ciencia que desconocéis por completo”.

“¡Cuántos médicos creen que curan a sus enfermos y apenas toman parte en su curación!”. “¡Ella estaba conmigo. Ella, la sola mujer que yo respeté, el único ser que yo llegué a admirar,

¡Qué grande es el amor de los espíritus! ¡Ahora comprendo que Adina es mi ángel tutelar, y que el origen de su amor se pierde en la noche de los siglos”.

“¡Cuánto bien me hizo en la Tierra! En mi última encarnación ¡Cuánta ternura! ¡Cuántos sacrificios! ¡Cuánta abnegación! Ella, que por sus virtudes debía habitar en los mundos felices, quiso participar en todas las amarguras que tenían que rodear mi vida. Ese amor, ni yo tengo elevación para pintártelo ni definirlo, ni tú adelanto suficiente para comprenderlo. En la Tierra aún no adivinan ni se presienten esos efectos supremos, efluvios divinos del amor de Dios”.
“Pocos momentos antes de dejar ese mundo, recobré por completo la razón, comprendí cuanto había martirizado a mi madre, y sentí un dolor tan agudo en el corazón que aquella sensación no me dejó tener ni agonía, ni paz después de la turbación. Presencié mi entierro y vi la diferencia notabilísima que había de un tiempo a otro”.

“Cuando fui soberano de los pueblos, cuando mis dominios era tan extensos que no sabía el número de mis siervos, mis esclavos me asesinaron, me ahogaron en mi propia sangre, quemaron mi cadáver, arrojaron mis cenizas al viento y las multitudes ebrias de alegría organizaron fiestas para celebrar mi muerte, y cuando murió el pobre idiota, el infeliz mendigo, aquel ser que en medio de su imbecilidad lloraba amargamente si veía que maltrataban a un niño, o pegaban a un perro, o le daban latigazos a un caballo; cuando murió aquel pordiosero, que no hizo ningún bien, pero que siempre le horrorizó el mal, una madre amorosísima, un Espíritu de luz recibió mi último suspiro y fue acompañado mi cadáver hacia la mansión de los muertos, y durante dos años, rezó por el descanso de mi alma con la fe del creyente y más de una vez fue al cementerio a llorar en la fosa de su hijo, y cuando algunas almas compasivas le hablaban a mi madre de su pobre Isidoro, solían decirle: No rece Vd. por él, si era un inocente, ¡Pobrecillo! Él sí que se fue del mundo sin pecar”.

“¡Qué diferencia de la muerte del tirano y la muerte del mendigo! Cuando desapareció el primero, hasta la tierra se alegró: cuando se fue el segundo, si algunos le consagraron un recuerdo, fue para decir ¡Pobrecillo! Él sí que no pecó. Y ella ¡Adina! Aquel alma sublime lloró por el hijo de su corazón!”.

“¡Amor de los espíritus! ¡Amor inmenso! ¡Amor supremo! ¡Amor que salva! ¡Amor que regenera! ¡Amor que nos engrandece! ¡Amor que nos eleva desde los abismos de la barbarie a las alturas del progreso!”.

“Yo presentía ese amor en medio de mi idiotismo; por eso exclamaba siempre que me atormentaban: ¡Quiero irme arriba! Porque en la altura yo veía la luz”.

“Y tú, tú que evocando mi recuerdo me has permitido comunicarme contigo, tú que también has dicho en tus horas de alucinación: ¡Quiero irme arriba! No olvides Amalia que arriba no se puede ir, sino después de haber amado mucho, de haber sufrido mucho; tú ya has sufrido, pero aún no has amado como se debe amar para ver la luz, yo tampoco puedo verla todavía, pero la veré porque me ama tanto el Espíritu que me sirvió de madre en mi última encarnación, que su amor obrará en mí prodigios”.

“Si vuestros libros sagrados dicen que la fe transporta las montañas, yo te digo, Amalia, que el amor de los espíritus transporta los mundos”. “En agradecimiento a tu condescendencia en recibir mi inspiración, me despido de ti dándote un consejo: trabaja y ama; el trabajo le dará energía a tu Espíritu, el amor engrandecerá tus sentimientos”.
Adiós buen Espíritu; mucho nos has complacido con tu comunicación, porque presta a profundas consideraciones, también como tú deseamos ir arriba, también decimos como el poeta: Sube alma mía, que arriba tendrás sombra, fuiste arriba, pero también comprendemos que las almas no suben por la escala de Jacob, sino amando el sacrificio, santificando el trabajo, difundiendo la luz de la verdad, sólo entonces llegarán a la cima donde el patriarca vio en sus sueños a Dios.

Voluntad tenemos, queremos ir arriba, queremos ser sabios, grandes y buenos, queremos dejar la Tierra y habitar en mundos mejores, queremos vivir entre torrentes de luz, contemplando horizontes de vivos colores, aspirando el embriagador perfume de flores que nuca se marchitan, queremos ser amados y amar como aman los espíritus para que nuestra alma realice sus sueños, para que después de luengos siglos podamos en alas del progreso ¡Ir arriba!

EL ENCUENTRO EN LA VICTORIA



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UN ENCUENTRO EN LA VICTORIA

Autor: ©Giuseppe Isgró C.

Del libro: La Victoria

Capítulo I

Me encontraba un día, en una fuente de aguas tranquilas, cristalinas, cuando se me acercó un Venerable hombre, vestido a la antigua usanza, con bata blanca, larga, pelo y barba que alguna vez fueron de color pelirrojo y un báculo en la mano derecha.

Concentró sus ojos en los míos; su mirada era profunda, serena y apacible.

Con voz suave y afectiva, me dijo:

-“Hola, hijo, como estás”-.

–Bien, -le contesté-; y, ¿usted?

–Por aquí andamos; -fue su respuesta-, mientras me sonreía.

-¿Dónde estamos?, -le pregunté al Venerable hombre-.

-Este sitio es conocido como La Victoria; -me contestó-. –¿Qué haces por estos lados?

-Salí esta mañana, temprano, con el coche, a dar un paseo; luego, al llegar a esta zona, me paré a contemplar la belleza de los araguaneyes y decidí caminar un poco y la verdad que, absorto en mis reflexiones, caminé por lo menos durante dos horas, hasta llegar aquí. Desconocía este hermoso lugar. Y, usted, -¿vive por aquí cerca? -le pregunté-.

Un poco más arriba, en esa colina boscosa. Hace algunos años, -relata el Venerable hombre- decidí retirarme de la agitada vida ejecutiva en que me desenvolvía profesionalmente, como abogado, en la ciudad de Quebec, Canadá, aunque he viajado por diversos países asesorando a incontables líderes. Construí la casa, en esta zona tropical, con la idea de pasar aquí los meses de invierno. Me dedico al estudio de la vida, a la meditación y a cultivar mi jardín y de vez en cuando, a escribir mis reflexiones, las cuales, algún día, habrán de ser publicadas para esparcir un poco la luz que he podido vislumbrar en mis estudios metafísicos-espirituales.

-¿Quieres tomar un café? –Me preguntó el Venerable hombre-. Lo he traído de Caripe El Guácharo; es de los más exquisitos que he probado.

-Sí, con gusto se lo acepto; -le contesté-.

Nos fuimos caminando por un sendero rodeado de árboles cargados de mangos, aguacates, naranjas y una hilera de cayenas de diversos colores. A lo lejos, el ruido de la brisa se oía apaciblemente. Todo era quietud, armonía y paz. Pero, sobre todo, lo que más me impresionaba era la apacibilidad y el sosiego del Venerable hombre de La Victoria. Emanaba de él un flujo de fuerza que, en su presencia, me sentía con un poder y una seguridad nunca antes experimentados. Fuerzas bienhechoras se iban apoderando de mí y aquella paz y relax que buscaba en la mañana, al salir a dar un paseo, sin percatarme de ello, las estaba experimentando ya.

Después de unos quince minutos de caminar, llegamos a la casa del Venerable hombre. Su aspecto exterior humilde estaba lejos de dejar entrever lo que segundos después habría de asombrarme con lo que encontré en el interior.

Al entrar, en la casa, una joven de unos veinte años saludó al Venerable hombre.

-¡Hola, abuelo!, ¿cómo estás?

–Bien, hija, -contestó el Venerable hombre-. -Prepara un poco de café, Lucía, mientras conversamos un poco, adentro.

-Por cierto, te presento a Santiago, quien ha llegado paseando hasta La Victoria.

Después de la presentación, entramos en la biblioteca del Venerable hombre. Un salón grande, lleno de estantes de libros por todas partes, lo cual hacía inimaginable dicho cuadro desde el exterior. Algunos cuadros al óleo de morichales y de personajes históricos, presentaban un ambiente acogedor. En un rincón se encontraban diversos retratos de Tagore, Gandhi, Cicerón, Séneca, Ibn Arabi y un dibujo de Don Quijote y Sancho Panza. En un pequeño cuadro, podía leerse: -“Lo que Alá quiera. Nada se le asemeja”-.

-Le felicito por este inmenso tesoro que usted tiene aquí, -le dije al Venerable hombre-. -¿Cuáles son los temas de su interés?

A lo cual, me contestó: -Como usted puede ver, Santiago, -y me invitó a recorrer los estantes- aquí hay libros de variados temas: clásicos de todos los países y épocas, desde los Vedas, los Upanishads, el Mahabaratha, los libros de Confucio, El Tao te King, de Lao Tse, el Poema de Gilgamesh, el Código de Amurabí, autores griegos, como Homero y Hesiodo. Se encuentran las obras completas de Euclides, Platón, Aristóteles, Teofrasto, Demetrio de Falereo, de los Presocráticos, Epicteto, Plutarco, etcétera; de los latinos, autores como Séneca, Cicerón, -que son mis preferidos-, Julio César, Tito Livio, Dionisio de Halicarnaso, Marco Aurelio, así como libros de Psicología, Gerencia, Sufismo, Yoga, ensayos, filosofía, parapsicología, hermetismo, El Quijote, libros de economía, filosofía, etcétera, en fin, un poco de todo lo que es preciso conocer para poder entender el significado de la vida: de dónde venimos, por qué estamos aquí y hacía dónde vamos, sin lo cual, la vida no tendría sentido, sobre todo por el gran afán a que está sometido el ser humano en la agitada vida moderna.

Nos sentamos en sendas butacas y nos entretuvimos conversando de temas diversos. Al poco rato, entró Lucía con dos tazas de oloroso café y unos biscochos, que degustamos con agrado en una amena e interesante conversación. Al fondo, podía oírse una suave música de Beethoven.

Pasamos cerca de una hora conversando de sobre la Atlántida, Egipto, los griegos, de Homero, de los sufíes, del budismo zen, los poderes del espíritu, meditación, etcétera, después de lo cual, le hice una pregunta directa.

-Seguramente, usted ha desarrollado alguna técnica de meditación y algún método de resolución de situaciones, en la vida, que me quisiera explicar, ya que, según observo, para tener usted una serenidad tan acentuada y una fortaleza física a la edad que imagino que usted debe tener, -cerca de noventa años- es porque ha encontrado en su larga experiencia algún secreto que quizás quisiera compartir conmigo.

Santiago, -me dijo el Venerable hombre, si vuelves a visitarme otro día, quizá te cuente algo que te pueda servir. Empero, antes de que te vayas, te haré entrega de unos apuntes que hace ya muchos años, en una época en que yo andaba a la búsqueda de sosiego y tratando de encontrarle sentido a la vida, un Venerable hombre que, en una edad similar a la mía, a su vez me entregara y cuya práctica asidua me permitió domar la mente, encarrilar mi vida y poner bajo control los hilos del destino. Son veintidós manuscritos, y una meditación diaria, –continuó diciendo el Venerable hombre, que si bien son ya un poco antiguos, podrás copiarlos de nuevo y si pones en práctica las técnicas que contienen, darás a tu vida un esplendor que habrá de sorprenderte agradablemente.

-Una vez que los hayas probado con total y absoluta satisfacción de tu parte, -me dijo, ponlos en limpio, en forma de libro y publícalo para que su mensaje llegue a mayor número de personas. Hacía tiempo que esperaba a alguien a quien confiarle este legado y creo que hoy, al llegar aquí, en la forma en que lo has hecho, tus pasos han sido dirigidos por Aquel que todo lo sabe y puede, por la Ley Cósmica, y en cuyos planes universales, todos somos sus instrumentos.

Me despedí del Venerable hombre y de su adorable nieta, sintiendo dentro de mí fuerzas desconocidas hasta entonces que preanunciaban grandes cambios en mi vida.

En los días siguientes, aparté una hora diaria, antes de dormirme, y leí y releí, todos los manuscritos, de la siguiente manera: En primer lugar copié la Meditación diaria en un cuaderno, el cual leí durante veintidós noches y mañanas seguidas, tal como lo indicaban las instrucciones de la misma.

Una nota al pie de página mencionaba que si yo la transcribía en un cuaderno, el hecho de hacerlo, grabaría en mi ordenador mental las instrucciones y me sería más fácil desarrollar, en mi personalidad, las cualidades y condiciones que formaban parte de los objetivos implícitos en la misma.

De los veintidós manuscritos, cada lunes, a las once en punto de la noche, copiaba uno en el cuaderno, y durante el resto de la semana, a la misma hora, lo leía y meditaba, siguiendo las fáciles y efectivas técnicas e indicaciones al inicio del mismo.

Cuatro semanas después de leer durante veintidós días seguidos, en la noche y en la mañana, la meditación diaria, comenzaron a manifestarse en mi vida una serie de cambios positivos que me dejaban asombrado a mi mismo, pero, también, los miembros de mi familia y a mis amistades; sobre todo mi semblante comenzó a ser más apacible; volví a sonreír desde el interior; mi estado anímico era de contento; me sentía más seguro de mi mismo; comencé a confiar más en la gente, en la vida y a vislumbrar el sentido de mi misión en la vida –percibía cosas que antes me pasaban desapercibidas, a pesar de haber estado siempre allí. Sentía fluir en mí una nueva corriente vivificadora de prosperidad, de felicidad, de alegría de vivir. Mi entusiasmo y amor por la vida y por mi familia, por mi trabajo y por las personas, crecía día a día. En aproximadamente dos meses había logrado muchas de las cosas en las cuales había soñado desde hacía años. Había dado un paso sorprendente en el camino de la autorrealización.

Efectivamente, pude comprobar que me fue relativamente muy fácil desarrollar las aptitudes y actitudes a nivel físico, mental, emocional, espiritual y en diversos aspectos de mi vida, como el financiero, que comenzó a mejorar casi inmediatamente, así como, surgieron nuevas oportunidades que comencé a aprovechar, casi sin esfuerzo de mi parte.

Transcurría el año de 1967 y mi vida había encontrado un sendero que habría de conducirme a cooperar en forma más efectiva en el plan divino que el Supremo Hacedor, en algún momento, había diseñado para mí.

Tres meses después volví a aquel lugar donde había encontrado al Venerable hombre de La Victoria y allí estaba la fuente que él dijo llamarse La Victoria; empero, cuando traté de encontrar el camino para llegar a la casa donde amablemente me ofreció un delicioso café, preparado por su nieta Lucía, no logré encontrarlo, pese a haber recorrido durante un par de horas por los alrededores. Pregunté a varias personas para ver si podían indicarme como llegar a la casa del Venerable hombre y cual fue mi sorpresa, nadie lo conocía.

Empero, después de tanto buscar, volví a encontrar la casa donde vivía el Venerable hombre de La Victoria, pero se encontraba abandonada. Su aspecto indicaba que debía encontrarse en ese estado un lapso mayor del que mediaba con el encuentro de aquel ser extraordinario. Es sorprendente como los inmuebles solos acusan el paso del tiempo en mayor grado que los que son habitados. Si no fuera por los manuscritos pensaría que el encuentro no fue más que un simple sueño. -¿O se trata, acaso de un sueño combinado con un fenómeno de aporte? Personalmente, no lo creo. El encuentro fue muy vívido y real. El aromático café servido por Lucía estaba exquisito. Durante varios años volví al lugar varias veces, la casa seguía sola. La última vez que volví, no la pude ubicar y sin tener tiempo suficiente para seguir buscándola, me fui. Ahora, vivo muy lejos de aquella zona, en otro continente; han transcurrido muchos años y después de tanto tiempo es poco probable que vuelva allí; pero, los manuscritos y la meditación diaria obran en mi poder, me han transformado y han enriquecido mi vida.

Durante más de treinta y cinco años he puesto en práctica las diversas variantes de los ejercicios, afirmaciones y meditaciones que contienen los manuscritos y la meditación diaria y cada vez que los pongo en práctica, experimentos los mismos beneficios. Ahora, ellos se encuentran en el libro que usted tiene en sus manos; espero que les sean tan útiles como los han sido para mí.

Su contenido es eminentemente práctico; no hay teorías superfluas. Si lleva a cabo los ejercicios que contienen, es probable que, gradualmente, se vaya efectuando la transmutación alquímica de su ser sintonizándose con los elevados resultados existenciales, los cuales, por añadidura, al ser creados a nivel mental, se van manifestando en su propia vida, oportunamente.

Sobre todo, con estos ejercicios, me percaté, cuando el Venerable hombre me entregó los manuscritos, de que se dispone de un método para domar la mente y ejercer un pleno dominio sobre la vida en general y, por ende, sobre el destino y controlar, cuando eventualmente se presenten, todas las situaciones, manteniendo un perfecto equilibrio físico, mental, emocional, espiritual y financiero.

El Venerable hombre de La Victoria me comentaba que todo se puede lograr en la vida si se siembra la respectiva semilla por medio de correctas decisiones acordes con la propia y elevada auto-estima y dignidad personal, desarrollando el convencimiento de que sí se puede hacer, por medio de las afirmaciones, las visualizaciones y meditaciones, la experimentación de un estado emocional acorde al momento de ser logrados los respectivos resultados y la practica del desapego, es decir, dejar encargada a la mente psiconsciente del logro, y además, se espera el tiempo necesario haciendo, mientras tanto, todo lo que se requiere, según el caso o los objetivos por alcanzar.

Estas técnicas funcionan, me decía una y otra vez el Venerable hombre de La Victoria; luego, agregaba: -las he probado por más de cincuenta años y quien, a su vez me las entregó, habría hecho otro tanto, aseverando que eran efectivas, si yo seguía fielmente las instrucciones y las ponía en práctica con expectativas positivas.

Desde que en 1967, el Venerable hombre me hiciera entrega de los manuscritos, han transcurrido un poco más de de treinta y cinco años, durante los cuales yo también he puesto en práctica las diversas variantes de los ejercicios, afirmaciones y meditaciones que contienen, y cada vez que me ejercito con ellos, experimento los mismos beneficios. Ahora, ellos se encuentran en el libro que usted tiene en sus manos; espero que les sean tan útiles como los han sido para todos los que hemos aplicado las enseñanzas del Venerable hombre de La Victoria.

Él me repetía constantemente: -“¡Tú puedes si crees que puedes hacerlo! ¡Hazlo y tendrás el poder!

Recuerdo que ese día el Venerable hombre me dijo: -ejercer el poder con que la naturaleza de las cosas ha dotado a cada ser, cultivando los dones inherentes y aprendiendo todo lo que se pueda de sí y del vasto universo del que se forma parte, es una manera efectiva de ser cada día más feliz. Luego, cuando me despedí de él, expresó: -“¡Que cada día brille más y mejor tu luz interior!”.- Adelante.

Capítulo 2

Meditación diaria

Es lunes en la noche, son las once en punto.

Me dispongo a copiar textualmente, en el cuaderno que he dispuesto para ello, el manuscrito identificado con el título:

Meditación diaria

Dice así:

Afirme, en la mañana y en la noche, antes de dormir, durante veintidós días; luego, cada vez que lo desee, esta poderosa fórmula de programación mental positiva y descubra cómo, con facilidad, van ocurriendo cosas maravillosas en su vida:

MEDITACIÓN DIARIA

Afirma, en la mañana y en la noche, antes de dormir, durante veintidós días; luego, cada vez que lo desees, esta poderosa fórmula de programación mental positiva y descubre cómo, con facilidad, van ocurriendo cosas maravillosas en tu vida. Al encender la luz en la mente se ilumina la propia existencia y todo en derredor vibra al unísono y con el mismo sentimiento de felicidad y bienestar, interrelacionándose por la ley de afinidad.

1. -Entro en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre, contando de tres a uno: Tres, dos, uno.

Ø Ahora, estoy ya en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre.

Ø Voy a permanecer en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre, durante quince minutos y voy a programar los siguientes efectos positivos, los cuales perduran, cada vez mejor, hasta que vuelva a realizar este acceso y programación mental:

Ø Todo va bien, siempre, en todos los aspectos de mi vida, cada día mejor. (Tres veces). –Imagínalo-.

Ø Todo va bien en mi trabajo; cada día logro mejores niveles de efectividad, prosperidad, riqueza, abundancia y bienestar. (Imagínalo).

2. Formo una unidad cósmica perfecta con el Creador Universal, -ELOÍ. (Diez veces, con los ojos cerrados). Hoy se expresa en mí la Perfección universal de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión en todos los aspectos de mi vida.

3. -Cada día, en todas formas y condiciones, mi cuerpo y mi mente funcionan mejor y mejor. La consciencia de mi conexión permanente e indisoluble con el Creador Universal, -ELOÍ-, restablece y mantiene en mí, diariamente, durante las veinticuatro horas del día, un perfecto estado de salud a nivel físico, mental, emocional y espiritual. Gracias, Creador Universal, por darme un cuerpo perfecto, saludable, lleno de energía. Aquí y ahora, me siento en perfecto equilibrio de salud, a nivel físico, mental, emocional y espiritual.

4. Afronto y resuelvo bien toda situación que me compete, siempre.

5. Todo tiene solución, en todas las situaciones de mi vida.

6. El Creador Universal, -ELOÍ-, es en mí, cada día mejor, en todos los aspectos de mi vida, fuente de amor, luz, sabiduría, éxito, riqueza, prosperidad, abundancia y armonía.

7. Permito que las leyes universales de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión actúen bien en el plan de mi vida.

8. Tengo prosperidad y poder. Cada día enriquezco mejor mi vida a través del servicio efectivo, del amor y de la práctica de todas las virtudes.

9. Mi dignidad personal me lleva a realizar las cosas que me competen con la máxima perfección posible.

10. Cada día, en todas formas y condiciones, en todos los aspectos de mi vida, estoy mejor y mejor a nivel físico, mental, emocional, espiritual y financiero.

11. Actúo con templanza, serenidad, autodominio y perfecto equilibrio en todo. Conservo plena autonomía y control sobre todas mis facultades físicas, mentales, emocionales, intelectuales y espirituales. Hecho está. (Visualizar un escudo protector de luz que te envuelve y protege; -una pirámide-).

12. Tengo fortaleza, valor, confianza y fe suficiente para triunfar y alcanzar todas mis metas, de acuerdo con la voluntad del Creador Universal, -ELOÍ-, y en armonía con sus planes cósmicos. Soy inmune e invulnerable a las influencias y sugestiones del medio ambiente y de cualquier persona a nivel físico, mental, emocional y espiritual, en las dimensiones objetivas y subjetivas y en cualesquiera otras en que sea requerido.

13. El orden universal de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión se establece en mi vida, en todos mis asuntos y en las personas interrelacionadas, aquí y ahora. Hecho está.

14. Asumo la responsabilidad de mis actos y cumplo bien todos mis compromisos, siempre oportunamente, de acuerdo con el orden cósmico.

15. El Creador Universal, -ELOÍ-, nos da abundancia y armonía en el eterno presente. Vivo en abundancia y en armonía perfectas, aquí, ahora y siempre.

16. El Creador Universal, -ELOÍ-, se está ocupando de todo, en todos los aspectos de mi vida, y se expresa en mí conciencia intuitiva por medio de los sentimientos en correspondencia con los valores universales.

17. Gracias, Creador Universal, -ELOÍ-, por esta vida maravillosa. Que Tu Inteligencia Infinita, Amor, Sabiduría, Justicia, Luz, y Poder Creador guíen, adecuadamente, todas mis decisiones y acciones, ahora y siempre. Gracias, Eloí, por este día maravilloso.

18. El Creador Universal, -ELOÍ-, nos proteja, aquí y en cualquier lugar, ahora y siempre. (Tres veces).

19. Siempre espero lo mejor, de acuerdo con la voluntad del Creador Universal, -ELOÍ-, y la Ley Cósmica, en armonía con todos.

20. Gracias, Creador Universal; todo va bien en todos los aspectos de mi vida, a nivel físico, mental, emocional y espiritual. Gracias, Eloí, todo va bien en mis practicas espirituales y en mi relación Contigo; Tú y yo formamos una unidad perfecta, armónica, aquí y ahora, en el eterno presente. Yo soy Tú, Tú eres yo. Te amo.

21. Voy a realizar –obtener o resolver- (mencionar), antes del: (fecha), de acuerdo al orden divino y en armonía con todos. (Si se trata de varios objetivos, anótelos y haga la afirmación y visualización con cada uno de ellos. Imagínelo concluido satisfactoriamente sin imponer canal alguno de manifestación.)

22. Tengo serenidad y calma imperturbable. Soy impasible frente a todo y a todos. No tengo temor a nada, a nadie ni de nadie en ningún nivel físico, mental, emocional, espiritual y financiero. Dentro de mí vibra la seguridad total. Tengo completa confianza en la vida y en mi propia capacidad de resolver situaciones y alcanzar los resultados satisfactorios que preciso, en cada caso, siempre.

A continuación anoté la fecha: Lunes 12 de agosto de 1967. Luego, tal como me lo indicó el Venerable hombre, anoté la fecha que correspondía veintidós días después: 03 de septiembre de 1967.

Acto seguido, me senté cómodamente, tomé tres respiraciones profundas y realicé la meditación.

Luego, cada noche, durante veintidós días, a las once en punto, me iba a mi cuarto, daba indicaciones de no ser interrumpido durante veinte minutos y realizaba la meditación del día, la cual, siempre complementaba con la lectura breve de uno de los libros de cabecera que siempre suelo tener en mi mesa de noche.

Iba notando, día a día como emergía de mi interior una nueva y desconocida fortaleza, seguridad, estado de ánimo contento, actitud más decidida, optimismo frente a la vida y a las situaciones; comencé a llevarme mejor en las relaciones con las demás personas, a ser más comedido en todo y sobre todo comenzaba a tener conciencia de cosas que antes me solían pasar desapercibidas.

Cabe destacar que, en el punto número veintiuno de la meditación, había anotado siete objetivos que desde hacía tiempo quería realizar y para mi sorpresa, treinta días después de haber terminado de efectuar la meditación del manuscrito número veintidós comencé a observar como, en forma aparentemente casual se iban manifestando la resultados de cada uno de ellos hasta que, algunos meses después, antes de la fechas previstas, los había realizado todos, menos dos, por lo cual, me senté y volví a anotar, en una hoja de mi cuaderno, otros diez objetivos, encabezados por los dos pendientes de la lista anterior, les puse la fecha tope a cada uno, antes de la cual debían ser logrados, para seguir visualizando, su logro, periódicamente.

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sábado, 5 de febrero de 2011

LECTURAS DE AMALIA DOMINGO SOLER


LECTURAS DE AMALIA DOMINGO SOLER
La poetisa del Espiritismo

¡ARRIBA!
Autora: Amalia Domingo Soler
Del libro: LA LUZ QUE NOS GUÍA

Cuando dice el poeta: ¡Arriba! En esa altura supuesta por nuestra imaginación, o mejor dicho, por los antiguos sabios que le daban a la Tierra y al cielo tan distinta configuración de la que en realidad tiene, pues hoy gracias a los telescopios de gran potencia como dice muy bien Flammarion en sus “Tierras del Cielo” que en el Universo no hay alto ni bajo, ni derecha ni izquierda, de ningún género. El globo terrestre va como lanzado en el vacío, bogando en su órbita ídem con una velocidad de 650.000 leguas por día, (mil y cien veces más rápida que la marcha de un tren exprés, y setenta y tres veces superior a una bala de cañón) girando al mismo tiempo rápidamente sobre sí mismo. Lo que ahora está arriba para nosotros, poco tiempo después estará abajo y recíprocamente. No existe tal cielo, sino solamente una inmensidad infinita, en cuyo seno circulan los mundos. La medida de las distancias, de las magnitudes y de los movimientos, es la que nos ha enseñado esta verdad capital: que la Tierra es un astro del cielo, y que nosotros estamos actualmente en el cielo; el telescopio, acercándose a los demás planetas, ha aumentado su volumen aparente, y en vez de simples puntos luminosos errantes bajo la bóveda celeste, nos muestran hoy mundos gigantescos, tan voluminosos y más grandes que el que nosotros habitamos.

Antes estas verdades demostradas por la ciencia, el arriba material, la altura del cielo bíblico desaparece; pero queda la altura moral, queda la elevación del pensamiento, queda la eterna aspiración del alma, queda la mirada del hombre que cuando ora con verdadero sentimiento, cuando reza con el corazón, cuando implora el perdón de sus culpas y pide misericordia al autor de todo lo creado, nunca mira a la Tierra, siempre mira al espacio. Su cabeza no se inclina sino al paso del remordimiento, la Tierra únicamente atrae las miradas del criminal. Siempre miramos al cielo cuando abrigamos en nuestra mente un buen pensamiento, y siempre inclinamos la vista cuando nuestra conciencia nos dice que hemos faltado a nuestro deber.

Fijémonos en los niños: por lo general siempre suelen mirar al cielo, parece que sus ojos ven ya en el  horizonte sus antiguos lares, la luz les atrae. Cuando las madres preguntan a los pequeñuelos: dónde está Dios, hijo mío, antes que les enseñen a levantar el dedito al cielo, el niño por un movimiento intuitivo mira hacia arriba, y con su inocente sonrisa parece que nos dice: allí está, yo lo veo.

A veces una palabra despierta un mundo de recuerdos, y los versos del poeta han traído a nuestra imaginación las reminiscencias de una triste historia.

Hace veinticinco años que conocimos a una pobre anciana que tenía más de setenta inviernos, y pedía limosna para ella y para su hijo, que ya tendría más de cuarenta años: el infeliz era idiota, y pasaba su vista por las calles riéndose y llorando a la vez; y cuando uno le preguntaba: ¿Isidoro dónde quieres irte? El pobre idiota se reía y extendiendo su diestra señalaba al cielo, y exclamaba, ¡Arriba! ¡Quiero irme arriba!... La multitud le asediaban, le tiraban piedras, le mortificaban, y el infeliz Isidoro lloraba amargamente y gritaba: ¡Oh me quiero ir arriba!... ¡Pobrecillo! Vivía cerca de nuestra casa, y se puede decir que pasaba el día en nuestra calle, donde varias familias le daban limosna, y su madre solía hacer algunos mandados a las criadas. Una tarde tuvimos ocasión de hablar con aquella mujer en casa de una amiga nuestra que la socorría mucho, y le preguntamos si siempre su hijo había estado de aquella manera.

¡Ay! Sí, señora, contestó la anciana, esa ha sido mi desgracia. Antes de venir él al mundo, yo vivía como el pez en el agua, nada me faltaba, mi marido me quería muchísimo; él trabajaba de albañil, yo planchaba y rizaba encajes, y hacía flores, y la única pena que teníamos era el no tener hijos; a los diez años de casada vino Isidoro al mundo y su padre no tuvo el gusto de verlo; ¡Tanto como lo deseaba! El pobre se cayó de un andamio pocos días antes de nacer nuestro hijo, quedando muerto en el acto, y desde entonces se puede decir que no he hecho más que sufrir; porque Vd. no puede formarse una idea de lo que me ha hecho padecer mi hijo. Cuando pequeño no parecía tonto sino loco; cuando empezó a hablar no me llamaba, no me decía madre como dicen todas las criaturas.

¿Pues qué decía? Lo que dice ahora: yo me quiero ir arriba; pero esto acompañado de unos gritos horribles, y si no se ha matado, es porque Dios no ha querido, porque se ha caído de grandes alturas: dos veces se ha caído de una torre. ¡Parece increíble! Pues es verdad; salía corriendo diciendo: yo me quiero ir arriba, y no había hombres que le detuvieran. Cuando tenía doce años se cayó del balcón a la calle y se partió las dos piernas, y estuvo más de ocho meses en la cama, de ninguna manera quise que fuera al hospital, se curó en casa, y curado se levantó y volvió a las mismas. A lo mejor salía y se iba corriendo y yo detrás de él, hasta que caía rendido en el suelo. A los veinte años se volvió a caer de un balcón al patio y se rompió un brazo y también lo curé en casa, porque conocía que si se lo hubieran llevado al hospital se hubiera muerto, porque era un enfermo irresistible, sólo el cariño de una madre puede resistir aquella lucha continua, que era no descansar ni de día ni de noche. Entonces tuvo la viruela y se quedó ciego, y estuvo más de dos años sin vista, gritando: ¡Yo quiero ir arriba! Al fin vino un médico, creo que de Inglaterra, que hacía milagros curando a los ciegos, y una señora a quien yo le planchaba la ropa, compadecida de mí (que nunca me han faltado buenas almas), me dio una carta de recomendación para aquel médico que hacía prodigios, y en menos de tres meses recobró mi hijo la vista, y desde entonces parece otro, dejó de atormentarse con sus carreras y con sus gritos y ha vivido como Vd. ve, andando por las calles, otros días no quiere salir, llora como un niño y me dice :¡Madre, llévame arriba y así vamos pasando. Yo con tantos disgustos y tanta intranquilidad, que no tenía sosiego para hacer nada, fui perdiendo los parroquianos que me daban trabajo, la vista también me faltó de tanto llorar y concluí por pedir limosna de puerta en puerta para el hijo de mis entrañas.

¿Y en un asilo no estaría Vd. mejor? No señora porque estaría separada de mi Isidoro. ¿Vd. sabe lo que yo quiero a mi hijo? Si le quiero más que a mi vida; si no podría vivir separada de él; y sólo le pido a Dios una cosa. ¿Cuál? Que mi hijo se muera antes que yo; porque si yo me voy ¡Qué será de él! ¿Quién le abrigará cuando duerma? ¿Quién le buscará el pan? ¡Pobre hijo mío! No lo quiero pensar. ¡Pobre madre! Su ruego fue escuchado: Dios siempre escucha el ruego de las almas grandes.

Tres años después de la conversación que hemos referido, Isidoro cayó enfermo, y según nos contó luego su madre, poco antes de morir se incorporó, se sentó sobre el jergón que le servía de cama, se llevó las manos a la frente, lanzó un grito ahogado y después miró fijamente a su madre, único ser que le acompañaba y le dijo con voz entera: ¡Madre! He recobrado la razón, ahora conozco cuanto te he hecho
sufrir, ¡Pobre mujer! No llores, me dicen que nos reuniremos allá arriba; y se quedó muerto. En su entierro no llevó más duelo que su madre, aquella mujer que tenía un gran corazón, fue la única que acompañó a los cuatro enterradores que vinieron a recoger el cadáver de su hijo. Nosotros la encontramos en la calle cinco días después de haber fallecido Isidoro, y al contarnos la anciana lo que había ocurrido, terminó su relato diciendo; ahora sí que puedo irme cuando Dios me lleve, nada tengo que hacer aquí, mi hijo ya está arriba, y ahogando sus gemidos siguió su camino la infeliz mendiga.

¡Qué historia tan triste y tan tierna a la vez! Cuán cierto es que el amor, que es el primer demócrata del Universo implantando la ley de igualdad en este mundo, lo mismo anida en el palacio que en las cabañas; ¡Quién al ver aquella pobre vieja, encorvada bajo el peso de los años y de los sufrimientos, cubierta de harapos, que guarda un corazón tan grande y tan delicado sentimiento!... porque parece que la miseria llega a embrutecer a los seres. Esa vida nómada que llevan los pordioseros, sin casa, sin hogar, sin abrigo, todo lo más que tienen es un miserable tugurio, como tenía aquella pobre mujer, y sin embargo, nunca quiso encerrar a su hijo en un asilo, ni encerrarse ella; siempre decía: No, no, maltratarán a mi pobre Isidoro y a mi lado está mejor, ningún día se queda sin comer y de noche duerme tranquilo porque yo le vigilo, y si tiene frío le envuelvo con un viejo mantón y se pone tan contento...

No sabemos cuanto tiempo vivió la madre de Isidoro después de perder a su hijo, y en el momento que escribimos estas líneas, un Espíritu nos dice que aún vivió dos años, que recojamos nuestros pensamientos y prestemos toda nuestra atención a la comunicación que nos quiere dar. Nuestro deseo es difundir la luz, repitiendo lo que nos digan los seres de ultra-tumba, si comprendemos que su relato puede servir de alguna enseñanza a la humanidad.

“De alguna enseñanza puede servir lo que voy a dictarte; escribe Amalia, escribe: ¡Quién te diría cuando me conociste que yo te había de inspirar un escrito! ¡Yo! …el tonto como me llamaban cuantos me conocían, el pobre imbécil perseguido y apedreado por los chiquillos, y amparado por una infeliz anciana, que corría afanosa tras de aquel hijo que le costaba tantas lágrimas”.

“¡Quién diría al ver aquellos dos seres tan pobres, tan desamparados, tan harapientos, el uno decrépito sin poder sostenerse, el otro peor que un niño, sin un destello de inteligencia, sin un átomo de entendimiento, que lloraba amargamente cuando le alcanzaba alguna piedra, y decía entre sollozos. ¡Quiero irme arriba! ¡Quién podría pensar que aquel desventurado había descendido de un trono para venir a la Tierra a espirar sus iniquidades!”...

“Todos hubieran dicho, ¡Es imposible! Si alguno hubiese dado cuenta de mi vida pasada, y sin embargo, a pesar de parecer increíble es una verdad”.

“¡Yo! El pobre idiota, el que durmió muchos años de su vida sobre un delgado jergón, sin tener para envolverse y abrigarse más que la ropa que se quitaba su madre; en otra encarnación dormía sobre edredones, en un lecho de marfil y oro bajo un pabellón de púrpura, velando su sueño más de cien esclavos, y al despertarse todos aquellos hombres se arrodillaban ante él y él los dispersaba a latigazos si aún le duraba la embriaguez de su última orgía; bien es verdad que para él, en todos los momentos de su vida, lúcidos o turbados consideraba a los hombres del mismo modo que a sus perros, quizás con más desprecio los miraba todavía”.

“Para él, o mejor dicho para mí, el mundo no era más que un rebaño, los hombres; creía firmemente que su único destino era ser mis siervos, míos eran sus tesoros, mías eran sus mujeres, mío cuanto poseían, yo no sabía más que mandar: ¡Ay! Del que se negaba a obedecer”.
“A nadie quise ni a mis hijos, ni a las mujeres que me servían para satisfacer mis apetitos brutales, me creía un dios y por consiguiente tan superior a los demás seres, que todo me parecía que debía pertenecerme. Hasta el Sol me incomodaba a veces, porque salía contra mi voluntad, los astros tenían en mí un enemigo implacable, porque eran los únicos que en mis dilatados dominios seguían su marcha por los espacios, sin poderles imponer mi voluntad”.

“Sólo una mujer consiguió algún tanto dominar mi corazón de fiera. Era una sacerdotisa consagrada a los dioses, Adina era hermosa, hermosísima, su belleza no puedo explicártelo, había en sus ojos un brillo deslumbrador, su cuerpo no era de la misma materia que el de otras mujeres, no; era un ser transparente, parecía que dentro de ella había los rayos del sol cubierto con un vapor blanco y rosado, la arranqué de su templo, pero no a viva fuerza; cuando la vi, caí postrado a sus pies y le dije: ¿Quién eres?

Tu redención, me contestó Adina. Ven entonces conmigo, deja a tus dioses que yo soy un dios, sí, te seguiré, me dijo Adina pero ¡Ay de ti! Si tus labios impuros llegasen a manchar mi blanca vestidura”.

“La obedecí sumiso como un niño: ella eligió el lugar de su retiro, y me fijó los días que debía ir a escuchar su voz profética”.
“Yo ansiaba aquellos momentos, aunque sus vaticinios eran funestísimos, porque me decía:” “¡Infeliz! ¡Vuelve en ti! ¡Mira que vivirás mañana! ¡Yo hablo con los dioses! ¡Yo sé que te arrastrarás por la tierra como se arrastran los reptiles!... ¡Yo sé que vivirás muriendo… que tendrás hambre, que tendrás sed y no hallarás donde reclinar tu cabeza. Escúchame: yo amo tu alma, no tu cuerpo: monstruo execrable, yo sé que soy la encargada de purificar tu Espíritu porque yo escuché tu primer gemido, yo sorprendí la primera mirada inteligente que dirigiste en torno tuyo y pedí ser tu genio tutelar; pero ¡Ay! ¡Cuán lejos fueron tus iniquidades! Mas la luz podrá más que la sombra, mi amor te arrancará de los abismos y te llevará, sí, te llevará a las regiones luminosas. No profanes mi cuerpo, que soy de los dioses, ¡Ay de ti! Si tus labios impuros osaras acercarlos a mi frente. ¡Tiembla desgraciado! No emplees la violencia para conseguir mis caricias, que yo te acariciaré en otra vida… y la voz de aquella mujer me dominaba hasta el punto que delante de ella era dócil y tímido como un niño”.

“Un día fui a verla y me dijo: pronto dejarás la ierra, morirás como mueren todos los tiranos, asesinado por tus esclavos, piensa en mí y llámame cuando estés en la agonía, que yo seré el único Espíritu en la creación que rogará a los dioses por ti”.

“Déjame libre, no te opongas a mi paso, vuelvo a mi templo para pedir a los dioses que tengan misericordia de ti, y me ofreceré en sacrificio de tu iniquidad, nos veremos más tarde, porque yo tengo que seguir las huellas de tu vida, tú serás carne de mi carne, y hueso de mis huesos; yo besaré tu frente cuando estés purificado por el dolor”.

“Subyugado por aquella voz profética, caí de hinojos, extendí mis brazos hacia ella y lagrimas de arrepentimiento por primera vez, se desprendían de mis ojos”.

“Mi muerte fue como ella me predijo; un día estando en el baño mis esclavos me rodearon, me hirieron, y tuve que morir como ellos quisieron ahogado en mi propia sangre.”

“¡Cuánto tiempo estuve dentro de aquel baño! De mi  cadáver, ya no quedaba en la Tierra ni una partícula!... el fuego había calcinado mis huesos, las cenizas se las había llevado el huracán, hasta mi recuerdo se había borrado de la historia de los pueblos, y aún me creía yo estar dentro del baño viendo las feroces caras de mis esclavos y escuchando sus palabras que me decían; ¡Muere! Hora es ya que vuelvas al infierno de donde nunca debiste salir”.

“¡Cuánto tiempo resonaron aquellas palabras en mis oídos!... hasta que al fin oí una voz que me dijo ¡Infeliz! Dios tiene misericordia de ti, y como por encanto me vi solo, envuelto en una densa bruma”.

“Pasó tiempo, mucho tiempo… y volví a escuchar la misma voz que me dijo: volverás a la Tierra; yo iré contigo, yo saciaré tu hambre y calmaré tu sed; yo abrigaré tu cuerpo con los harapos que cubran el mío. Yo te amo con ese amor que nunca muere; contempla tu historia, y pide a Dios que te fortifique porque tienes que caer muchas veces en tu camino. Después me quedé en la sombra; sepulcral silencio y oscuridad profunda me ofrecieron horas de angustia y de reflexión; pensaba en Adina, la llamaba, pero ni el eco me respondía luego… como si estuviera ante una linterna mágica se fueron presentando ante mis ojos sobre un fondo luminoso todos los cuadros de mis horribles encarnaciones. ¡Cuán odioso me vi en todos ellos!, Únicamente cobré ánimo cuando me vi delante de la sacerdotisa Adina, de aquella mujer hermosísima a quien sin saber porqué no profané con mi aliento sino que humilde y reverente la adoré como se adora a un dios: aquel cuadro duró mucho más tiempo que los otros, y al desaparecer en lugar de hundirse a mis plantas como se habían hundido los demás, aquél se elevó sobre mi cabeza dejando tras de si reflejos luminosos, y entonces exclamé: ¡Quiero ir arriba!

“¡Trabaja y subirás! Me contestaron. Pero yo  entonces no me encontré con fuerzas para trabajar, sólo quise sufrir, quise ser menospreciado de todos, humillado, escarnecido, quise volver a la Tierra para ser juguete de los hombres y entré nuevamente en el mundo, tan pobre en todos sentidos, que ni entendimiento quise tener”.
“Yo era el pobre idiota que tú compadecías en tu juventud, yo era aquel que lloraba cuando me apedreaban los chicuelos y decía: ¡Quiero irme arriba! Porque en mi mente siempre veía la hermosísima figura de Adina que se perdía en la altura”.

“Yo ni comprendía entonces quién era, ni tampoco aunque hubiese dado giro a mis ideas, hubiese podido explicarme, porque apenas sabía hablar; no pronunciaba más que algunas frases, y hasta que me quedé ciego, no comprendí, mientras mi cuerpo reposaba, quien era mi madre, que coincidió mi descubrimiento con mi curación; por eso entonces cambié de carácter, porque aunque despierto yo no me había dado cuenta absolutamente de nada; cuando dormía mi Espíritu una noche se lanzó como de costumbre hacia arriba, porque todo mi afán era ver aquella figura luminosa, a la hermosísima Adina y una noche se me presentó un anciano y me dijo: Eres más feliz de lo que crees; la mujer de tus sueños, el Espíritu que trabaja en tu redención no está arriba, que los ángeles descienden a los abismos cuando tienen que salvar a un pecador”.

“Mira a la mujer que te sirve de madre; mira a la que ha querido compartir tus penas. La sacerdotisa que se inmoló por ti, volvió a la Tierra a seguir sus sacrificios en otro templo, en otro más grande que el anterior, en el templo inmenso del amor maternal. Contigo cruza la Tierra y no te abandonará, ella cerrará tus ojos y en menos tiempo que un segundo, vi junto a mí, a mi madre, no con su triste envoltura, sino radiante de belleza, y de imponente majestad, que inclinada sobre mi lecho sonreía amorosísimamente al pobre idiota de la Tierra”.

“Mis ojos tuvieron luz desde que la vi a ella. ¡Cuántos  misterios guardan vuestros mundos! Cuántos auxiliares tiene vuestra ciencia que desconocéis por completo”.

“¡Cuántos médicos creen que curan a sus enfermos y apenas toman parte en su curación!”. “¡Ella estaba conmigo. Ella, la sola mujer que yo respeté, el único ser que yo llegué a admirar,

¡Qué grande es el amor de los espíritus! ¡Ahora comprendo que Adina es mi ángel tutelar, y que el origen de su amor se pierde en la noche de los siglos”.

“¡Cuánto bien me hizo en la Tierra! En mi última encarnación ¡Cuánta ternura! ¡Cuántos sacrificios! ¡Cuánta abnegación! Ella, que por sus virtudes debía habitar en los mundos felices, quiso participar en todas las amarguras que tenían que rodear mi vida. Ese amor, ni yo tengo elevación para pintártelo ni definirlo, ni tú adelanto suficiente para comprenderlo. En la Tierra aún no adivinan ni se presienten esos efectos supremos, efluvios divinos del amor de Dios”.
“Pocos momentos antes de dejar ese mundo, recobré por completo la razón, comprendí cuanto había martirizado a mi madre, y sentí un dolor tan agudo en el corazón que aquella sensación no me dejó tener ni agonía, ni paz después de la turbación. Presencié mi entierro y vi la diferencia notabilísima que había de un tiempo a otro”.

“Cuando fui soberano de los pueblos, cuando mis dominios era tan extensos que no sabía el número de mis siervos, mis esclavos me asesinaron, me ahogaron en mi propia sangre, quemaron mi cadáver, arrojaron mis cenizas al viento y las multitudes ebrias de alegría organizaron fiestas para celebrar mi muerte, y cuando murió el pobre idiota, el infeliz mendigo, aquel ser que en medio de su imbecilidad lloraba amargamente si veía que maltrataban a un niño, o pegaban a un perro, o le daban latigazos a un caballo; cuando murió aquel pordiosero, que no hizo ningún bien, pero que siempre le horrorizó el mal, una madre amorosísima, un Espíritu de luz recibió mi último suspiro y fue acompañado mi cadáver hacia la mansión de los muertos, y durante dos años, rezó por el descanso de mi alma con la fe del creyente y más de una vez fue al cementerio a llorar en la fosa de su hijo, y cuando algunas almas compasivas le hablaban a mi madre de su pobre Isidoro, solían decirle: No rece Vd. por él, si era un inocente, ¡Pobrecillo! Él sí que se fue del mundo sin pecar”.

“¡Qué diferencia de la muerte del tirano y la muerte del mendigo! Cuando desapareció el primero, hasta la tierra se alegró: cuando se fue el segundo, si algunos le consagraron un recuerdo, fue para decir ¡Pobrecillo! Él sí que no pecó. Y ella ¡Adina! Aquel alma sublime lloró por el hijo de su corazón!”.

“¡Amor de los espíritus! ¡Amor inmenso! ¡Amor supremo! ¡Amor que salva! ¡Amor que regenera! ¡Amor que nos engrandece! ¡Amor que nos eleva desde los abismos de la barbarie a las alturas del progreso!”.

“Yo presentía ese amor en medio de mi idiotismo; por eso exclamaba siempre que me atormentaban: ¡Quiero irme arriba! Porque en la altura yo veía la luz”.

“Y tú, tú que evocando mi recuerdo me has permitido comunicarme contigo, tú que también has dicho en tus horas de alucinación: ¡Quiero irme arriba! No olvides Amalia que arriba no se puede ir, sino después de haber amado mucho, de haber sufrido mucho; tú ya has sufrido, pero aún no has amado como se debe amar para ver la luz, yo tampoco puedo verla todavía, pero la veré porque me ama tanto el Espíritu que me sirvió de madre en mi última encarnación, que su amor obrará en mí prodigios”.

“Si vuestros libros sagrados dicen que la fe transporta las montañas, yo te digo, Amalia, que el amor de los espíritus transporta los mundos”. “En agradecimiento a tu condescendencia en recibir mi inspiración, me despido de ti dándote un consejo: trabaja y ama; el trabajo le dará energía a tu Espíritu, el amor engrandecerá tus sentimientos”.
Adiós buen Espíritu; mucho nos has complacido con tu comunicación, porque presta a profundas consideraciones, también como tú deseamos ir arriba, también decimos como el poeta: Sube alma mía, que arriba tendrás sombra, fuiste arriba, pero también comprendemos que las almas no suben por la escala de Jacob, sino amando el sacrificio, santificando el trabajo, difundiendo la luz de la verdad, sólo entonces llegarán a la cima donde el patriarca vio en sus sueños a Dios.

Voluntad tenemos, queremos ir arriba, queremos ser sabios, grandes y buenos, queremos dejar la Tierra y habitar en mundos mejores, queremos vivir entre torrentes de luz, contemplando horizontes de vivos colores, aspirando el embriagador perfume de flores que nuca se marchitan, queremos ser amados y amar como aman los espíritus para que nuestra alma realice sus sueños, para que después de luengos siglos podamos en alas del progreso ¡Ir arriba!