jueves, 21 de noviembre de 2013

EL TIEMPO INTERIOR


EL TIEMPO INTERIOR

Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de Medicina
I
La duración.– Su medida por el tiempo solar.– La extensión de las cosas en el espacio y el tiempo.--Tiempo matemático. – Concepto operacional del tiempo físico.

 La duración del ser humano, lo mismo que su talla, varía según la unidad que sirve para su medida. Es muy grande, si nos comparamos con las ratas o con las mariposas. Muy pequeña, si tomamos en cuenta la vida de una encina. Insignificante, si nos damos a compararla con la historia de la tierra. La medimos por el movimiento de las agujas de un reloj sobre la superficie de su cuadrante. Le asimilamos al recorrido que efectúan esas agujas con iguales intervalos: los segundos, los minutos, las horas. El tiempo de los relojes está reglamentado según ciertos sucesos rítmicos, tales como la rotación de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Nuestra duración es, pues, evaluada por las unidades del tiempo solar. Comprende más o menos veinticinco mil días. Para el reloj que la mide, la jornada de un niño es igual a la de sus padres. En realidad, representa una parte muy pequeña de su vida futura, y una fracción mucho más importante de la vida de sus padres. Pero constituye también un fragmento insignificante de la existencia pasada del anciano, y un largo período de la vida de un niño de pecho. El valor del tiempo físico cambia, pues, en el espíritu de cada uno dé nosotros, según consideremos al pasado o el futuro.
Nos vemos obligados a medir nuestra duración por los relojes, ya que estamos sumergidos en el continuum físico, y el reloj mide una de las dimensiones de ese continuum. En la superficie de nuestro planeta las dimensiones de las cosas se distinguen por caracteres particulares. La vertical se identifica por la pesantez, las dimensiones horizontales se confunden para nosotros. Pero podríamos diferenciarlas la una de la otra, si nuestro sistema nervioso poseyese una sensibilidad semejante a la de la aguja imantada. En cuanto a la cuarta dimensión, se nos representa con aspecto especial. Es móvil y muy extensa, mientras que las otras tres nos parecen breves e inmóviles. Nos movemos fácilmente por nuestros propios medios en las dos dimensiones horizontales. Para desplazarnos en sentido vertical, tenemos que luchar contra la pesantez. Debemos servirnos entonces de un globo o de un avión. Por último, nos es completamente imposible viajar a lo largo del tiempo. Wells no nos ha entregado los secretos de la construcción de la máquina que permite a uno de sus personajes salir de su habitación por la cuarta dimensión y marchar hacia el futuro. Para el hombre real, el tiempo es muy diferente de las otras dimensiones del continuum. No lo sería para el hombre abstracto que habitase los espacios intersiderales. Pero, aunque diferente al espacio, es inseparable de él y a la superficie de la tierra como al resto del universo, para el biólogo como para el físico.
En la naturaleza, en efecto, siempre se ha observado el tiempo como unido al espacio. Es un aspecto necesario a los seres materiales. Ninguna cosa concreta posee sino tres dimensiones espaciales. Una roca, un árbol, un hombre no pueden ser instantáneos. Ciertamente, somos capaces de constituir en nuestro espíritu seres con tres dimensiones. Pero todos los objetos naturales poseen cuatro. Y el hombre se extiende a la vez en el tiempo y en el espacio. A un observador que viviese mucho más lentamente que nosotros, éste aparecería como una cosa estrecha y alargada, análoga a la estela luminosa de una estrella filante. Sin embargo, posee otro aspecto difícil de definir porque no está comprendido enteramente en el continuum físico. El pensamiento se escapa del tiempo y del espacio. Las funciones morales, estéticas y religiosas no se encuentran allí. Además, sabemos que los clarividentes perciben a larga distancia, cosas ocultas. Algunos de entre ellos ven sucesos que han pasado ya o que pasarán en el futuro. Es digno de observar que sientan el futuro del mismo modo que el pasado. A veces son incapaces de distinguir el uno del otro. Predicen, por ejemplo, para dos épocas diferentes, un mismo acontecimiento, sin poner en duda que la primera visión se refiere al futuro y la segunda al pasado, Se diría que hay una cierta actividad de la conciencia que le permite viajar en el espacio y en el tiempo. La naturaleza varía según los objetos considerados por nuestro espíritu El tiempo que observamos en la naturaleza no tiene existencia propia. Constituye únicamente una manera de ser de las cosas. En cuanto al tiempo matemático, lo creamos con todas sus piezas. Es una abstracción indispensable a la construcción de la ciencia. Resulta como asimilarle a una línea recta en la cual cada punto sucesivo representase un instante. De Galileo acá, esta noción ha sido sustituida por aquella de que nos proveyó la observación directa de la naturaleza. Los filósofos de la edad media consideraban el tiempo como la gente que concreta las abstracciones. Esta concepción se parecía más a la-de Minkowski que a la de Galileo. Para ellos, como para Minkowski, Einstein y los otros físicos modernos, el tiempo es, en la naturaleza, completamente inseparable del espacio. Reduciendo los objetos a sus cualidades primarias, es decir, a lo que se mide y es susceptible de tratamientos matemáticos, Galileo les priva de sus cualidades secundarias y de su duración. Esta simplificación arbitraria ha hecho posible el impulso de la física, pero al mismo tiempo nos ha conducido a una concepción exageradamente esquemática del mundo, y en particular del mundo biológico. Debemos reintegrar en el dominio de lo real la duración, lo mismo que las cualidades secundarias de los seres inanimados y vivientes.
El concepto del tiempo es equivalente a la manera como le medimos en los objetos de nuestro mundo. Entonces aparece como la superposición de aspectos diferentes de una misma identidad, una especie de movimiento intrínseco de las cosas. La tierra da vueltas en torno de su eje, y presenta una superficie, ya clara, ya oscura, sin modificarse, sin embargo. Las montañas, bajo la influencia de la nieve, las lluvias y los rodados, se desploman poco a poco, permaneciendo sin embargo las mismas. Un árbol crece sin cambiar su identidad. El individuo humano conserva su individualidad en el flujo de los procesos orgánicos y mentales que constituyen su vida. Cada ser posee un movimiento interior una sucesión de estados, un ritmo, que le es propio. Este movimiento es el tiempo intrínseco. Se mide tomando en cuenta el movimiento de otro ser. Así es como nosotros medimos la duración nuestra por el tiempo solar. Como nos encontramos fijos sobre la superficie de la tierra, nos es cómodo referir a ella las dimensiones espaciales y la duración de todo lo que allí se encuentra. Apreciamos nuestra estatura con ayuda del metro que es, aproximadamente, la cuarenta millonésima parte del meridiano terrestre. De igual modo evaluamos nuestra dimensión temporal por el movimiento de la tierra. Resulta natural para los seres humanos medir su duración y reglamentar su vida según los intervalos que separan la salida y la puesta del sol. La luna podría representar el mismo papel. En efecto, para los pescadores que habitan las orillas en que las mareas son muy altas, el tiempo lunar es más importante que el tiempo solar. Las modalidades de la existencia, los momentos del sueño y de las comidas, están determinados por el ritmo de las mareas. El tiempo humano se coloca entonces en el cuadro de las variaciones cotidianas del nivel del mar. En suma, el tiempo es un caracter específico de las cosas. Varía según la constitución de cada una de ellas. Los seres humanos han tomado la costumbre de referir su tiempo interior, y el de todos los otros seres, al tiempo señalado por los relojes. Pero nuestro tiempo es tan distinto e independiente de ese tiempo intrínseco, que nuestro cuerpo es, desde el punto de vista espacial, diferente e independiente de la tierra y del sol.

II
Definición del tiempo interior.– Tiempo fisiológico y tiempo psicológico.– La medida del tiempo fisiológico.

La medida del tiempo interior es la expresión de los cambios del cuerpo y de sus actividades durante el curso de la vida. Equivale a la sucesión ininterrumpida de los estados estructurales, humorales, fisiológicos y mentales que constituyen nuestra personalidad. Es una dimensión de nosotros mismos. Sus secciones hechas por nuestro espíritu siguiendo este jefe personal, se muestran tan heterogéneas como las practicadas por los anatomistas que siguen los ejes espaciales. Como dice Wells en la máquina del tiempo, los retratos de un hombre a los ocho años, a los quince años, a los diecisiete anos, a los veintitrés años, y así sucesivamente, son secciones o mejor dicho representaciones con tres dimensiones, de un ser con cuatro dimensiones, que es una cosa fija e inalterable. Las diferencias entre esas secciones expresan los cambios que se producen incesantemente en la constitución del individuo. Estos cambios son orgánicos y mentales. Nos vemos, pues, obligados a dividir el tiempo interior en fisiológico y psicológico.
El tiempo fisiológico es una dimensión fija, hecha, con la serie de todas las modificaciones orgánicas del ser humano, desde su concepción hasta su muerte. Puede ser también considerado como un movimiento, como los estados sucesivos que construyen nuestra cuarta dimensión bajo los ojos del observador. Entre estos estados, los unos son rítmicos y reversibles, tales como las pulsaciones del corazón, las contracciones de los músculos, los movimientos del estómago y del intestino, las secreciones de las glándulas del aparato digestivo y la menstruación. Los otros son progresivos e irreversibles, tales como la pérdida de la elasticidad de la piel, el encanecimiento de los cabellos, el aumento de los glóbulos rojos de la sangre, la, esclerosis de los tejidos y de las arterias. Los movimientos rítmicos y reversibles, se alteran por igual durante el curso de la vida. Sufren ellos también un cambio progresivo e irreversible, y al mismo tiempo la constitución de los humores y de los tejidos se modifica. Es este el movimiento complejo el que constituye el tiempo fisiológico. El otro aspecto del tiempo interior es el tiempo psicológico. Nuestra conciencia registra, no el tiempo físico, sino su propio movimiento; la serie de sus estados, bajo la influencia de estímulos que le vienen del mundo exterior. Como dice Bergson, el tiempo viene a ser el tejido de la vida psicológica. La duración mental no es un instante que reemplaza a otro instante, porque constituye el progreso continuo del pasado. Gracias a la memoria el pasado se acumula sobre el pasado conservándose automáticamente a si mismo. Nos sigue a cada instante enteramente. Sin duda, no pensamos sino con una parte bien pequeña de nuestro pasado, pero, mediante nuestro pasado total, deseamos, queremos, y obramos. Constituimos una historia y la riqueza de ésta expresa la de nuestra vida interior, mucho más que el número de los años vividos. Sentimos oscuramente que hoy no somos idénticos a lo que ayer fuimos. También nos parece que los días pasan cada ves más ligero. Pero ninguno de estos cambios es bastante preciso, ni bastante constante para que podamos medirles. El movimiento intrínseco de nuestra conciencia resulta indefinible. Por otra parte, se diría que no interesa a todas las funciones mentales. Algunas de entre ellas no se modifican por la duración. No se alteran, sino en el momento en que el cerebro sufre los asa]tos de la enfermedad o de la senilidad.
El tiempo interior no puede ser evaluado convenientemente con las unidades del tiempo solar. Le evaluamos en días y en años, porque estas unidades son cómodas y aplicables a la medida de todos los movimientos terrestres, Pero un método tal no nos da indicación alguna sobre el ritmo de los procesos interiores que constituyen el tiempo intrínseco de cada uno de nosotros. Es evidente que la edad cronológica no corresponde a la verdadera edad. La pubertad no se produce en la misma época en los diferentes individuos. Otro tanto acontece con la menopausia. La edad real es un estado orgánico funcional. Debe, pues, ser medida por el ritmo de los cambios de este estado. Y este ritmo varía en los individuos, sean ya de gran longevidad o, por el contrario, sus tejidos y sus órganos se desgasten temprano. El valor del tiempo físico está lejos de ser el mismo para un noruego cuya vida es larga y para un esquimal cuya vida es corta. Para evaluar la edad verdadera, la edad fisiológica, hace falta encontrar, sea en los tejidos, sea en los humores, un fenómeno que se desarrolle de manera progresiva durante toda la extensión de la vida, y que sea susceptible de ser medido.
El hombre se encuentra constituido, en su cuarta dimensión, por una serie de formas que se superponen y se funden las unas en las otras. Es huevo, embrión, niño, adolescente, adulto, hombre maduro y anciano. Estos aspectos morfológicos son la expresión de ciertos estados estructurales, químicos y psicológicos. La mayor parte de estas variaciones de estado no pueden ser medidas. Cuando lo son, no expresan sino un momento de los cambios progresivos cuyo conjunto constituye el individuo. La medida del tiempo fisiológico debe ser equivalente a la de nuestra cuarta dimensión en toda su longitud. La lentitud progresiva del crecimiento durante la infancia y la juventud, los fenómenos de la pubertad y de la menopausia, la disminución del metabolismo basal, el encanecimiento de los cabellos, las ajaduras en la piel, etc., señalan las etapas de la duración. La actividad del crecimiento de los tejidos, disminuye también con la edad. Se puede medir esta actividad en los fragmentos de los tejidos extirpados de los cuerpos y cultivados dentro de frascos adecuados. Pero nos da reseñas escasas sobre la edad del organismo propio. Ciertos tejidos, en efecto, envejecen mas rápidamente que los otros. Y cada órgano se modifica según su ritmo propio, que no es, por supuesto, el del conjunto.
Existen, sin embargo, fenómenos que expresan un cambio general del organismo. Por ejemplo, la importancia de la cicatrización de una herida cutánea varía de manera continua en función con la edad del paciente. Se sabe que la marcha de la reparación puede ser calculada por dos ecuaciones establecidas por Du Noüy. La primera ecuación arroja un coeficiente llamado índice de cicatrización, que depende de la superficie y de la edad de la herida. Sometiendo este índice a una segunda ecuación, se puede, por medio de dos medidas hechas con intervalos de algunos días, predecir la marcha futura de la cicatrización. Este índice es tanto más grande cuanto la herida es más pequeña y el hombre más joven. Sirviéndose de este índice Du Noüy ha establecido una constante que expresa la actividad regeneradora característica de una edad dada. Esta constante es igual al producto del índice por la raíz cuadrada de la superficie de la herida. La curva de sus variaciones demuestra que la cicatrización es dos veces más rápida a los veinte años que a los cuarenta.
Con ayuda de estas ecuaciones, se puede deducir por la tasa de la reparación de una llaga, la edad del paciente. Por medio de este modo ha sido medida por primera vez la edad fisiológica. De los diez a los cuarenta y cinco años, más o menos, los resultados son extremadamente claros. Al fin de la edad madura, y durante la vejez, las variaciones del índice de cicatrización se tornan excesivamente débiles para poseer algún significado. Como este procedimiento exige la presencia de una llaga, no puede utilizarse para la medida de la edad fisiológica.
Sólo el plasma sanguíneo manifiesta durante toda la duración de la vida fenómenos característicos del envejecimiento del cuerpo entero. Contiene, en efecto, las secreciones de todos los órganos. Como forma con los tejidos un sistema cerrado, sus modificaciones repercuten necesariamente sobre los tejidos y viceversa. Padece durante el curso de la vida cambios continuos. Estos cambios han sido descubiertos a la vez por el análisis químico y por reacciones fisiológicas. El plasma, o el suero de un animal que envejece, modifica poco a poco su efecto sobre el crecimiento de las colonias celulares. La relación de la superficie de una colonia que vive en el suero a la de una colonia idéntica que vive en una solución salada, se llama índice del crecimiento. Este índice se torna tanto más pequeño cuanto más viejo es el animal al cual el suero pertenece. Gracias a esta disminución progresiva, el ritmo del tiempo fisiológico ha podido medirse. Durante los primeros días de la vida, el suero no retarda mayormente el crecimiento de las colonias celulares como lo retarda la solución salada. En este momento, el valor del índice se acerca a la unidad y en seguida, a medida que el animal envejece, el suero disminuye más y más la multiplicación celular. Y el valor del índice se torna más pequeño progresivamente. Es generalmente nulo durante los últimos años de la vida.
Ciertamente, este procedimiento es aún bastante grosero. Arroja informaciones suficientemente precisas sobre la marcha del tiempo fisiológico en los comienzos de la vida, mientras el periodo en que la vejez es muy rápida. Pero, durante la vejez, no indica suficientemente los cambios de la edad. Sin embargo, ha permitido dividir la vida de un perro en diez unidades de tiempo fisiológico. La duración de este animal puede ser evaluada por medio de estas unidades en lugar de ser medida por los años. Es pues, posible, comparar el tiempo fisiológico al tiempo solar, y sus ritmos aparecen como muy diferentes. La curva que representa la disminución del valor del índice en función de la edad cronológica, baja de manera abrupta durante el primer año. Después, su inclinación disminuye más y más durante los años segundo y tercero. Cuando apunta la edad madura, tiene tendencias a convertirse en horizontal. En el curso de la vejez, es horizontal absolutamente. Esta curva enseña que el envejecimiento es mucho más rápido al comienzo de la vida que a su fin. El primer año contiene más unidades de tiempo fisiológico que aquellos que lo siguen. Cuando se expresan la infancia y la vejez en años siderales, la infancia es muy corta, y la vejez muy larga. Por el contrario, medidas ambas en unidades de tiempos fisiológicos, la infancia es muy larga y la vejez muy corta.

III
Los caracteres del tiempo fisiológico.– Su irregularidad,– Su. Irreversibilidad.

Sabemos que el tiempo fisiológico es totalmente diferente, al tiempo físico. Si todos los relojes acelerarían o retardarían su marcha, y si la rotación de la tierra cambiase también su ritmo, nuestra duración permanecería siendo la misma. Pero nosotros creeríamos que aumenta o que disminuye. Sabríamos que se habría producido un cambio en el tiempo solar. Mientras que el tiempo físico nos arrastra, nos movemos también al ritmo de loe procesos interiores que constituyen el tiempo fisiológico. No somos únicamente granos de polvo que flotan sobre la superficie de un río. Somos gotas de aceite que, transportados por la corriente, se expanden sobre la superficie del agua con su movimiento propio. El tiempo físico nos es extraño, mientras que el movimiento interior está en nosotros mismos. Nuestro presente no cae en la nada como el presente de un péndulo. Se inscribe a la vez en la conciencia, en los tejidos y en la sangre. Guardamos con nosotros la huella orgánica, humoral y psicológica de todos los acontecimientos de nuestra vida. Somos el resultado de una historia, como las tierras de Europa, que tienen sobre ella campos cultivados, casas modernas, castillos feudales, catedrales góticas. Nuestra personalidad se enriquece con la experiencia nueva de cada uno de nuestros órganos, de nuestros humores y de nuestra conciencia. Cada pensamiento, cada acción, cada enfermedad, tiene para nosotros consecuencias definitivas, ya que no nos separamos jamás del pasado. Podemos curar completamente de una enfermedad o de una mala acción, pero su huella la conservamos siempre.
El tiempo solar corre con un ritmo uniforme. Está hecho de iguales intervalos. Su marcha no se modifica jamás. El tiempo fisiológico, por el contrario, cambia de un individuo a otro. Es más lento en las razas donde la longevidad es grande; más corto, en aquellas donde la existencia es más breve. Varía también en un mismo individuo en las diferentes etapas de su vida. Un año contiene muchos más acontecimientos fisiológicos y mentales durante la infancia que durante la ancianidad. El ritmo de esos acontecimientos decrece rápidamente primero y lentamente después. El número de unidades de tiempo fisiológico contenidas en un año solar, se torna más y más pequeño. En suma, el cuerpo es un conjunto de procesos orgánicos que se mueven s un ritmo rápido durante la infancia, y más y más lento durante la edad madura y la vejez. Ahora bien, es en los momentos en que la tasa de nuestra duración, se hace más pequeña, cuando adquiere el pensamiento la forma más elevada de su actividad.
El tiempo fisiológico está lejos de tener la precisión de un reloj. Los procesos orgánicos sufren ciertas fluctuaciones. El ritmo de nuestra duración no es constante. La curva que expresa su lentitud progresiva en el curso de la vida es irregular. Estas irregularidades que se producen en el encadenamiento de los procesos psicológicos, rigen nuestro tiempo. En ciertos momentos de la vida, el progreso de la edad parece detenerse. En otros, se acelera. Hay también fases en que el espíritu se concentra y crece; otras, en que se dispersa, envejece y degenera. El tiempo fisiológico y la marcha de los procesos orgánicos y psicológicos no tienen de manera alguna la regularidad del tiempo solar. El rejuvenecimiento aparente es, en general, producido por un acontecimiento dichoso, por un equilibrio mejor de las funciones fisiológicas y psicológicas. Quizás los estados de bienestar mental y orgánico vayan acompañados de modificaciones de los humores característicos de un rejuvenecimiento real. Las preocupaciones, los sufrimientos, las enfermedades degenerativas, las infecciones, aceleran la decadencia orgánica. Pueden determinarse en un perro las apariencias de un rápido envejecimiento inyectándole pus estéril. El animal enflaquece, se torna triste y fatigado. Al mismo tiempo su sangre y sus tejidos presentan reacciones fisiológicas análogas a las de la vejez. Pero estos fenómenos son reversibles y el ritmo normal se restablece más tarde. El aspecto de un anciano cambia poco de un año a otro. En ausencia de la enfermedad, el envejecimiento es un proceso muy lento. Cuando se vuelve rápido, es preciso suponer la intervención de otros factores que los factores fisiológicos. En general son las preocupaciones, los sufrimientos o las sustancias producidas por una infección cualquiera, por un órgano en vías de degeneración, por un cáncer, los que son responsables de este fenómeno. La aceleración de la senectud indica siempre una lesión orgánica o moral en el cuerpo que envejece.
Como el tiempo físico, el tiempo fisiológico es irreversible. En realidad, posee la misma irreversibilidad que los procesos funcionales de que está constituido. Entre los animales superiores, jamás cambia de sentido. Pero se suspende de manera parcial entre los mamíferos que invernan, y se detiene completamente entre los rotíferos disecados. Se acelera en los animales de sangre fría si la temperatura ambiente se levanta. Cuando Loeb mantenía moscas en una temperatura anormalmente alta, estas moscas envejecían más rápidamente y morían más jóvenes. De igual modo, el tiempo fisiológico cambia para un lagarto si la temperatura ambiente sobrepasa los 20 a los 40 grados. En este animal, el índice de cicatrización de una llaga cutánea se hace más grande, cuando la temperatura ambiente es alta, y más pequeña cuando ésta es baja. No es posible producir en el hombre modificaciones tan profundas de los tejidos, sirviéndose de procedimientos tan sencillos. Para acelerar o disminuir el ritmo del tiempo fisiológico, será necesario intervenir en el encadenamiento de los procesos fundamentales. Pero es imposible retardar la marcha de la edad o derribar su dirección, sin conocer la naturaleza de los mecanismos que son el substratum de nuestra duración.

IV
El substratum del tiempo fisiológico.– Cambios sufridos por las células vivas en un medio limitado.– Las alteraciones progresivas de los tejidos y del medio interior.

La duración fisiológica debe su existencia y sus caracteres a un cierto modo de organización de la materia animada. Hace su aparición desde el momento en que una porción del espacio que contiene células vivas, se aísla relativamente del resto del mundo. En todo nivel de la organización, tejido u órgano, o en el cuerpo de un hombre, el tiempo fisiológico depende de las modificaciones del medio producidas por la nutrición celular o por cambios experimentados por las células bajo la influencia de estas modificaciones del medio. Comienza por manifestarse en una colonia de células tan pronto como los residuos de su nutrición permanecen en torno de ellas y alteran, en consecuencia, el medio local. El sistema más sencillo para observar el fenómeno del envejecimiento, se compone de un grupo de células de tejidos cultivadas en un medio nutritivo débil. Con tal sistema, el medio se modifica progresivamente bajo la influencia de los productos de la nutrición y modifica a su vez a las células: entonces sobrevienen la vejez y la muerte. El ritmo del tiempo fisiológico depende de las relaciones entre los tejidos y su medio. Varía según el volumen, la actividad metabólica y la naturaleza de la colonia celular, y según la cantidad y la composición química de los medios líquidos y gaseosos. La técnica empleada en la preparación de un cultivo determina los caracteres de la duración de este cultivo. Por ejemplo, un fragmento de corazón no tiene el mismo destino si se alimenta de una sola gota de plasma en la atmósfera limitada de una lámina cóncava, que si se le sumerge dentro de un frasco que contenga gran cantidad de líquidos nutritivos y aire. La rapidez de la acumulación de los productos de la nutrición en el medio y su naturaleza, son los que determinan los caracteres del tiempo fisiológico. Si la composición del medio es mantenida constantemente igual, las colonias celulares permanecen indefinidamente en el mismo estado de actividad. Registran el tiempo por medio de modificaciones cuantitativas y no cualitativas. Si se vigila que su volumen no aumente, no envejecen jamás. Las colonias que provienen de un fragmento de corazón extirpado a un embrión de pollo en el mes de Enero de 1912, se multiplican tan activamente hoy como hace veintitrés años. [[5]]
En realidad, son inmortales. En el cuerpo, las relaciones de sus tejidos y de su medio, son incomparablemente más complejas que en el sistema artificial representado por un cultivo de tejidos. Aunque la linfa y la sangre que constituyen el medio interior están modificándose continuamente por los residuos de la nutrición celular, su composición se mantiene constante por efecto de los pulmones, los riñones, el hígado, etc. A pesar de estos mecanismos reguladores, se producen cambios muy lentos en el estado de los humores y los tejidos. Estos revelan por medio de las modificaciones del índice de crecimiento del plasma, y de la constante que expresa la actividad reguladora de la piel. Responden a estados sucesivos de la constitución química de los humores. En el suero sanguíneo, las proteínas se hacen más abundantes y sus caracteres se modifican. Son especialmente las grasas las que dan al suero la propiedad de obrar sobre ciertas células disminuyendo la rapidez de su multiplicación. Estas grasas aumentan en cantidad y cambian de naturaleza durante el curso de la vida. Las modificaciones de las grasas y de las proteínas no son el resultado de una acumulación progresiva, de una especie de retención de esas sustancias en el medio interior. Si después de haber extraído a un perro la mayor parte de su sangre, se separa el plasma de los glóbulos, y si se le reemplaza por una solución salada, resulta sencillo reinyectar al animal sus glóbulos sanguíneos desembarazados así de las proteínas y de las materias grasas. Se observa, entonces, que esas substancias se regeneran por medio de los tejidos en menos de dos semanas. El estado del plasma es debido, pues, no a una acumulación de sustancias nocivas, sino a un cierto estado de los tejidos, y este estado es específico de cada edad. Si se extrae el suero en varias ocasiones, se reproduce cada vez con los caracteres que corresponden a la edad del animal. El estado de la sangre durante la vejez se determina por sustancias de las cuales los órganos son un receptáculo en apariencia inagotable.
Los tejidos se modifican poco a poco durante el curso de la vida; pierden mucho líquido; se atosigan de elementos no vivos; de fibras conjuntivas que no son ni elásticas ni extensibles y, por ello los órganos adquieren más rigidez. Las arterias se endurecen, la circulación es menos activa, y por último, se producen en las glándulas modificaciones profundas. Los tejidos nobles pierden poco a poco su actividad. Su regeneración se torna más lenta o no se hace, pero esos cambios se producen más o menos rápidamente, según los órganos. Sin que sepamos la razón exactamente, algunos órganos envejecen más rápidamente que los otros. Esta vejez local afecta a veces a las arterias, otras al corazón, otras al cerebro, otras al riñón, etc. La senilidad prematura de un sistema de tejidos puede acarrear la muerte en un individuo todavía joven. La longevidad es tanto mayor cuanto los elementos del cuerpo envejecen de manera más uniforme. Si los músculos permanecen activos cuando el corazón y los vasos están ya gastados, éstos se convierten en un peligro para el individuo. Los órganos anormalmente vigorosos en un cuerpo viejo resultan casi tan perjudiciales como los prematuramente seniles en un cuerpo joven. Ya se trate de las glándulas sexuales, del aparato digestivo o de los músculos, el viejo soporta mal el funcionamiento relativamente exagerado de un sistema anatómico. El valor del tiempo no es el mismo para todos los tejidos. El heterocronismo de los órganos abrevia la duración de la vida. Si se impone e una parte del cuerpo un trabajo exagerado, aún en individuos cuyos tejidos son isócronos, el envejecimiento se acelera también. Todo órgano sometido a una actividad demasiado grande, a influencias tóxicas, a estímulos anormales, se gasta más ligero que los otros.
Sabemos que el tiempo fisiológico, lo mismo que el tiempo físico, no constituye una entidad. El tiempo físico depende de la constitución de los relojes y de la del sistema solar; el tiempo fisiológico, de la de los tejidos y de los humores de nuestro cuerpo y de sus relaciones recíprocas. Los caracteres de la duración son de los procesos estructurales y funcionales que son específicos de un cierto tipo de organización. Nuestra longevidad se determina, sin duda, por los mecanismos que nos hacen independientes del medio cósmico y nos dan nuestra, movilidad espacial y por la pequeñez del volumen de la sangre comparado al de los órganos, además por la actividad de los aparatos que purifican el medio interior, es decir, el corazón, los pulmones y los riñones. Sin embargo, esos aparatos no alcanzan a impedir las modificaciones progresivas de los humores y de los tejidos. Quizás estos últimos no están suficientemente desembarazados por la circulación sanguínea de sus residuos. Probablemente su nutrición sea insuficiente. Si el volumen del medio interior fuese más considerable, la eliminación de los productos de la nutrición más completa, es de creer que la vida humana sería más larga, pero nuestro cuerpo sería entonces mayor, más blando, menos compacto. Tal vez se parecería a los gigantescos animales prehistóricos y no tendría ciertamente la agilidad, la rapidez y la destreza que poseemos hoy día.
El tiempo psicológico no es sino un aspecto de nosotros mismos. Su naturaleza, nos es desconocida, como la de la memoria. La memoria es quien nos da el sentido del paso del tiempo. Sin embargo, la duración psicológica está formada por otros elementos. Ciertamente nuestra personalidad está construida por nuestros recuerdos, pero procede también del sello sobre todo nuestros órganos de los acontecimientos físicos, químicos, fisiológicos y psicológicos de nuestra vida. Si nos recogemos en nosotros mismos, sentimos vagamente el paso de nuestra duración. Somos capaces de evaluar esta duración de manera groseramente aproximada en términos físicos. Tenemos el sentimiento del tiempo, del mismo modo, quizás, que los elementos musculares o nerviosos. Los diferentes grupos celulares registran, cada uno a su manera, el tiempo físico. El valor del tiempo para las células de los nervios y de los músculos, se expresa como se sabe en unidades llamadas cronaxias. La influencia nerviosa se propaga entre los elementos que poseen la misma cronaxia. El isocronismo y el heterocronismo de las células, tienen un papel capital en sus funciones. Quizás esta apreciación del tiempo por los tejidos llegue hasta el umbral de la conciencia. A ella deberíamos la impresión indefinible de algo que resbala silenciosamente en el fondo de nosotros, y en la superficie de la cual flotan nuestros estados de conciencia como los círculos de luz de un proyector eléctrico sobre el agua de una corriente oscura. Sabemos que cambiamos constantemente; que no somos idénticos a lo que éramos en otros tiempos, y sin embargo, somos el mismo ser. La distancia a que nos sentimos hoy del niño que antaño fue uno de nosotros, es precisamente esta dimensión de nuestro organismo y de nuestra conciencia que asimilamos a una dimensión espacial. De esta forma, del tiempo interior no sabemos nada aparte de que es a la vez dependiente o independiente del ritmo de la vida orgánica, y que se mueve más y más ligero a medida que envejecemos.

V
La longevidad. – Es posible aumentar la duración de la vida, pero ¿vale la pena lograrlo?

El mayor deseo de los hombres es la juventud eterna. Desde Merlin hasta Cagliostro, Brown-Séquard y Voronoff, charlatanes y sabios han perseguido el mismo ensueño y sufrido la misma desilusión. Nadie ha descubierto el secreto supremo. Sin embargo, tenemos de él una necesidad y más y más imperiosa. La civilización científica nos ha cerrado totalmente casi el mundo del espíritu, vale decir, del alma. Sólo nos queda el de la, materia. Debemos, pues, conservar intacto el vigor de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia. Únicamente la fuerza de la juventud permite la plena satisfacción de los apetitos y la conquista del mundo exterior y por tanto, resulta indispensable al que quiere vivir dichoso en la vida moderna. Hemos realizado, en cierta medida, el sueño ancestral desde el momento en que conservamos ahora más largo tiempo la actividad de la juventud. Pero no hemos logrado aumentar la duración de nuestra vida. Un hombre de cuarenta y cinco años no tiene más esperanzas hoy día de alcanzar los ochenta que en el pasado siglo. Aun es probable que la longevidad disminuya, aunque la duración media de la vida sea mayor.
Esta impotencia de la higiene y de la medicina constituye un hecho extraño. Ni los progresos realizados en la calefacción, en la ventilación y el alumbrado de las casas; ni la higiene alimenticia, ni las salas de baño, ni los deportes, ni los exámenes médicos periódicos, ni la multiplicación de los especialistas, han logrado añadir un día a la duración máxima de la existencia humana. ¿Debemos suponer que los higienistas y los médicos fisiólogos se han equivocado en la organización de la vida del individuo, como los políticos, los economistas y los financistas en la vida de las naciones? Después de todo, es posible que el confort moderno y el género de vida adoptado por la Ciudad Nueva violen ciertas leyes naturales. Sin embargo, se ha producido en el aspecto de los hombres y de las mujeres, un cambio pronunciado. Gracias a la higiene, al hábito de los deportes, a ciertas restricciones alimenticias, a los salones de belleza, a la actividad superficial engendrada por el teléfono y el automóvil, todos conservan un aspecto más alerta y más vivo. A los cincuenta años, las mujeres continúan siendo jóvenes. Pero el progreso moderno nos ha dado al mismo tiempo que oro, mucha moneda falsa. Cuando los rostros renovados y tersos por el arte del cirujano se desploman; cuando los masajes no son suficientes para reprimir la invasión de la grasas, las que guardaron tanto tiempo la apariencia de la juventud se vuelven peores que lo que fueron, a la misma edad, sus abuelas. Los pseudo jóvenes que juegan tenis y bailan como si tuvieran veinte años; los que se desembarazan de su mujer ya vieja para casarse con una muchacha, están expuestos al reblandecimiento cerebral, a las enfermedades del corazón y de los riñones. A veces también mueren de manera brusca en su cama, en su oficina, en la cancha de golf, .a una edad en que sus antepasados conducían aún la carreta, o dirigían con mano firme sus negocios. Ignoramos la causa de estas fallas de la vida moderna. Sin duda, los médicos y los higienistas sólo tienen una pequeña parte de esta responsabilidad. Probablemente son los excesos de todo género, la inseguridad económica, la multiplicidad de las ocupaciones, la ausencia de disciplina moral, las preocupaciones, quienes determinan el deterioro anticipado de los individuos.
Sólo el análisis de los mecanismos de la duración fisiológica podría conducimos a la solución del problema de la longevidad. En la actualidad no es bastante completa para que pueda ser utilizada. No nos queda sino buscar de una manera únicamente empírica, si la vida humana, es susceptible de ser aumentada o no. La presencia de algunos centenarios en cada país, es una prueba de que nuestras potencialidades temporales pueden aumentarse. Por lo demás, hasta el presente, jamás se ha logrado una enseñanza útil de la observación de estos centenarios. Sin embargo, es evidente que la longevidad es hereditaria y que depende también de las condiciones del desarrollo. Cuando los descendientes de familias cuya vida es larga vienen a vivir en las grandes ciudades, pierden, en una o dos generaciones, la capacidad de llegar a viejos. El estudio de animales de raza pura y de bien conocida constitución hereditaria, puede indicarnos en qué medida influye el medio en la longevidad. En ciertas razas de ratas cruzadas entre hermanos y hermanas durante muchas generaciones, la duración de la vida varía poco de un individuo a otro. Pero si se modifican ciertas condiciones del medio, por ejemplo la habitación, colocando a los animales en semilibertad en lugar de guardarlos en jaulas, permitiéndoles excavar terreno y retornar a la existencia primitiva, ésta se hace más corta. Tan extraño fenómeno se debe principalmente a las batallas incesantes que se libran entre los animales. Si sin variar su modo de vida, se suprime en ellos ciertos elementos de su alimentación, la longevidad disminuye igualmente. Por el contrario, aumenta de manera notable, cuando en lugar de modificar la habitación, la calidad y la cantidad del alimento, se somete a los animales a dos días de ayuno por semana. Es, pues, evidente, que estos cambios sencillos son susceptibles de modificar la duración de la vida. Debemos, pues, llegar a la conclusión de que la longevidad de los seres humanos podría ser aumentada por el empleo de procedimientos análogos.
Es preciso no ceder a la tentación de servirnos ciegamente para este fin de los medios que pone la higiene moderna a nuestra disposición. La longevidad sola es deseable si se prolonga con ella la juventud, no la vejez. Pero de hecho, la duración de la vejez crece más que la de la juventud. Durante el período en que el individuo se hace incapaz de subvenir a sus necesidades, se convierte en una carga para los demás. Si todo el mundo viviese hasta los noventa años, el peso de esta muchedumbre de viejos será intolerable para el resto de la población. Antes de prolongar la vida de los hombres, es preciso encontrar el medio de prolongar hasta el fin sus actividades físicas y mentales. Ante todo, no debemos aumentar el número de enfermos, de paralíticos, de débiles, de dementes. Y aun, si se pudiese conservar la salud hasta la propia víspera de !a muerte, no sería conveniente conceder a todos una gran longevidad. Ya hemos estudiado los inconvenientes del número de individuos cuando no se pone atención alguna a su calidad. ¿Para qué aumentar la duración de la vida de las gentes cuando son desgraciadas, egoístas, estúpidas e inútiles? Es la calidad de los seres humanos la que importa y no su cantidad. No hay que procurar que aumente el número de centenarios, antes de haber descubierto el medio de prevenir la degeneración intelectual y moral y las enfermedades lentas de la decrepitud.

VI
El rejuvenecimiento artificial.– Las tentativas de rejuvenecimiento.– ¿Es posible rejuvenecer?

Sería más útil encontrar un método para rejuvenecer a los individuos cuyas cualidades fisiológicas y mentales justificaran semejante medida. Se puede concebir el rejuvenecimiento como una reversión total del tiempo interior. El sujeto sería arrastrado por medio de una operación hacia un período anterior de su vida. Se le amputaría, pues, cierta parte de su cuarta dimensión. Desde el punto de vista práctico, es preciso tomar en cuenta el rejuvenecimiento en un sentido más restringido y considerarle como una reversión parcial de la duración psicológica. La dirección del tiempo psicológico no cambiaría. Persistiría la memoria y sólo el cuerpo sería rejuvenecido. El sujeta podría, por medio de órganos que se tornarían vigorosos nuevamente, utilizar la experiencia de una larga vida. En las tentativas hechas por Steinach, Voronoff y otros, se ha dado el nombre de rejuvenecimiento a una mejora del estado general, a un sentimiento de fuerza y elasticidad, a un nuevo despertar de las funciones genéticas, etc. Pero el mejor aspecto que presente un anciano después del tratamiento no indica que haya rejuvenecido. El estudio de la constitución química del suero, solo y de sus reacciones funcionales, puede denunciar un cambio en la edad fisiológica. Un aumento permanente del índice del aumento del suero probaría la realidad del resultado obtenido. En suma, el rejuvenecimiento es equivalente a ciertas modificaciones fisiológicas y químicas que se pueden medir en el plasma sanguíneo. Sin embargo, la ausencia de estos signos no indica necesariamente que la edad del sujeto no haya disminuido. Nuestras técnicas son todavía groseras. No pueden revelar en un viejo una reversión del tiempo fisiológico que corresponda a menos de muchos años. Si se rejuveneciese a un perro viejo sólo en un año, no encontraríamos en sus humores la prueba de este resultado.
Entre las antiguas teorías médicas, se encuentra aquella de la propiedad que tiene la sangre joven de comunicar su juventud a un cuerpo decrépito y gastado. El Papa Inocencio VIII se hizo hacer la transfusión de sangre utilizando para ello a tres individuos jóvenes, pero murió en seguida de efectuada esta operación. Probablemente la muerte la ocasionó la técnica misma de la transfusión. Sin embargo, la idea merece ser tomada en cuenta. Es probable que la sangre joven introducida en el organismo de un anciano, produzca modificaciones favorables, y resulta extraño que esta operación no haya sido tentada nuevamente. Quizás este olvido se debe a que la medicina se rige por la moneda. Hoy por hoy, son las glándulas endocrinas quienes tienen la confianza de los médicos. Después de haberse inyectado a si mismo un extracto de testículo fresco, Brown-Séquard se creyó rejuvenecido. Este descubrimiento tuvo inmensa resonancia. Brown-Séquard, sin embargo, murió poco después. Pero la creencia en los testículos como agentes de rejuvenecimiento sobrevivió. Steinach procuró demostrar que podía estimularse esta glándula por medio de la ligadura de su canal deferente, determinando así su reactivación. Practicó esta operación en muchos ancianos. Los resultados fueron dudosos. La idea de Brown-Séquard fue cogida de nuevo y extendida por Voronoff. Este, en lugar de inyectar sólo un extracto testicular, inyectó a viejos o a hombres prematuramente envejecidos, testículos de chimpancés. Es incontestable que la operación fue seguida a veces de una mejoría del estado general y de las funciones sexuales del paciente. Por cierto, un testículo de chimpancé no puede vivir largo tiempo en el organismo de un hombre. Pero mientras degenera, entrega quizás a la circulación substancias que estimulan las glándulas sexuales y las otras glándulas endocrinas del enfermo. Estas operaciones no dan jamás resultados durables. Ya sabemos que la vejez no se debe a la detención o paralización de una sola glándula, sino a ciertas modificaciones de todos los tejidos y de todos los humores. La pérdida de la actividad de las glándulas sexuales no es la causa de la vejez, sino una de sus consecuencias. Es probable que ni Steinach ni Voronoff observasen jamás rejuvenecimientos verdaderos. Pero su carencia de éxito hasta el presente no significa de manera alguna que el rejuvenecimiento sea imposible de obtener.
Es plausible que la reversión parcial del tiempo fisiológico se torne realizable. Se sabe que nuestra duración está hecha de procesos estructurales y funcionales. La verdadera edad depende de un movimiento progresivo de los tejidos y de los humores. Tejidos y humores son solidarios los unos de los otros. Si se reemplazasen la sangre y las glándulas de un anciano por las glándulas de un niño muerto al nacer, y por la sangre de un joven, quizás el anciano rejuvenecería. Pero sería necesario vencer multitud de dificultades técnicas antes de que tal operación fuera posible. Ignoramos la manera de elegir órganos apropiados de un individuo dado. No existe aún procedimiento que permita hacer que los tejidos transplantados puedan ser capaces de adaptarse de un modo definitivo a su huésped. [ [6]] Pero la ciencia progresa, con rapidez. Gracias a las técnicas ya existentes y a las posibles de descubrir, podremos continuar en busca del formidable secreto. La humanidad no se cansará, jamás de perseguir la inmortalidad. No la alcanzará porque está ligada a las leyes de su constitución orgánica pero logrará quizás retardar durante algún tiempo la marcha inexorable de la duración fisiológica. No logrará, vencer a la muerte porque la muerte viene a constituir un rescate que debemos pagar por nuestro cerebro y nuestra personalidad.
A medida que progresen los conocimientos de la higiene del cuerpo y del alma, sabremos que la vejez, sin la enfermedad, no es temible. Es a la enfermedad y no a la vejez a quien debemos la mayor parte de nuestras desdichas.

VII
Concepto operacional del tiempo interior.– El valor real del tiempo físico durante la infancia y durante la vejez.

El valor humano del tiempo físico depende naturalmente de la naturaleza del tiempo interior, del cual constituye la medida. Sabemos que nuestra duración es un flujo de cambios irreversibles de los tejidos y de los humores. Se puede estimar aproximadamente en unidades de tiempo fisiológicos, siendo cada unidad equivalente a cierta modificación del suero sanguíneo. Sus caracteres vienen de la estructura del organismo y de los procesos fisiológicos ligados a esta estructura. Son específicos de cada especie, de cada individuo, y de la edad de cada uno de estos individuos. Situamos generalmente esta duración en el cuadrante del tiempo de los relojes, desde el momento en que formarnos parte del mundo físico. Las divisiones naturales de nuestra vida se cuentan en días y en años. La infancia y la adolescencia duran más o menos dieciocho años. La madurez y la vejez, cincuenta o sesenta años. El hombre pasa por un breve período de desarrollo y un largo período de acabamiento y decrepitud. Pero podemos, por el contrario, comparar el tiempo físico al tiempo fisiológico y traducir el tiempo de un reloj en términos de tiempos humanos. Entonces, se produce un fenómeno extraño. El tiempo físico pierde la constancia de su valor. Los minutos, las horas, los años, se hacen en realidad diferentes para cada individuo y para cada período de vida de un individuo. Un año es más largo durante la, infancia y mucho más corto durante la vejez. Tiene un valor diferente para un niño que para sus padres. Es mucho más precioso para él que para ellos, porque contiene muchas más unidades de su tiempo propio.
Sentimos más o menos estos cambios en el valor del tiempo físico que se produce en el curso de nuestra vida. Los días de nuestra infancia nos parecen muy lentos. Los de nuestra madurez, en cambio, son de una desconcertante rapidez. Este sentimiento proviene, quizás, de que inconscientemente colocamos el tiempo físico en el cuadro de nuestra duración. Y, naturalmente, el tiempo físico nos parece variar en razón inversa de esta duración. El tiempo físico se desliza a una velocidad uniforme, mientras que nuestra propia, velocidad disminuye sin cesar. Es como un gran río que corriese por la pradera. Al amanecer de su jornada, el hombre marcha alegremente a lo largo de su orilla y las aguas le parecen perezosas. Pero éstas aceleran poco a poco su curso. Hacia el medio día, no se dejan ya llevar la delantera por el hombre. Cuando se aproxima la noche, aumenta su velocidad mucho más, y el hombre se detiene para siempre, mientras el río continúa inexorablemente su camino. En realidad, el río no ha cambiado jamás de velocidad. Pero la rapidez de nuestra marcha disminuye. Quizás la lentitud aparente del comienzo de la vida y la brevedad del fin se deben a que un año representa, como se sabe, para el niño y para el viejo distintas proporciones de su vida pasada. Es más probable, sin embargo, que nos demos cuenta oscuramente de la lentitud progresiva de nuestro tiempo interior, es decir, de nuestros procesos fisiológicos. Cada uno de nosotros, es el hombre que corre a lo largo de la orilla, mientras admira como se acelera el paso de las aguas.
Es el tiempo de la primera infancia el que naturalmente resulta más rico y debe ser utilizado de todas las maneras imaginables por la educación. La pérdida de estos momentos es irreparable. En lugar de dejar sin cultivo los primeros años de la vida, es preciso, al contrario, cultivarlos del modo más minucioso. Y este cultivo exige un profundo conocimiento de la fisiología y de la psicología que los educadores modernos no tienen aún la posibilidad de adquirir. Los años de la madurez y de la vejez sólo tienen un débil valor fisiológico. Casi se encuentran vacíos de cambios orgánicos y mentales. Deben, entonces, llenarse con una actividad artificial. No hace falta que el hombre que envejece deje de trabajar, se retire, en suma. La inacción disminuye mucho más el contenido de su tiempo. El descanso es más peligroso para los viejos que para los jóvenes. A aquellos cuyas fuerzas declinan, debemos darles un trabajo apropiado, pero no el reposo. Es preciso no estimular en estos momentos los procesos funcionales. Es mejor suplir su lentitud con un aumento de su actividad psicológica. Si los días se llenan de acontecimientos mentales y espirituales, la rapidez de su carrera disminuye. Pueden, incluso, alcanzar la plenitud de los días de la juventud.

VIII
La utilización del concepto del tiempo interior.– La duración del hombre y la de la civilización.– La edad fisiológica y la del individuo.

La duración forma parte del hombre. Está ligada a él como lo está el mármol a la forma de la estatua. Como constituimos la medida de todas las cosas, relacionamos con nuestra duración la de los acontecimientos de nuestro mundo. Nos servimos de ella como de unidad en el evalúo de la ancianidad de nuestro planeta, de la raza humana, de la civilización. Es la extensión de nuestra propia vida la que nos hace juzgar cortas o largas nuestras especulaciones. Erradamente nos servimos de la misma escala temporal, para apreciar la duración de la vida de un individuo y la de una nación. Hemos tomado la costumbre de apreciar los problemas sociales del mismo modo que los individuales; así, pues, nuestras observaciones y experiencias son demasiado cortas. Tienen, por este motivo, escasa significación. Hace falta a menudo un siglo para que un cambio en las condiciones materiales y morales de la existencia humana dé caracteres nuevos a una nación.
Hoy día el estudio de los grandes problemas económicos, sociales y raciales reposa sobre los individuos y se interrumpe cuando los individuos mueren. Del mismo modo, las instituciones científicas y políticas son concebidas en términos de la duración individual. Sólo la Iglesia Romana ha comprendido que la marcha de la humanidad es muy lenta, y que el paso de una generación no es en el mundo civilizado sino un acontecimiento insignificante. Cuando se toman en cuenta las cuestiones que interesan el porvenir de las grandes razas, la duración de un individuo es una unidad defectuosa de medida temporal. El advenimiento de la civilización científica hace indispensable poner en su exacto sitio todas las cuestiones fundamentales. Asistimos a nuestra falla moral, intelectual y social. Sólo nos damos cuenta de las causas de un modo incompleto. Hemos alimentado la ilusión de que las democracias podían únicamente sobrevivir gracias a los esfuerzos cortos y ciegos de los ignorantes. Ahora sabemos que estábamos equivocados. La dirección de las naciones por hombres que evalúan el tiempo en función de su propia duración, conduce, como lo sabemos, a un desarrollo inmenso y a la bancarrota. Es indispensable preparar los acontecimientos futuros, formar las generaciones jóvenes para la vida de mañana, extender nuestro horizonte temporal más allá de nosotros mismos.
Por el contrario, en la organización de los grupos sociales transitorios, tales como una clase especial de niños o un equipo de obreros, es preciso tener en cuenta el tiempo fisiológico. Los miembros de cada grupo deben funcionar necesariamente al mismo ritmo. Los niños de una misma clase están obligados a tener una actividad intelectual más o menos semejante. Los hombres que trabajan en las fábricas, en los bancos, en los almacenes, en las universidades, etc., deben cumplir cierta tarea, en un tiempo determinado. Aquellos que por causa de la edad, o por la enfermedad, ven declinar sus fuerzas, traban la marcha del conjunto. Hasta el presente, es la edad cronológica la que determina la clasificación de niños, adultos y ancianos. Se coloca en la misma clase a los niños de la misma edad. También se fija por la edad el momento del retiro de un trabajador cualquiera. Sin embargo sabemos que el estado real de un individuo no corresponde exactamente a su edad cronológica. Existen ciertos trabajos donde habría que agrupar a los seres humanos por la edad fisiológica.. En algunas escuelas, se ha elegido la pubertad como medio de clasificar a los niños, pero no existe aún el procedimiento que permita medir la tasa del declive fisiológico y mental y saber en qué momento un hombre que envejece debe retirarse. Sin embargo, el estado de un aviador puede determinarse exactamente por ciertos “tests”. Es su edad fisiológica y no su edad cronológica la que indica la fecha del retiro de los pilotos aviadores.
La noción del tiempo fisiológico nos explica de qué manera estamos aislados los unos de los otros en mundos diferentes. Para los niños es imposible comprender a sus padres, y más imposible aún comprender a sus abuelos. Si se les considera en un mismo momento, los individuos pertenecientes a cuatro generaciones sucesivas son profundamente heterocrónicos. Un anciano y su bisnieto son seres totalmente diferentes, absolutamente extraños el uno al otro. La influencia moral de una generación sobre la que le sigue parece ser tanto mayor cuanto su distancia temporal es más pequeña. Sería preciso que las mujeree fuesen madres en la época de su primera juventud. De este modo no estarían separadas de sus hijos por un intervalo temporal tan grande que el amor mismo no es capaz de llenar.

IX
El ritmo del tiempo fisiológico y la modificación artificial de los seres humanos.

El conocimiento del tiempo fisiológico nos da el medio de dirigir convenientemente nuestra acción sobre los seres humanos. Nos indica en qué momento de la vida y por medio de qué procedimientos esta acción puede ser más eficaz. Sabemos que el organismo es un mundo cerrado. Sus fronteras externa o interna, la piel y las mucosas respiratorias y digestivas, se abren sin embargo a ciertas influencias. Este mundo cerrado es modificable porque constituye una cosa en movimiento, una superposición de modelos sucesivos en el cuadro de nuestra identidad. Y está sin cesar modificado por los agentes físicos, químicos y psicológicos que logran introducirse en él. Nuestra dimensión temporal se construye sobre todo durante la infancia, en la época en que los procesos funcionales son más activos. En este momento es, precisamente, cuando los acontecimientos orgánicos se acumulan en gran número cada día. Su masa plástica puede recibir la forma que es deseable dar al individuo. La educación fisiológica, intelectual y moral, debe tomar en cuenta la naturaleza de nuestra duración y la estructura de nuestra dimensión temporal. El ser humano es comparable a un líquido viscoso que se deslizase a la vez en el espacio y en el tiempo. No cambia instantáneamente de dirección. Cuando se quiere obrar sobre él, hace falta tomar en cuenta la lentitud de su propio movimiento. No debemos modificar brutalmente su forma como se corrigen a martillazos los defectos de una estatua de mármol. Sólo las operaciones quirúrgicas producen cambios repentinos favorables, y así, todavía, el organismo cicatriza lentamente la maniobra brutal del cuchillo. Jamás se obtiene mejoría profunda en el cuerpo de manera rápida. Nuestra acción debe insinuarse en los procesos fisiológicos, que son el substratum de la duración, siguiendo su propio ritmo. Este ritmo de la utilización por medio del organismo de agentes físicos, químicos y psicológicos, es lento. De nada sirve administrar a un niño, de una sola vez, una gran cantidad de aceite de hígado de bacalao, pero una cantidad pequeña de este remedio, dada cada día durante muchos meses, modifica las dimensiones y la forma del esqueleto. Los factores mentales obran igualmente de manera progresiva. Nuestras intervenciones en la personalidad estructural y psicológica no alcanzan pleno efecto si no se conforman a las leyes de nuestro desarrollo. El niño se parece a un arroyuelo que sigue todas las modificaciones de su lecho. El arroyuelo conserva su identidad dentro de la diversidad de su forma. Puede convertirse en lago o en torrente. La personalidad persiste en el flujo de la materia, pero crece o disminuye, según las influencias que padece.
Nuestro desarrollo no se efectúa sino al precio de una poda constante de nosotros mismos. Poseemos, al comienzo de la vida, vastas posibilidades. No estamos limitados en nuestro desarrollo sino por las fronteras extensibles de nuestras predisposiciones ancestrales. Pero a cada instante debemos elegir. Y cada elección sumerge en la nada multitud de nuestras virtualidades. La necesidad de elegir un solo camino entre los que se nos presentan, nos priva de ver los países a los cuales nos habrían conducido los otros caminos. En nuestra infancia llevamos con nosotros multitud de seres virtuales que mueren uno a uno. Cada anciano está rodeado del cortejo de aquellos que habría podido él ser, de todas sus potencialidades abortadas. Somos a la vez, un fluido que se solidifica, un tesoro que empobrece, una historia que se escribe, una personalidad que se crea. Nuestra ascensión o nuestro descenso dependen de factores físicos, químicos y fisiológicos, de virus y de bacterias, de la influencia psicológica, del medio social, y, por fin, de nuestra voluntad. Estamos constituidos a la vez por nuestro medio y por nosotros mismos. Y la duración es la sustancia misma de nuestra, vida orgánica y mental, por cuanto significa invención, creación de forma, elaboración continua de lo absolutamente nuevo [ [7]] .


LAS ACTIVIDADES MENTALES




LAS ACTIVIDADES MENTALES
Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de Medicina

l
El concepto operacional de la conciencia.– El alma y el cuerpo. – Preguntas que no tienen sentido.– La introspección y el estudio del comportamiento.

Al mismo tiempo que actividades fisiológicas, el cuerpo manifiesta actividades mentales. Mientras que las actividades orgánicas se muestran por medio del trabajo mecánico, por el calor, la energía eléctrica, las trasformaciones químicas, susceptibles de ser medidas por las técnicas de la física y de la química, las manifestaciones de la conciencia revelan procesos diferentes, aquellos que se emplean en la introspección y el estudio del comportamiento humano. El concepto de conciencia es equivalente al análisis, hecho por nosotros, de lo que en nosotros pasa, y también de ciertas actividades claramente visibles entre nuestros semejantes. Resulta agradable distinguir estas actividades en lo intelectual, moral, estético, religioso y social. En suma el cuerpo y el alma son perspectivas cogidas del mismo objeto con ayuda dé métodos diferentes, de abstracciones hechas por nuestro espíritu de un ser único. La antítesis de la materia y del espíritu no es sino la oposición de dos órdenes de técnica. El error de Descartes ha sido creer en la realidad de estas abstracciones y contemplar como heterogéneos lo físico y lo moral. Este dualismo ha constituido un peso grave en la historia del conocimiento del hombre. Ha creado el falso problema de las relaciones del alma y del cuerpo. No ha habido lugar de examinar la naturaleza de estas relaciones, porque no observábamos ni alma ni cuerpo, sino únicamente un ser compuesto cuyas actividades fisiológicas y mentales hemos dividido arbitrariamente.
Por cierto, se continuará, siempre hablando del alma como una entidad, como se habla de la caída del sol y del amanecer, refiriéndose, por supuesto, al hecho de asomarse el sol en el horizonte, como si tal fenómeno aconteciera, y aunque la humanidad sabe perfectamente, de Galileo acá, que el sol permanece inmóvil. El alma es el aspecto específico de nuestra naturaleza, aspecto que nos distingue de todos los otros seres vivientes. La curiosidad que a nuestro respecto experimentamos, nos arrastra, por fuerza, a procurar desentrañar problemas insolubles, preguntas que científicamente, no tienen sentido alguno. ¿Cuál es la naturaleza del pensamiento, esa cosa extraña que vive en nosotros sin consumir una cantidad de energía apreciable? ¿Cuáles son sus relaciones con las formas conocidas de la energía, física? El espíritu vive casi inadvertido en el seno de la naturaleza viva, y sin embargo es la potencia más colosal que existe en este mundo. Ha, trastornado la superficie de la tierra; ha construido y destruido civilizaciones y ha creado nuestro Universo sideral. ¿Es un producto de las células cerebrales como la insulina lo es del páncreas y la bilis del hígado? ¿Cuáles son, de entre las células, las precursoras del pensamiento? ¿A expensas de qué sustancias se elabora éste? ¿Proviene de un elemento preexistente, como la glucosa del glucógeno o la fibrina del fibrinógeno?.¿Se trata, acaso, de una energía diferente de las energías estudiadas por la física que no se expresa por las mismas leyes y se produce por medio de las mismas células de la base cortical del cerebro? Por el contrario, ¿es preciso considerar el pensamiento como un ser inmaterial, que existe fuera del espacio y del tiempo, fuera de las dimensiones del Universo cósmico, y se inserta, por desconocidos procedimientos, en nuestro cerebro que vendría a ser la condición indispensable de estas manifestaciones y determinaría sus caracteres? En todas las épocas, en todos los países, los grandes filósofos han consagrado su vida al examen de estos problemas cuya solución no han logrado encontrar.
Estas preguntas nos las haremos siempre, aunque sabemos demasiado bien que es imposible responder a ellas. Para los hombres de ciencia no tienen sentido alguno, a menos que nuevas técnicas nos permitan aprehender mejor las manifestaciones de la conciencia. Para progresar en el conocimiento de este aspecto esencial, específico del ser humano, hace falta contentarnos con el estudio minucioso de los fenómenos que podemos coger con nuestros métodos de observación y sus relaciones con las actividades fisiológicas. Es indispensable hacer una observación tan completa como sea posible de esta comarca cuyo horizonte se pierde por todos sus costados en un terrible enredo.
El hombre se compone de la totalidad de las actividades observables actualmente en él y de las que ha manifestado en el pasado. Las funciones que en ciertas épocas y en ciertos medios permanecen virtuales y aquellas que existen de manera constante, poseen idéntica realidad. Los escritos de Ruisbroeck, el admirable, contienen tantas verdades como contienen los de Claude Bernard. El Ornamento de las Bodas Espirituales y La Introducción a la Medicina Experimental describen aspectos, los unos más raros, los otros más comunes, del mismo ser. Las formas de la actividad humana que considera Platón son tan específicas de nuestra naturaleza como el hambre, la sed, el apetito sexual y la pasión por la riqueza. Desde el Renacimiento, hemos cometido el error de dar arbitrariamente una situación privilegiada a ciertos aspectos de nosotros mismos. Hemos separado la materia del espíritu. Hemos atribuido una realidad más profunda a la una que a la otra. La fisiología y la medicina se han ocupado, sobre todo, de las manifestaciones del cuerpo y de los desórdenes orgánicos cuya expresión se encuentra en lesiones microscópicas de los tejidos. La sociología ha considerado al hombre casi únicamente desde el punto de vista de su capacidad de dirigir las máquinas, del trabajo que es capaz de efectuar, de su aptitud para consumir, de su valor económico. La higiene se ha interesado en la salud, en los medios de aumentar la población, en la prevención de las enfermedades infecciosas y en cuanto puede acrecentar su bienestar fisiológico. La pedagogía ha dirigido sus esfuerzos hacia el desarrollo intelectual y muscular de los niños. Pero todas estas ciencias han desdeñado el estudio de la conciencia en la totalidad de sus aspectos. Habrían debido examinar al hombre a la luz convergente de la fisiología y de la psicología. Habrían debido utilizar equitativamente los estudios proporcionados por la introspección y el comportamiento. Una y otra de estas técnicas alcanzan el mismo objeto. Pero la una le observa desde el interior y la otra coge sus manifestaciones exteriores. No hay razón alguna para dar a ésta más razón que a aquella. Ambas poseen igual derecho a nuestra confianza.

II
Las actividades intelectuales. – La certidumbre científica. – La intuición. – Clarividencia y telepatía.

La existencia de la inteligencia es un producto inmediato de la observación. Esta facultad de comprender las relaciones de las cosas, toma en cada individuo cierto valor y cierta forma. La inteligencia puede medirse con ayuda de técnicas adecuadas. Estas medidas se dirigen a una forma convencional, esquematizada, de esta función. No dan sino una noción incompleta del valor intelectual de los seres humanos pero permiten dividirlos aproximadamente en categorías. Resultan útiles para la elección de hombres aptos, si se trata de un trabajo sencillo, tal como el de un obrero de fábrica o de un empleadillo de almacén o banco. Sin embargo, estas técnicas nos han revelado hechos de verdadera importancia: la debilidad de espíritu en la mayor parte de los individuos. Se encuentra, en efecto, una inmensa diferencia en la cantidad y calidad de inteligencia destinada a cada cual. Desde este punto de vista, ciertos hombres son gigantes y la mayoría enanos. Cada cual nace con capacidades intelectuales diferentes, pero, grandes o pequeñas, estas capacidades exigen para manifestarse un ejercicio constante y también ciertas condiciones mal definidas del medio. La observación completa y profunda de las cosas, el hábito del razonamiento preciso, el estudio de la lógica, el uso del lenguaje matemático, la disciplina interior, aumentan la potencia intelectual. Por el contrario, las observaciones incompletas y prematuras, el paso rápido de una impresión a la otra, la multiplicidad de imágenes, la ausencia de reglamentación y esfuerzo, impiden el desarrollo del espíritu. Es fácil comprobar cuan poco inteligentes son los niños que han vivido en medio de la muchedumbre, entre una cantidad de gentes y de acontecimientos, en trenes y automóviles, en el tumulto de la calle, ante una pantalla cinematográfica, y en las escuelas, donde la concentración intelectual es desconocida. Existen otros factores que facilitan o traban el desarrollo de la inteligencia. Estos se encuentran sobre todo, en la forma de llevar la vida y en las costumbres alimenticias. Pero sus efectos son escasamente conocidos. Se diría que la abundancia de la alimentación, el exceso de los deportes, impiden el progreso psicológico. Los atletas, son, en general, poco inteligentes. Es probable que el espíritu exija, para alcanzar su grado máximo, un conjunto de condiciones que se han encontrado únicamente en ciertas épocas. La humanidad no ha procurado jamás descubrir la naturaleza de estas condiciones. No poseemos conocimiento alguno acerca de la génesis de la inteligencia. ¡Y nos figuramos ingenuamente que podemos desarrollarla por el entrenamiento de la memoria y los ejercicios practicados en las escuelas!
La sola inteligencia no es capaz de engendrar la ciencia, pero es un elemento indispensable a su creación. La ciencia fortifica la inteligencia, de la cual no es, sin embargo, sino un aspecto. Ha aportado a la humanidad una actitud intelectual nueva: la certidumbre que dan la experiencia y el razonamiento. Esta certidumbre es muy diferente de aquella que llamamos la fe, por cuanto esta última es más profunda, tanto, que no puede conmoverse ni perturbarse por argumento alguno. Tiene cierta semejanza con la certidumbre de los clarividentes. Y, cosa extraña, no permanece por entero ausente en la construcción de la ciencia. Es verdad que los grandes descubrimientos científicos no son obra de la inteligencia sola. Los sabios geniales además del poder de observar y comprender, poseen otras cualidades: la intuición y la imaginación creadora. Por medio de la intuición, cogen lo que para los otros hombres permanece oculto y perciben las relaciones entre fenómenos en apariencia aislados, adivinando así la existencia de ignorados tesoros. Todos los grandes hombres han estado dotados de intuición. Un verdadero jefe no tiene necesidad de “tests” psicológicos ni de fichas indicadoras, para elegir a sus subordinados. Un buen juez sabe, sin perderse en los detalles de la argumentación legal, y aun a veces, apoyándose, de Cardozo acá, en consideraciones falsas, hacer exacta justicia. Un gran sabio se orienta espontáneamente en la dirección en que hay un descubrimiento que hacer. Este es el fenómeno que antes se designaba con la palabra inspiración.
Entre los sabios se encuentran dos formas de espíritu, los lógicos y los intuitivos. La ciencia debe sus progresos tanto a uno como a otro de estos tipos intelectuales. Los matemáticos, aunque de estructura puramente lógica, emplean, sin embargo, la intuición. Entre los matemáticos, los hay intuitivos y los hay lógicos, analistas y geómetras.
Hermitte y Weirerstrass eran intuitivos. Riemann y Bertrand, lógicos. Los descubrimientos que la intuición hace deben ser siempre ensayados por la lógica. En la vida, ordinaria, como en la ciencia, la intuición es un medio poderoso, pero peligroso en extremo, porque a veces resulta difícil distinguirla de la mera ilusión. Aquellos que se dejan guiar únicamente por ella están expuestos a todo género de errores, porque no siempre resulta fiel. Sólo los grandes hombres o aquellos simples de corazón puro, pueden ser conducidos por ella hacia las altas cimas de la vida mental y espiritual. Es una extraña facultad. Coger la realidad sin ayuda del razonamiento, nos parece inexplicable. En cierta forma, sin embargo, la intuición parece ser un razonamiento rápido, extremadamente rápido, producto de una observación instantánea. Es probable que el conocimiento que los grandes médicos tienen del estado y del porvenir de sus enfermos, sea de esta naturaleza. Fenómenos análogos tienen lugar, cuando se juzga en un instante el valor de un hombre y se adivina sus cualidades y sus vicios. Pero bajo otras formas, la intuición se produce con ausencia total de observación y de razonamiento, A veces alcanzamos el fin deseado sin saber donde se encuentra y aun, sin conocer el medio de lograrlo. Se diría que este modo de conocimiento se acerca a la clarividencia, esta facultad que Charles Richet llama el sexto sentido. La existencia de la clarividencia y de la telepatía es un producto inmediato de la observación [[1]]. Los clarividentes cogen, sin que para ello intervengan los sentidos, los pensamientos de otra persona. Perciben, asimismo, los acontecimientos más o menos alejados en el espacio y en el tiempo. Esta facultad es excepcional. No se desarrolla sino en número muy pequeño de individuos, pero existe en estado rudimentario en muchas personas. Se ejerce sin esfuerzo y de manera espontánea. Resulta muy sencilla para los que la poseen. Les procura, de ciertas cosas, un conocimiento más seguro que el que obtienen por medio de los órganos de los sentidos. Les resulta tan sencillo adivinar los pensamientos de una persona, como analizar la expresión de su rostro. Pero, ver y sentir, son palabras que no expresan exactamente lo que ocurre en su conciencia. No miran ni buscan: saben. La lectura de los pensamientos y de los sentimientos parece estar emparentada a la vez con la inspiración científica, estética y religiosa, además de estarlo con los fenómenos telepáticos. En multitud de casos, se establece una comunicación instantánea, en el momento de la muerte o de un peligro grave, entre un individuo y otro. El moribundo o la víctima del accidente, aun cuando este accidente no sea seguido de la muerte, aparece un instante bajo su aspecto habitual a un amigo. A menudo, el alucinatorio personaje permanece silencioso. A. veces habla y anuncia su muerte. Más rara vez aún, el clarividente ve, a gran distancia, una escena, un individuo, un paisaje, que describe minuciosa y exactamente. Numerosas personas que no poseen de un modo ordinario el don de la clarividencia logran una o dos veces en el curso de su vida, la experiencia de una comunicación telepática.
Así es cómo el conocimiento del mundo exterior llega a nosotros a veces por vías diferentes de los órganos sensoriales. Es verdad que el pensamiento puede comunicarse de un ser humano a otro, aún a gran distancia, Estos hechos que son del resorte de la nueva ciencia, de la metapsíquica, deben ser aceptados tales como son ya que forman parte de la realidad. Expresan un aspecto mal conocido del ser humano. Explican, quizás, la extraña lucidez que poseen ciertos hombres. ¡Qué penetración formidable lograría aquel que estuviera disciplinado al mismo tiempo de inteligencia disciplinada y de aptitudes telepáticas! Ciertamente, la inteligencia que nos ha dado el dominio del mundo material, no es cosa sencilla. De ella, conocemos sólo una forma, la que procuramos desarrollar en las escuelas. Pero esta forma no es sino un aspecto de la maravillosa facultad, constituida por el poder. de coger la realidad, el juicio, la voluntad, la atención la intuición y quizás la clarividencia, que da al hombre la posibilidad de comprender a sus semejantes y a su medio.

III
Las actividades afectivas y morales.– Los sentimientos y el metabolismo.– El temperamento.– El carácter innato de las actividades morales.– Técnicas para el estudio del sentido moral.– La belleza. moral.

La actividad intelectual es, a la vez, distinta e indistinta del oleaje siempre en movimiento de nuestros otros estados de conciencia. Es un modo de ser característico de nosotros mismos, y cambia con nosotros. Se puede comparar a un film cinematográfico que registrara las fases sucesivas de una historia, pero la composición de cuya superficie sensible, variara de un extremo a otro. Es más semejante aún a las grandes marejadas del océano, cuyas cimas y profundidades, reflejaran de diferente manera las nubes que recorren el cielo. En efecto, proyecta sus visiones sobre el fondo sin cesar cambiante de nuestros estados afectivos, de nuestro dolor o de nuestra alegría, de nuestro amor y de nuestro odio. Para estudiarla, la separarnos artificialmente del todo del que forma parte. Pero aquel que piensa, observa o que razona, se siente al mismo tiempo feliz o desgraciado, perturbado o en calma, excitado o deprimido por sus apetitos, sus repulsiones o sus deseos. Así el mundo se nos presenta con un rostro diferente, según los estados afectivos y fisiológicos que constituyen la marejada de nuestra conciencia durante la actividad intelectual. Todos saben que el amor, el odio, la cólera y el temor, son capaces de aportar el desorden aun dentro de la lógica. Estas pasiones exigen, para manifestarse, modificaciones de los cambios químicos. Los cambios se acrecientan tanto más, cuanto los movimientos emotivos son más intensos. Por el contrario, como se sabe perfectamente, el trabajo intelectual no los modifica. Las actividades afectivas están muy cerca de las actividades fisiológicas. Constituyen lo que llamamos el temperamento. El temperamento varía de un individuo a otro, de una raza a la otra. Es una mezcla de caracteres mentales, fisiológicos y estructurales: es el hombre, propiamente dicho. Es lo que da a cada cual su pequeñez, su mediocridad o su fuerza. ¿Cuál es la causa del debilitamiento del temperamento en ciertos grupos sociales y en ciertas naciones? Se diría que la violencia de los sentimientos afectivos aumenta o disminuye a medida que aumenta la riqueza, que se extiende la educación, que la alimentación mejora. Al mismo tiempo se ve también a las funciones emotivas separarse de la inteligencia y exagerar algunos de sus aspectos. Quizás la educación moderna nos ha aportado formas de vida, de educación y de alimentación que tienden a dar a los hombres las cualidades de los animales domésticos o a desarrollar de manera inarmónica sus impulsos afectivos.
La actividad moral es equivalente a la aptitud que posee el ser humano de imponerse a sí mismo una regla de conducta de elegir entre muchos actos posibles, el que considera como bueno, de liberarse de su egoísmo y de su maldad. Crea en él el sentimiento de una obligación, de un deber. En general, permanece en estado virtual, y sin embargo no puede dudarse de su realidad. Si el sentido moral no existiese, Sócrates no hubiese bebido la cicuta. Aun hoy día se le encuentra en ciertos grupos sociales y en ciertos países, y a veces en muy alto grado. Ha existido en todas las épocas. Ha mostrado su importancia primordial en el curso de la historia. Tiene a la vez algo de la inteligencia y del sentido estético y religioso. Nos hace distinguir el bien del mal y elegir el bien con preferencia al mal. En el individuo altamente civilizado la voluntad y la inteligencia son una sola y misma, cosa y dan a nuestros actos su valor moral.
Como la actividad intelectual, el sentido moral proviene de cierto estado estructural y funcional de nuestro cuerpo.
Este depende, a la vez, de la constitución inmanente de nuestros tejidos y de nuestro espíritu y también de factores fisiológicos y mentales que obran sobre cada uno de nosotros durante nuestro desarrollo. En “Le Fondement de la Morale”, Schopenhauer comprueba que los seres humanos tienen tendencias innatas al egoísmo, a la maldad o a la piedad. Como Gallavardín ha dicho, existen entre nosotros egoístas puros a quienes la felicidad o la desdicha de sus semejantes les es igualmente indiferente. Hay otros que experimentan un placer en contemplar el infortunio y el sufrimiento de los demás, y aún en provocarlo. Hay, en fin, otros que sufren verdaderamente con el dolor de todo ser humano. Este poder de simpatía engendra la bondad, la caridad y los actos que de allí derivan. La capacidad de sentir el sufrimiento de los otros hace al ser moral que se esfuerce en disminuir entre los hombres el dolor y el peso de la vida. Cada uno de nosotros nace bueno, mediocre o malvado. Pero, lo mismo que la inteligencia, el sentido moral es susceptible de desarrollarse por medio de la educación, la disciplina y la voluntad.
La definición del bien y el mal está basada a la vez en la razón y en la experiencia milenaria de la humanidad. Corresponde a exigencias fundamentales de la vida individual y social. En ciertos detalles se manifiesta arbitraria. Pero en una época dada y en un país dado, debe ser la misma para todos los individuos. El bien es sinónimo de justicia, de caridad y de belleza. El mal, de egoísmo, de maldad y de fealdad. En la sociedad moderna, las reglas teóricas de la conducta se encuentran basadas sobre los vestigios de la moral cristiana. Pero casi no existe ya una persona que se someta a ellos. El hombre moderno ha arrojado toda disciplina para satisfacer sus apetitos. Sin embargo, las morales biológicas e industriales no poseen valor práctico, porque son artificiales y no consideran sino un aspecto del ser humano. Ignoran las actividades psicológicas mis esenciales. No nos procuran una armadura suficientemente sólida y completa para protegernos contra nuestros vicios inmanentes.
A fin de conservar su equilibrio mental y orgánico, cada individuo está obligado a mantener una regla interior. El Estado puede imponer por la fuerza la legalidad, pero no las leyes de la moral. Cada cual debe comprender la necesidad de hacer el bien y de evitar el mal, y someterse a esta necesidad por un esfuerzo de su propia voluntad. La Iglesia católica en su profundo conocimiento de la psicología humana, ha, colocado las actividades morales sobre las intelectuales. Los individuos a quienes honra más que a todos los otros, no son ciertamente los conductores de pueblos, ni lo sabios, ni los filósofos. Son los santos, es decir, aquellos que de manera heroica han sido virtuosos. Cuando se estudia a los habitantes de la Ciudad Nueva, se advierte la necesidad práctica del sentido moral. Inteligencia, voluntad y moralidad, son funciones muy vecinas las unas de las otras. Pero el sentido moral es más importante que la inteligencia. Cuando desaparece de una nación, toda la estructura moral se altera. En las investigaciones de la psicología humana, no hemos dado, hasta el presente, a las actividades morales el lugar que merecen. El sentido moral es susceptible de un estudio tan positivo como el de la inteligencia. Ciertamente este estudio es difícil. Pero los aspectos del sentido moral en los individuos y en los grupos de individuos son fácilmente reconocibles. Es posible, del mismo modo, analizar las consecuencias fisiológicas, psicológicas y sociales de la moralidad. Ciertamente, estas investigaciones no pueden hacerse dentro de un laboratorio. Pero existe todavía un grupo no pequeño de seres humanos en que los caracteres del sentido moral, su ausencia o su presencia, se manifiestan de una manera evidente. La actividad moral, como la inteligencia, se encuentra en el dominio de las técnicas científicas.
Nosotros no hemos tenido jamás ocasión de observar en la sociedad moderna, individuos cuya conducta se encuentre inspirada por la moral. Sin embargo, tales individuos existen. Es imposible dejar de distinguirlos cuando se les encuentra. La belleza moral deja un inolvidable recuerdo a aquel que aun una sola vez, la ha contemplado. Nos conmueve más que la belleza de la naturaleza o la de la ciencia. Da, al que la posee, un extraño e inexplicable poder. Aumenta la fuerza de la inteligencia. Establece la paz entre los hombres. Y es, aún más que la ciencia, el arte y la religión, la base de la civilización humana.

lV
El sentimiento estético.– La supresión de la actividad estética en la vida moderna; – El arte popular.– La belleza.

El sentimiento estético existe entre los seres humanos más primitivos así como en los más civilizados. Sobrevive aún a la desaparición de la inteligencia, porque los idiotas y los locos son capaces de hacer arte. La creación de formas o de series de sonidos que despiertan en aquellos que los miran o escuchan, una emoción estética, es una necesidad elemental de nuestra naturaleza. El hombre ha contemplado siempre con alegría, los animales, las flores, los árboles, el cielo, el mar y las montañas. Antes de que se iniciara la aurora de la civilización, empleó ya sus groseros utensilios en reproducir en madera, en marfil y en piedra, el perfil de los seres vivientes. Hoy día mismo, cuando no destruye su sentido estético la educación, el modo de vivir y el trabajo de la fábrica, experimenta un placer fabricando objetos según su propia inspiración. Y experimenta, además, una alegría estética absorbiéndose en esta obra. Hay todavía en Europa, y sobre todo en Francia, cocineros, salchicheros, talladores en piedra, carpinteros, herreros, cuchilleros, mecánicos, que son verdaderos artistas. El pastelero que fabrica, una hermosa torta y esculpe en mantequilla, casas, hombres y animales; el herrero que crea una chapa muy bella; el que construye un hermoso mueble, el que bosqueja una grosera estatua o dibuja una tela de lana o de seda, experimenta un placer análogo al del escultor, pintor, músico o arquitecto que laboran en sus obras respectivas.
Si la actividad estética permanece virtual en la mayor parte de los individuos, es porque la civilización industrial nos ha rodeado de espectáculos feos, groseros y vulgares. Además, nos ha trasformado en máquinas. El obrero pasa, su vida repitiendo millones de veces cada día el mismo gesto. No fabrica sino una sola pieza de un objeto determinado; jamás el objeto entero. No puede servirse de su inteligencia. Es el caballo ciego que da vueltas todo el día en torno de la noria para sacar agua del pozo. El industrialismo impide el uso de las actividades de ]a conciencia que son capaces de dar cada día al hombre un poco de alegría. El sacrificio del espíritu en favor de la materia, por la civilización moderna, ha sido un error. Un error tanto más peligroso, cuanto que no provoca ningún sentimiento de rebeldía y es aceptado tan fácilmente por todos, como la vida malsana de las grandes ciudades y la prisión de la fábrica. Sin embargo, los hombres que experimentan un placer estético, aun rudimentario, en su trabajo son más felices que aquellos que producen únicamente para consumir. Es cierto que la industria en su forma actual, ha quitado al obrero toda originalidad y toda alegría. La estupidez y la tristeza de la civilización presente se debe, al menos en parte, a la supresión de las formas elementales de la alegría estética en la vida cotidiana.
La actividad estética se manifiesta a la vez en la creación y en la contemplación de la belleza. Es absolutamente desinteresada. Se diría que en el goce artístico, la conciencia sale de si misma y se absorbe en otro ser. La belleza es una corriente irrefrenable de alegría para el que sabe descubrirla porque se encuentra en todas partes. Sale de las manos que modela o que fabrican la loza grosera, de los que cortan la leña y construyen en seguida un mueble, de los que tiñen la seda y tallan el mármol, de los que cortan y reparan los tejidos humanos. Vive en el arte sangriento de los grandes cirujanos, como en el de los pintores, músicos y poetas. Existe en los cálculos de Galileo, en las visiones del Dante, en las experiencias de Pasteur, en la salida y en la puesta del sol, en las tormentas del invierno, en las altas montañas. Y más punzante se torna aun en la inmensidad del mundo sideral y en el de los átomos, en la inexpresable armonía del cerebro humano, en el alma del hombre que se sacrifica oscuramente por la salud de los otros. Y en cada una de sus formas, permanece el huésped desconocido de la sustancia cerebral, creadora, del rostro del Universo.
El sentido de la belleza no se desarrolla de manera espontánea. No existe en nuestra conciencia sino en estado potencial. En ciertas épocas, en ciertas circunstancias permanece virtual. Puede aun desaparecer en los pueblos que antaño le poseían en alto grado. Así es como la Francia destruye las bellezas naturales y desprecia los recuerdos de su pasado. Los descendientes de los hombres que han concebido el monasterio del Monte San Miguel, no comprenden su esplendor. Aceptan con alegría la indescriptible belleza de las casas modernas de la Bretaña y la Normandía y sobre todo de los alrededores de París. Lo mismo que el Monte San Miguel, el propio París y la mayor parte de las ciudades y aldeas de Francia, han sido deshonradas por un odioso comercialismo. Con el sentido moral, el sentido de la belleza, durante el curso de la civilización, se desarrolla, alcanza su apogeo y se desvanece.

V
La actividad mística. Las técnicas de la mística. Concepto operacional de la experiencia mística.

Entre los hombres modernos no observamos casi nunca las manifestaciones de la actividad mística o del sentimiento religioso [[2]]. Aún en su forma más rudimentaria, el sentido místico es excepcional, mucho más excepcional aún que el sentido moral. Sin embargo, forma parte de nuestras actividades esenciales. La humanidad está marcada con huella más profunda por el sentimiento religioso que por el pensamiento filosófico. En la ciudad antigua, la religión era la base de la vida familiar y social. El suelo de Europa está cubierto aún de catedrales y ruinas de templos que levantaron nuestros antepasados. Hoy día, a la verdad, apenas si comprendemos su significación. Para la mayor parte de las civilizaciones, las iglesias no son sino museos donde reposan las religiones muertas. La actitud de los turistas que profanan las catedrales de Europa, da señales manifiestas del punto hasta donde la vida moderna ha obliterado el sentimiento religioso. La actividad mística ha sido desterrada de casi todas las religiones. Su propia significación ha sido olvidada, y a este olvido se encuentra ligada, probablemente, la decadencia de las iglesias. Porque la vida de una religión depende de los hogares de actividad mística que esta religión sea capaz de crear. Sin embargo, el sentimiento religioso ha seguido siendo, en la vida moderna, una función necesaria en la existencia de algunos individuos de alta cultura. Y, extraño fenómeno, las grandes órdenes religiosas no tienen bastante sitio en sus monasterios para recibir a los jóvenes que quieren, por la vía del ascetismo y de la mística, penetrar en el mundo espiritual.
La actividad religiosa, como la actividad moral, toma los mis varia dos aspectos. En su estado más rudimentario es una inspiración vaga hacia un poder que sobrepasa las formas materiales y mentales de nuestro mundo, una especie de plegaria no formulada, la persecución de una belleza más absoluta que la del arte y de la ciencia. Se mantiene vecina a la actividad estética como que la percepción de la belleza conduce hacia la actividad mística. Por lo demás, los ritos religiosos se asocian a las diferentes formas del arte. Por ello, el canto se transforma fácilmente en plegaria. La belleza que persigue el místico, es más rica y más indefinible que la que persigue el artista. No reviste forma alguna. No se puede expresar en ningún lenguaje. Se oculta en las cosas del mundo visible y se manifiesta a un número escaso de hombres. Exige la elevación del espíritu hacia un ser que es la corriente de todo, hacia un poder, un centro de fuerzas que los místicos cristianos llaman Dios. En todas las épocas y en todas las razas, ha habido individuos que poseen en alto grado este sentido particular. La mística cristiana expresa la forma más elevada de la actividad religiosa. Está mejor ligada a las otras actividades de la conciencia que las místicas hindúes o tibetanas, como que ha tenido sobre los místicos asiáticos la ventaja de recibir desde su más remota edad, las lecciones de Grecia y de Roma. Cogió de una, la inteligencia; de la otra, el orden y la medida.
En su estado más puro, comporta una técnica muy laboriosa y una, estricta disciplina. Desde luego, exige la práctica del ascetismo, y es tan imposible abordarla sin un aprendizaje ascético como convertirse en atleta sin someterse a entrenamiento físico alguno. La iniciación en el ascetismo es dura, de modo que pocos hombres tienen valor suficiente para enrolarse en la vida mística. El que quiere emprender este rudo viaje, debe renunciar a si mismo y a las cosas de este mundo. Permanece en seguida, en las tinieblas de la noche oscura. Experimenta los sufrimientos de la vida purgativa, mientras llora su indignidad y su debilidad solicitando, para todo ello, la gracia de Dios. Poco a poco, se desprende de si mismo. Su plegaria se convierte en contemplación. Penetra entonces en la vida iluminativa sin que pueda describir lo que ve. Cuando quiere expresar lo que siente utiliza, corno San Juan de la Cruz, el lenguaje carnal. Su espíritu huye del espacio y del tiempo. Se pone en contacto con una cosa inefable. Alcanza la vida unitiva. Contempla a Dios y actúa con él.
En la vida de todos los grandes místicos se suceden las mismas etapas. Debemos aceptar su experiencia tal corno ellos nos la dan. Sólo los que han vivido por si mismos la existencia del rezo pueden juzgarla. La persecución de Dos es, en efecto, empresa absolutamente personal. Gracias a cierta actividad de su conciencia, el hombre tiende hacia una realidad invisible que reside en el mundo material y se extiende más allá de él. Osa lanzarse entonces en la más audaz de las aventuras. Puede considerársele como un héroe o como un loco. Pero no hay que preguntarse si la experiencia mística es verdadera o falsa, si es una autosugestión, una alucinación, o bien si representa un viaje del alma fuera de las dimensiones de nuestro mundo y su contacto con una realidad superior. Debemos contentarnos con tener de ella un concepto operacional. Es eficaz en sí misma. Da lo que pide al que la practica. Le aporta el renunciamiento la paz, la riqueza interior, la fuerza, el amor, Dios. Es tan real como la inspiración estética. Para el místico, como para el artista, la belleza que contempla es la sola verdad.

Vl
Las relaciones de las actividades de la conciencia entre sí. – La inteligencia y el sentido moral.– Los individuos inarmónicos.

Estas actividades fundamentales no difieren las unas de las otras. Sus límites son artificiales. Pero estos supuestos límites nos resultan cómodos para la descripción de las manifestaciones de la conciencia. La actividad humana puede compararse a una ameba cuyos miembros múltiples y transitorios, los pseudopodios, están formados con una sustancia única. Es análoga también al desarrollo de “films” superpuestos que permanecen indescifrables, a menos de ser separados los unos de los otros. Todo ocurre, como si el substratum corporal durante el curso de su deslizamiento en el tiempo, mostrase. aspectos simultáneos de su unidad, aspectos que nuestras técnicas dividen en fisiológicas y mentales. Bajo su aspecto mental, nuestra actividad modifica sin cesar su forma, su calidad, su intensidad. Y es este fenómeno esencialmente sencillo el que describimos como una asociación de funciones diferentes. La pluralidad de las manifestaciones mentales es sólo la expresión de una necesidad metodológica. Para describir la conciencia, estamos obligados a dividirla. Lo mismo que los pseudopodios de la ameba son la ameba misma, los aspectos de nuestra conciencia somos nosotros mismos y se confunden en nuestra unidad. La inteligencia es casi inútil al que no posee sino ella. El intelectual puro es un ser incompleto, desdichado, porque es incapaz de alcanzar lo que comprende. La capacidad de darse cuenta de las relaciones de las cosas no es fecunda, sino asociada a otras actividades, tales como el sentido moral; el sentido afectivo, la voluntad, el juicio, la imaginación y cierta fuerza orgánica. Sólo puede utilizarse al precio de un esfuerzo. El que desea poseer la ciencia, se prepara para ello, con el ejercicio de durísimos trabajos y se somete a una especie de ascetismo. Sin el ejercicio de la voluntad, la inteligencia permanece, dispersa y estéril, mientras tanto que una vez disciplinada, se hace capaz de perseguir la verdad. Pero no la logra en su plenitud, si no la ayuda el sentido moral. Los grandes sabios son siempre de una honestidad intelectual profunda. Persiguen la realidad, por dónde aquella los conduce. No procuran jamás, sustituirla con sus propios deseos, ni ocultarla cuando molesta. El hombre que quiere contemplar la verdad, debe establecer la calma dentro de sí mismo. Es preciso que su espíritu llegue a ser como el agua muerta de un lago. Las actividades afectivas, sin embargo, son indispensables al progreso de la inteligencia, pero deben reducirse a esa pasión que Pasteur llamaba el dios interior: el entusiasmo. El pensamiento no se agranda sino en aquellos que son capaces de amor y de odio, y es por ello que exige además de la ayuda de las otras actividades de la conciencia, las del cuerpo. Aunque alcance las altas cimas, se ilumina de intuición y de imaginación creadora, constituyendo para ella una armadura a, la vez moral y orgánica.
El desarrollo exclusivo de las actividades afectivas, estéticas o místicas, produce hombres inferiores, espíritus falsos, estrechos, visionarios. A menudo observamos tipos tales, aunque hoy día la educación intelectual se les conceda a todos. No se necesita una alta cultura de la inteligencia para fecundar el sentido estético y el sentido místico, y producir artistas, poetas, religiosos, todos aquellos que contemplan, en fin, con desinteresado mirar, los diversos aspectos de la belleza. Lo mismo ocurre con el juicio y el sentido moral, pero estas últimas actividades pueden, casi, bastarse a si mismas. Dan al que las posee la aptitud para la felicidad. Parecen fortificar todas las otras actividades, aún las orgánicas. Y es preciso tomarlas en cuenta ante todo dentro del desarrollo de la educación, porque aseguran el equilibrio del individuo. Constituyen un sólido elemento del edificio social. Para los miembros anónimos de las grandes naciones, el sentido moral es mucho más importante que la inteligencia.
La repartición de las actividades mentales varía mucho, según los diferentes grupos sociales. La mayor parte de los hombres civilizados no manifiestan sino una forma rudimentaria de conciencia, y sólo son capaces del trabajo fácil que en la sociedad moderna asegura la supervivencia del individuo. Producen, consumen, satisfacen sus apetitos fisiológicos. Sienten asimismo placer en asistir en grandes muchedumbres a los espectáculos deportivos, en contemplar “films” cinematográficos groseros y pueriles, en movilizarse rápidamente sin esfuerzo o en contemplar un objeto que se mueve rápidamente. Son blandos, emotivos, perversos, lascivos y violentos. No tienen sentido moral ni sentido estético, ni sentido religioso. Su número es muy considerable. Han engendrado un inmenso tropel de niños cuya inteligencia permanece rudimentaria. Proveen una parte de la población de tres millones de criminales que viven en este país [[3]] y con toda libertad y también de una muchedumbre de débiles de espíritu que colman con su número las instituciones especiales para ellos.
La mayoría de los criminales no están en las prisiones. Pertenecen a una clase superior. Entre ellos, cómo entre los idiotas, han permanecido atrofiadas ciertas actividades de la conciencia. Pero el criminal nato de Lombroso no existe. Existen únicamente los defectivos que llegan a ser criminales. En realidad, la mayor parte de los criminales son hombres normales. Hay algunos, incluso, cuya inteligencia es superior. Así, pues, los sociólogos, no han tenido ocasión de encontrarlos en las prisiones. Entre los gangsters, entre los financistas, cuyas proezas conocemos por la prensa cotidiana, la función intelectual y ciertas funciones afectivas y estéticas son normales y a veces superiores. Pero el sentido moral no se ha desarrollado en ellos. Existe, pues, entre nosotros una cantidad considerable de gentes entre las cuales sólo algunas de las actividades fundamentales se manifiestan. Esta falta de armonía del mundo de la conciencia es uno de los fenómenos más característicos de esta época. Hemos logrado asegurar la salud orgánica de la población de la ciudad moderna; pero a pesar de las inmensas sumas que se han gastado en la educación, ha sido imposible desarrollar sus actividades intelectuales y morales. Aun entre aquellos que constituyen la “élite” de esta población, las manifestaciones de la conciencia carecen a menudo de armonía y de fuerza. Las funciones elementales están mal agrupadas, son de mala calidad y de intensidad débil. Sucede también que una o muchas de entre ellas se mantengan por completo ausentes. Se puede comparar la conciencia de la mayoría de las personas a un recipiente que contuviese agua de dudosa calidad, en pequeño volumen y bajo débil presión. Y sólo la de algunos individuos puede compararse a un receptáculo cuyo contenido fuese agua pura bajo alta presión.
Los hombres más felices y más útiles están hechos de un conjunto armonioso de actividades intelectuales y morales. Es la cualidad de éstas actividades y la igualdad de su desarrollo, lo que da a este tipo su superioridad sobre los demás. Pero su intensidad determina el nivel social de un individuo dado y hace de él un almacenero o un gerente de banco, un médico insignificante o un profesor célebre, un alcalde de aldea o un Presidente de los Estados Unidos. El desarrollo completo de los seres humanos debe ser la finalidad de nuestros esfuerzos. Sólo sobre ellos puede edificarse una civilización sólida. Existe además una clase de hombres que, aunque tan inarmónicos como los criminales y los locos, son indispensables en la sociedad moderna: los individuos geniales. Estos individuos se caracterizan por el desarrollo monstruoso de alguna de sus actividades psicológicas. Un gran artista, un gran sabio, un gran filósofo, es por lo general un hombre cualquiera del cual se ha hipertrofiado alguna función. Puede compararse a un tumor que brotara sobre un organismo normal. Estos seres no equilibrados son, por lo general, desgraciados. Pero producen grandes obras de las cuales aprovecha la sociedad entera. Su inarmonía engendra el progreso de la civilización. La humanidad no ha ganado nada jamás con el esfuerzo de la muchedumbre. Ha marchado hacia adelante por la pasión de algunos individuos, por la llama de su inteligencia, por su ideal de caridad, de ciencia o de belleza.

Vll
Las relaciones de las actividades mentales y fisiológicas.– La influencia de las glándulas sobre el espíritu.– El hombre piensa con su cerebro y con todos sus órganos.

Las actividades mentales dependen evidentemente, de las actividades fisiológicas. Observamos modificaciones orgánicas que corresponden a la sucesión de nuestros estados de conciencia. A la inversa, existen fenómenos psicológicos que se determinan por ciertos estados funcionales de los órganos. En suma, el conjunto formado por el cuerpo y la conciencia es susceptible de ser modificado lo mismo por factores orgánicos que por factores mentales. El espíritu se confunde con el cuerpo como la forma con el mármol de la estatua. No se podría cambiar la forma sin romper el mármol. Nosotros suponemos que el cerebro es el asiento de las actividades psicológicas, porque una lesión de este órgano produce desórdenes inmediatos y profundos en la conciencia. Probablemente al nivel de la sustancia gris, el espíritu, según la expresión de Bergson, se inserta en la materia. En el niño, la inteligencia y el cerebro se desarrollan de un modo simultáneo. En los momentos de la atrofia senil de los centros nerviosos, la inteligencia disminuye. La presencia, de las espiroquetas de la sífilis, en torno de las células piramidales, trae consigo el delirio de grandeza. Cuando el virus de la encefalitis letárgica ataca, los núcleos centrales, determina profundos trastornos en la personalidad. Bajo la influencia del alcohol, que penetra por la sangre hasta las células cerebrales, se manifiestan modificaciones temporales de la actividad mental. El descenso de la presión arterial, producido por una hemorragia, suprime las actividades de la conciencia. En suma, las manifestaciones de la vida mental son solidarias del estado del encéfalo.
Estas observaciones no bastan para demostrar que el cerebro constituya, por él solo, el órgano de la conciencia. En efecto, no se compone exclusivamente de materia nerviosa. Consiste también en un medio en el cual se encuentran sumergidas las células, y cuya composición se halla reglamentada por la del suero sanguíneo. Y el suero sanguíneo depende de las secreciones glandulares, extendidas por el cuerpo entero. Todos los órganos están, pues, presentes en la corteza cerebral, por intermedio de la sangre y de la linfa. Nuestros estados de conciencia se encuentran ligados a la constitución química de los humores del cerebro, tanto como a la estructura de las células. Cuando el medio interior está privado de la secreción de las glándulas suprarrenales, el enfermo cae en una depresión profunda. Parece un animal de sangre fría. Los desórdenes funcionales de la glándula tiroides traen consigo, ya excitación nerviosa y mental o ya apatía. En las familias en que las lesiones de esta glándula son hereditarias, existen idiotas morales, débiles de espíritu y criminales. Todos saben hasta qué punto las enfermedades del hígado, del estómago y del intestino modifican la personalidad de las gentes. Es verdad que las células de los órganos liberan en el medio interior sustancias que obran sobre nuestra actividad mental y espiritual.
De todas las glándulas, el testículo posee la influencia mayor sobre la fuerza y la calidad del espíritu. Los grandes poetas, los artistas de genio, los santos, lo mismo que los conquistadores, son por lo general fuertemente sexuales. La supresión de las glándulas sexuales, aún en el individuo adulto, produce modificaciones en su estado mental. Después de la extirpación de los ovarios, las mujeres se hacen apáticas y pierden parte de su actividad intelectual o de su sentido moral. La personalidad de los hombres que han sufrido la castración, se altera de manera más o menos notable. La perversidad histórica de Abelardo ante el amor y el sacrificio apasionado de Eloísa, fue producida, sin duda, por la salvaje mutilación que los padres de esta última le hicieron sufrir. Los grandes artistas han sido, casi siempre, grandes amantes. Se diría que cierto estado de las glándulas sexuales es indispensable en la inspiración. El amor estimula el espíritu cuando no alcanza su objeto. Si Beatriz hubiese llegado a ser la querida del Dante posiblemente la Divina Comedia no existiría. Los místicos emplean a menudo las expresiones del Cantar de los cantares. Parece que sus apetitos sexuales insatisfechos les impulsan con más ardor por el camino del renunciamiento y del dar de si mismos. La mujer de un obrero puede exigir cada día a su marido el cumplimiento de sus obligaciones conyugales, pero la de un artista o la de un filósofo no lo logra a menudo. Es un hecho conocido que los excesos sexuales perturban, en cierto modo, la actividad intelectual. Se diría que la inteligencia exige para manifestarse en toda su potencia, a la vez la presencia de glándulas sexuales bien desarrolladas y la represión temporal del apetito sexual. Freud ha hablado con justa razón de la importancia capital de los impulsos sexuales en las actividades de la conciencia. Sin embargo estas observaciones se refieren a los enfermos. Es preciso no generalizar respecto de estas conclusiones cuando se trata de gentes normales y, sobre todo, si hemos de referirnos a los que poseen un sistema nervioso resistente y son perfectamente dueños de sí. En tanto que los débiles, los nerviosos, los desequilibrados, se tornan más y más anormales tras la represión forzosa de sus apetitos sexuales, los seres bien constituidos se tornan más fuertes aún si practican esta clase de ascetismo.
La estrecha, dependencia de las actividades de la conciencia y de las actividades fisiológicas, concuerda mal con la concepción clásica que sitúa el alma en el cerebro. En realidad, el cuerpo entero parece ser el substratum de las energías mentales y espirituales. El pensamiento es tan hijo de las glándulas de secreción interna como lo es de la corteza cerebral. La integridad del organismo es indispensable a las manifestaciones de la conciencia..El hombre piensa, ama, sufre, admira y ora, a la vez, con su cerebro y con todos sus órganos.

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La influencia de las actividades mentales sobre los órganos.– La vida moderna y la salud.– Los estados místicos y las actividades nerviosas.– La plegaria.– Las curaciones milagrosas.

Todos los estados de la conciencia tienen probablemente una expresión orgánica. Las emociones se acompañan, como todos lo saben de modificaciones de la circulación de la sangre. Determinan, por intermedio de los nervios vaso-motores, la dilatación o la contracción de las pequeñas arterias. El placer enrojece el semblante. La cólera, el miedo, lo empalidecen. En ciertas personas, una mala noticia puede provocar la contracción de las arterias coronarias, la anemia del corazón y la muerte súbita. Por el aumento ola disminución de la circulación local, los estados afectivos obran sobre todas las glándulas, exageran o detienen sus secreciones o aún modifican sus actividades químicas. La vista y el deseo de un alimento determinan la salivación. Este fenómeno se produce aún en ausencia del alimento. Pavlov observa en sus perros provistos de fístulas salivares que secreción puede ser determinada, no sólo por la vista del alimento mismo sino aún por el sonido de una campana, si en otras ocasiones esta campana sonó mientras se alimentaba el animal. Las emociones ponen en juego mecanismos complejos. Cuando se provoca el sentimiento del miedo en un gato, como lo hizo Cannon en una célebre experiencia, las glándulas suprarrenales se dilatan, segregando adrenalina. La adrenalina aumenta la presión sanguínea y la rapidez de la circulación, y pone todo el organismo en estado de actividad para el ataque o la defensa. Pero si el gran simpático ha sido previamente seccionado, el fenómeno no se produce. Por intermedio de este nervio se modifican las secreciones glandulares.
Se concibe pues, cómo la envidia, el odio, el miedo, cuando estos sentimientos son habituales pueden cambios orgánicos y verdaderas enfermedades. Las preocupaciones afectan profundamente a la salud. Los hombres de negocios, que no saben defenderse contra ellas, mueren jóvenes. Los viejos clínicos pensaban aún que los sufrimientos prolongados, la inquietud persistente, preparan el desarrollo del cáncer. Las emociones determinan en los individuos particularmente sensibles modificaciones notables en los tejidos y en los humores. Los cabellos de una mujer belga, condenada a muerte por los alemanes, emblanquecieron de una manera repentina durante la noche que precedió a la ejecución. En el curso de un bombardeo, apareció sobre el brazo de otra mujer una erupción de la piel, una especie de urticaria. Después del estallido de cada obús la erupción crecía y enrojecía más y más. Joltrain ha probado que un choque moral es capaz de producir modificaciones marcadas en la sangre. En individuos que habían experimentado un gran terror, se encontró un número más pequeño de glóbulos blancos, un descenso de la presión arterial, una disminución del tiempo de coagulación del plasma sanguíneo. En el estado físico-químico del suero se produjeron todavía modificaciones más profundas. La expresión “hacerse mala sangre” es literalmente verdadera. El pensamiento puede engendrar lesiones orgánicas. La inestabilidad de la vida moderna, la incesante agitación, la falta de seguridad, crean estados de conciencia que entrañan desórdenes nerviosos y estructurales del estómago y del intestino, desnutrición y el paso de los microbios intestinales a la circulación. La colitis y las infecciones de los riñones y de la vejiga que la acompañan, son el resultado lejano de desequilibrios mentales y morales. Estas enfermedades son casi desconocidas en los grupos sociales en que la vida sigue siendo sencilla o menos agitada, o donde la inquietud es menos constante. Del mismo modo, aquellos que saben conservar la calma interior en medio del tumulto de la ciudad moderna, permanecen al abrigo de los desórdenes nerviosos y viscerales.
Las actividades fisiológicas deben permanecer inconscientes. Se trastornan cuando nuestra atención se dirige hacia ellas. Así, pues, el psicoanálisis, al fijar el espíritu de los enfermos sobre ellos mismos, da por resultado el desequilibrarles más. Es mejor, para sentirse bien, salir de sí mismo gracias a un esfuerzo que no disperse la atención. Cuando se ordena la actividad con relación a un fin preciso, es cuando las funciones orgánicas y mentales se armonizan más completamente. La unificación de los deseos, la atención del espíritu en una dirección única, provoca una especie de paz interior. El hombre se concentra por la meditación como por la acción. Pero no le basta contemplar la belleza del mar, de las montañas y de las nubes, las obras maestras de los artistas y de los poetas, las grandes construcciones del pensamiento filosófico o las fórmulas matemáticas que expresan las leyes naturales. Debe ser un alma que lucha por alcanzar un ideal moral, que busca la luz en medio de la oscuridad de las cosas y aún que, recorriendo los caminos de la mística, renuncia a si misma, para lograr el substratum indivisible de este mundo.
La unificación de las actividades de la conciencia determina una armonía mayor de las funciones viscerales y nerviosas. En los grupos sociales en que el sentido moral y la inteligencia se desarrollan, simultáneamente las enfermedades de la nutrición y de los nervios, la criminalidad y la locura son raras. Los individuos son más felices. Pero cuando éstas se tornan más intensas y más especializadas, las funciones mentales pueden traer consigo desórdenes en la salud. Los que persiguen un ideal moral, religioso o científico, no buscan ni la seguridad fisiológica ni la longevidad. Han hecho el sacrificio de sí mismos. Parece también que algunos estados de conciencia producen modificaciones patológicas en el organismo. La mayor parte de los grandes místicos ha sufrido física y moralmente, a lo menos durante una parte de su vida. Por lo demás, la contemplación puede ir acompañada de fenómenos nerviosos que se asemejan a los de la historia y a los de la clarividencia. A menudo, en la historia de los santos, se lee la descripción de éxtasis, lectura de pensamientos, visiones de acontecimientos que pasan lejos, y a veces de levitaciones. Muchos de los grandes místicos cristianos, habrían manifestado este extraño fenómeno, según el testimonio de sus compañeros. El sujeto, absorto en su plegaria, totalmente insensible a las cosas del mundo exterior, se habría levantado dulcemente a varios pies sobre el suelo. Pero hasta el presente no ha sido posible someter estos hechos extraordinarios a la crítica científica.
Ciertas actividades espirituales pueden acompañarse de modificaciones, ya anatómicas, ya funcionales de los tejidos y de los órganos. Se observan estos fenómenos orgánicos en las más variadas circunstancias, entre las cuales se encuentra el estado de plegaria. Es preciso entender por plegaria, no la sencilla recitación maquinal de una fórmula sino una elevación mística, en que la conciencia se absorbe en la contemplación del principio inmanente y trascendental del mundo. Este estado psicológico no es intelectual. Es incomprensible para los filósofos y los hombres de ciencia, e inaccesible para ellos. Pero se diría que los simples pueden sentir a Dios con la facilidad con que sienten el calor del sol o la bondad de un amigo. La plegaria que se acompaña con efectos orgánicos presenta ciertos caracteres particulares. Primeramente, es desinteresada en absoluto. El hombre se ofrece a Dios corno la tela al pintor o el mármol al escultor. Al mismo tiempo le pide gracia, le expone sus necesidades y, sobre todo, las de sus semejantes. Por lo general, no sana el que ora por sí mismo; sana el que ora por los demás. Este tipo de plegaria exige, como previa condición, el renunciamiento de si mismo, o sea una forma, muy elevada del ascetismo. Los modestos, los ignorantes, los pobres, son más capaces de este abandono que los ricos y los intelectuales. Desde este punto de vista, la plegaria desencadena a veces un extraño fenómeno, el milagro.
En todos los países, en todas las épocas, se ha creído en la existencia de milagros [[4]], en la, curación más o menos rápida de los enfermos, en los sitios de peregrinaje, en ciertos santuarios. Pero a continuación del fuerte impulso de la ciencia, durante el siglo XlX, esta creencia desapareció por completo. Se admitió en general que el milagro no sólo no existía sino que no podía existir. Lo mismo que las leyes de la termodinámica hacen imposible el movimiento perpetuo, las leyes fisiológicas se oponen al milagro. Esta actitud es todavía la que toman la mayor parte de los fisiólogos y de los médicos. Sin embargo, no tiene en cuenta las observaciones que poseemos hoy. Los casos más importantes han sido recogidos por el “Bureau Médical de Lourdes”. Nuestra concepción actual de la influencia de la plegaria sobre los estados patológicos se encuentra, basada sobre la observación de los enfermos, que, casi instantáneamente, han sido curados de diversas afecciones tales como la tuberculosis ósea o peritoneal, abscesos fríos, heridas supurantes, lupus, cáncer, etc. El proceso de curación cambia poco de un individuo a otro. A menudo un gran dolor y en seguida el sentimiento repentino de la curación completa. En algunos segundos, en algunos minutos y, a lo más en algunas horas, las heridas se cicatrizan, desaparecen los síntomas generales y el apetito retorna. A veces, los desórdenes funcionales se desvanecen antes que la lesión anatómica. Las deformaciones óseas del mal de Pott. Los ganglios cancerosos persisten a menudo dos o tres días después del momento de la curación. El milagro se caracteriza sobre todo por una aceleración extrema de los procesos de reparación orgánica. Es indudable que el ritmo de la cicatrización de las lesiones anatómicas es mucho más elevado que el ritmo normal. La única condición indispensable para que el fenómeno acontezca es la plegaria. Pero no es necesario que el propio enfermo ore, o que sea él quien posea la fe religiosa. Basta que alguien a su lado se mantenga en estado de plegaria. Hechos tales son de alta significación. Manifiestan la realidad de ciertas relaciones, de naturaleza aún, desconocida, entre los procesos psicológicos y orgánicos. Dan prueba de la importancia objetiva de las actividades espirituales de las cuales los higienistas, los médicos, los educadores, y los sociólogos no han pensado en ocuparse jamás. Nos abren un mundo nuevo.

IX
La influencia del medio social sobre la inteligencia, el sentido estético, el sentido moral y el sentido religioso. – Detención del desarrollo de la conciencia.

Las actividades de la conciencia están tan profundamente influidas por el medio social como lo están por el medio interior de nuestro cuerpo. Del mismo modo que las actividades fisiológicas, se fortifican por el ejercicio. Impulsados por las necesidades ordinarias de la vida, los órganos, los huesos y los músculos, funcionan de manera, incesante. Se desarrollan, pues, espontáneamente. Pero según la forma de existencia, su desarrollo es más o menos completo. La conformación orgánica, muscular y esquelética de un guía de los Alpes, es bastante superior a la de un habitante de Nueva York. Sin embargo, este último posee actividades fisiológicas suficientes para su existencia sedentaria. No ocurre lo mismo con las actividades mentales, que no se desarrollan jamás de manera espontánea. El hijo del sabio no hereda ninguno de los conocimientos de su padre. Colocado solo en una isla desierta, no sería superior a nuestros antepasados de “Cro-Magnon”. Las funciones mentales permanecen virtuales en ausencia de la educación y de un medio en que la inteligencia, el sentido moral, el sentido estético y el sentido religioso de nuestros antepasados han dejado su huella. Es el carácter del medio psicológico quien determina en gran medida el número, la calidad y la intensidad de las manifestaciones de la conciencia de cada individuo. Si este medio es demasiado pobre, la inteligencia y el sentido moral no se desarrollan. Si es malo, estas actividades se tornan viciosas. Estamos sumergidos en un medio social como las células del cuerpo en el medio interior. Y como aquéllas, somos incapaces de defendernos de la influencia de lo que nos rodea. El cuerpo se protege mejor contra el mundo cósmico que la conciencia contra el mundo psicológico. Se guarda contra las incursiones de los agentes físicos y químicos gracias a la piel y a la mucosa intestinal. La conciencia, por el contrario, posee fronteras enteramente abiertas. Está expuesta a todas las incursiones intelectuales y espirituales del medio social. Siguiendo la naturaleza de esas incursiones, se desarrolla de manera normal o defectuosa.
La inteligencia de cada cual depende, en gran parte, de la educación que ha recibido, del medio en que ha vivido, de su disciplina interior y de las ideas que son corrientes en la época y en el grupo de que forma parte. Se constituye por el estudio metódico de las humanidades y de la ciencia, por el hábito de la lógica en el pensamiento y por el empleo del lenguaje matemático. Los maestros de escuela, los profesores de la universidad, las bibliotecas, los laboratorios, los libros, las revistas, bastan al desarrollo del espíritu. Únicamente los libros son verdaderamente esenciales. Es posible vivir en un medio social poco inteligente y poseer alta cultura. La formación del espíritu es, en suma, fácil. No ocurre lo mismo con la formación de las actividades morales, estéticas y religiosas. La influencia del medio sobre estos aspectos de la conciencia es mucho más sutil. No basta seguir un curso para llegar a distinguir el bien del mal, lo feo de lo bello. La moral; el arte y la religión no se enseñan como la gramática, las matemáticas y la historia. Comprender y sentir son cosas profundamente diferentes. La enseñanza formal no llega jamás sino hasta la inteligencia. No se puede coger la significación de la moral, del arte y de la mística sino en los medios en que estas cosas están presentes y forman parte de la vida cotidiana de cada uno. Para desarrollarse, la inteligencia exige solamente ejercicio, mientras que las otras actividades de la conciencia exigen un medio, un grupo de seres humanos a la existencia de los cuales tienen que incorporarse.
Nuestra civilización no ha logrado crear hasta el presente un medio conveniente para nuestras actividades mentales. El débil valor intelectual y moral de la mayor parte de los hombres modernos, debe atribuirse, en gran parte, a la insuficiencia y a la mala composición de su atmósfera psicológica. La primacía de la materia, el utilitarismo, que constituyen los dogmas de la religión industrial, han conducido a la supresión de la cultura intelectual, de la moral y de la belleza, tales como fueron comprendidas antaño por las naciones cristianas, madres de la ciencia moderna. Al mismo tiempo, los cambios en la moda de la existencia han traído consigo la disolución de los grupos familiares y sociales que poseían su individualidad y sus propias tradiciones. La cultura no se mantiene en parte alguna. La enorme difusión de los periódicos, de la radiofonía y del cine, ha nivelado las clases intelectuales de la sociedad hasta el extremo más vasto. La radiofonía especialmente lleva al dominio de cada cual la vulgaridad que busca la masa. La inteligencia se generaliza más y más, a pesar de la excelencia de los cursos de los colegios y de las universidades. Coexiste a menudo con conocimientos científicos avanzados. Los escolares y los estudiantes amoldan su espíritu a la estupidez de los programas radiofónicos y cinematográficos a los cuales se habitúan. No sólo el medio social no favorece el desarrollo de la inteligencia, sino que se opone a él. A la verdad, se muestra más propicio a la percepción de la belleza. Los más grandes músicos de Europa están hoy día en América. Los museos más soberbios se organizan para mostrar sus tesoros al público. El arte industrial se desarrolla con rapidez y sobre todo la arquitectura ha entrado en un período nuevo. Monumentos de una belleza grandiosa han transformado el aspecto de las ciudades. Cada cual puede, si quiere, cultivar, al menos en cierta medida, sus facultades estéticas.
No ocurre otro tanto con la sensibilidad moral. El medio social la ignora de la manera más completa, como que la ha suprimido. Inspira a todo el mundo la irresponsabilidad. Aquellos que distinguen el bien del mal, aquellos que trabajan, aquellos que son previsores, permanecen pobres y son considerados como seres inferiores. A menudo, son castigados severamente. La mujer que tiene muchos hijos y se ocupa de su educación en lugar de su propia carrera, adquiere reputación de un ser débil de espíritu. Si un hombre ha economizado un poco de dinero para su mujer y la educación de sus hijos, este dinero le es robado por osados financistas. O bien, le es arrebatado por el gobierno para distribuirlo a aquellos a quienes su imprevisión y la de los industriales, banqueros y economistas, han reducido a la miseria. Los sabios y los artistas que dan la prosperidad a todos, la salud y la belleza, viven y mueren pobres. Al mismo tiempo aquellos que han robado gozan en paz del dinero de los otros. Los “gangsters” están protegidos por los políticos y son respetados por la policía. Son los héroes que los niños imitan en sus juegos y admiran en seguida en el cinematógrafo.
La posesión de la riqueza es todo, y lo justifica todo. Un hombre rico, haga lo que haga, repudie a su mujer porque es vieja, abandone a su madre sin socorros, robe al que le ha confiado su dinero, siempre conserva la consideración de sus amigos. Florece la homosexualidad, como que la moral sexual ha sido suprimida. Los psicoanalistas dirigen a los hombres y a las mujeres en sus relaciones conyugales. El bien y el mal, lo justo y lo injusto no existen. Las prisiones guardan solamente a aquellos criminales poco inteligentes o mal equilibrados. Los otros, mucho más numerosos, viven en libertad. Se mezclan de manera íntima al resto de la población que no se ofusca por ello. En un medio social semejante, el desarrollo del sentido moral es imposible. Otro tanto ocurre con el sentido religioso. Los pastores han racionalizarlo la religión, arrancando de ella todo elemento místico. Sin embargo no han logrado atraer a los hombres modernos. En sus iglesias semi vacías predican inútilmente una fábula moral. Se encuentran reducidos al papel de gendarmes que ayudan a conservar, en interés de los ricos, el marco de la sociedad actual. O bien, a ejemplo de los políticos, adulan la sentimentalidad y la ininteligencia de las masas.
Es casi imposible al hombre moderno defenderse contra esta atmósfera psicológica. Cada cual sufre fatalmente la influencia de las gentes con las cuales vive. Si se encuentra desde la infancia en compañía de criminales o de ignorantes, se convierte a sí mismo en criminal o en ignorante. No escapa a su medio sino por el aislamiento o por la fuga. Ciertos hombres se refugian en si mismos y así encuentran la soledad en medio de la muchedumbre. “Tú puedes a la hora que quieres – dijo Marco Aurelio – recogerte en ti mismo. Ningún retiro es más tranquilo, ni perturbado por hombre alguno que el que se encuentra, en la propia alma”. Pero hoy día, nadie es capaz de tal energía moral. Nos es, pues, imposible luchar victoriosamente contra nuestro medio social.

X
Las enfermedades mentales.– Los débiles de espíritu, los locos y las criminales.– Nuestra ignorancia de las enfermedades mentales.– Medio y herencia.– La debilidad de espíritu en los perros.– La vida moderna y la salud psicológica.

El espíritu no es tan sólido como el cuerpo. Es cosa digna de observación que las enfermedades mentales, ellas solas, son más numerosas que todas las otras enfermedades juntas. Los hospitales destinados a los locos, llenos hasta los bordes, no pueden recibir a todos los que tienen necesidad de ser internados. En el Estado de Nueva York, una persona de cada veintidós, en determinado momento de su vida, debe entrar, según C. W. Beers, en un hospicio de alienados. En el conjunto de la población de los Estados Unidos, existen ocho veces más personas internadas por debilidad de espíritu o locura, que por tuberculosis. Cada año alrededor de 68.000 casos nuevos se admiten en las instituciones en que se cuida a los locos. Si las admisiones continúan con esta velocidad, más de un millón de niños y de jóvenes que se encuentran hoy día en escuelas y colegios serán, en un momento dado, colocados en un hospital para enfermedades mentales. En 1932, los hospitales dependientes de los Estados contenían 340.000 locos. Había además 8l.289 idiotas y epilépticos hospitalizados y 10.95l en libertad. Esta estadística no comprende a los locos atendidos en hospitales privados. En el conjunto del país hay 500.000 débiles de espíritu. Por lo demás, las inspecciones hechas por el Comité Nacional de Higiene Mental, han demostrado que, por lo menos 400.000 niños educados en las escuelas públicas, poseen una inteligencia excesivamente baja para seguir sus clases útilmente. En realidad, el número de personas que presentan trastornos mentales sobrepasa en mucho a esta cifra. Se estima que muchas centenas de miles de individuos no hospitalizados padecen de psiconeurosis. Estas cifras demuestran hasta qué punto es grande la fragilidad de la conciencia de los hombres civilizados y la importancia que posee para la sociedad moderna el problema de esta fragilidad, siempre en aumento. Las enfermedades del espíritu se tornan amenazantes. Son bastante más peligrosas que la tuberculosis, el cáncer, las afecciones del corazón y de los riñones, y aún que el tifus, la peste y el cólera. Su peligro no proviene sólo de que aumentan el número de criminales, sino y especialmente, de que deterioran más y más las razas blancas. No hay mucha mayor cantidad de débiles de espíritu y de locos entre los criminales que en el resto de la población. Es verdad que se ve gran número de anormales en las prisiones, pero, como ya lo hemos mencionado, sólo una cantidad muy débil de los criminales están en prisión. Y aquellos que se dejan prender por la policía y condenar por los tribunales, son precisamente los deficientes. La frecuencia de las enfermedades mentales indica gravísima falla en la civilización moderna. No hay, pues, duda de que la forma de vida que llevamos conduce a todo género de trastornos del espíritu.
La medicina moderna no ha logrado asegurar a todos la posesión normal de las actividades que son verdaderamente específicas del hombre. Está muy lejos de proteger la inteligencia contra sus desconocidos enemigos. Conoce, claro está, los síntomas de las enfermedades mentales y los diferentes tipos de la debilidad del espíritu, pero ignora por completo la naturaleza de estos desórdenes. No sabe si estas enfermedades son debidas a lesiones estructurales del cerebro, o a cambios en la composición del medio interior, o a ambas causas a la vez. Es probable que las actividades nerviosas y psicológicas dependan simultáneamente del estado del cerebro y de las sustancias liberadas en el aparato circulatorio por las glándulas endocrinas que la sangre conduce a las células del encéfalo. Sin duda, los desórdenes funcionales de estas glándulas pueden, lo mismo que las lesiones anatómicas del cerebro, producir neurosis y psicosis. Un conocimiento, aunque fuera completo de estos fenómenos, no nos haría progresar demasiado. La patología del espíritu tiene su llave en la psicología, lo mismo que la de los órganos tiene la suya en fisiología. Pero la fisiología es una ciencia mientras que la psicología no lo es. La psicología espera su Claude Bernard o su Pasteur. Está en el mismo estado en que estaba la cirugía en la época en que los cirujanos eran barberos, y también en el estado en que estaba la química untes de Lavoisier, en tiempo de los alquimistas. Ello no quiere decir que debamos culpar a los psicólogos modernos y a sus métodos por la insuficiencia de sus conocimientos. Es la extrema complejidad del tema la que provoca nuestra ignorancia. No existen técnicas que permitan penetrar en el mundo desconocido de las células nerviosas, de sus fibras de proyección y de asociación, y de los procesos cerebrales y mentales.
Es imposible descubrir relaciones exactas entre los síntomas esquizofrénicos, por ejemplo, y las alteraciones estructurales de la corteza cerebral. Las esperanzas de Kroepelin no se han realizado. El estudio anatómico de las enfermedades mentales no ha dado mucha luz sobre su naturaleza. Quizás ni siquiera existe la localización espacial de los desórdenes del espíritu. Ciertos síntomas pueden atribuirse a desórdenes de la sucesión temporal de los fenómenos, a modificación del valor del tiempo por los elementos nerviosos de un sistema funcional. Sabemos, por otra parte, que las destrucciones celulares, producidas en ciertas regiones, sea por las espiroquetas de la sífilis, sea por el agente desconocido de la encefalitis letárgica, engendran modificaciones sumamente definidas de la personalidad. Este conocimiento es vago, incierto, en vías de formación. Es indispensable no esperar que sea completo y que la naturaleza de las enfermedades mentales sea conocida, para desarrollar una higiene del espíritu verdaderamente efectiva.
El conocimiento de las causas de las enfermedades mentales sería más importante que el de su naturaleza. Podría conducir, por sí solo a la prevención de estas enfermedades. La debilidad de espíritu y la locura, parecen ser el rescate que debemos pagar por la civilización industrial y los cambios en el modo de vivir, consecuencia de este mismo. Por lo demás, a menudo forman parte del patrimonio hereditario recibido por cada cual. Se manifiestan especialmente en los grupos humanos cuyo sistema nervioso está ya desequilibrado. En las familias neuróticas, aparecen individuos extraños, excesivamente sensibles, donde suele despuntar el loco o el de espíritu débil. Sin embargo, las enfermedades mentales se manifiestan también en las familias que hasta el momento permanecían indemnes, lo que significa, ciertamente, que existe en la producción de la locura otros factores que los factores hereditarios. Es preciso, pues, investigar de qué modo la vida moderna obra sobre la patología del espíritu.
A menudo se observa en las generaciones sucesivas de perros de pura raza un aumento del nerviosismo. A veces, aparecen individuos comparables a los débiles de espíritu y aún a los locos. Este fenómeno se produce entre los animales educados en condiciones extremadamente artificiales y alimentados de una manera muy diferente a la de sus antepasados, los perros pastores que se batían contra los lobos. Se diría que en las condiciones nuevas de la vida, tanto en el animal como en el hombre, ciertos factores tienden a modificar el sistema nervioso de un modo desfavorable. Pero hacen falta experiencias de larga duración, para obtener un conocimiento preciso del mecanismo de este fenómeno. Las condiciones que favorecen el desarrollo de la debilidad de espíritu y de la locura circulatoria, se manifiestan sobre todo en los grupos sociales en que la vida es inquieta, irregular y agitada, el alimento pobre o excesivamente refinado, la sífilis frecuente, el sistema nervioso perturbado ya, y de donde ha desaparecido la disciplina moral, mientras el egoísmo, la irresponsabilidad, la dispersión, son la regla, en tanto la selección natural no desempeña papel alguno. Hay, seguramente, alguna relación entre estos factores y la aparición de la psicosis. Nuestra vida actual presenta un vicio fundamental que aun permanece oculto. En las condiciones nuevas de existencia que hemos creado, las más específicas de nuestras actividades se desarrollan de manera incompleta. Se diría, que en medio de las maravillas de la civilización moderna, la personalidad humana tiende a disolverse,


EL ENCUENTRO EN LA VICTORIA



http://enbuscadelavictoria.blogspot.com/

UN ENCUENTRO EN LA VICTORIA

Autor: ©Giuseppe Isgró C.

Del libro: La Victoria

Capítulo I

Me encontraba un día, en una fuente de aguas tranquilas, cristalinas, cuando se me acercó un Venerable hombre, vestido a la antigua usanza, con bata blanca, larga, pelo y barba que alguna vez fueron de color pelirrojo y un báculo en la mano derecha.

Concentró sus ojos en los míos; su mirada era profunda, serena y apacible.

Con voz suave y afectiva, me dijo:

-“Hola, hijo, como estás”-.

–Bien, -le contesté-; y, ¿usted?

–Por aquí andamos; -fue su respuesta-, mientras me sonreía.

-¿Dónde estamos?, -le pregunté al Venerable hombre-.

-Este sitio es conocido como La Victoria; -me contestó-. –¿Qué haces por estos lados?

-Salí esta mañana, temprano, con el coche, a dar un paseo; luego, al llegar a esta zona, me paré a contemplar la belleza de los araguaneyes y decidí caminar un poco y la verdad que, absorto en mis reflexiones, caminé por lo menos durante dos horas, hasta llegar aquí. Desconocía este hermoso lugar. Y, usted, -¿vive por aquí cerca? -le pregunté-.

Un poco más arriba, en esa colina boscosa. Hace algunos años, -relata el Venerable hombre- decidí retirarme de la agitada vida ejecutiva en que me desenvolvía profesionalmente, como abogado, en la ciudad de Quebec, Canadá, aunque he viajado por diversos países asesorando a incontables líderes. Construí la casa, en esta zona tropical, con la idea de pasar aquí los meses de invierno. Me dedico al estudio de la vida, a la meditación y a cultivar mi jardín y de vez en cuando, a escribir mis reflexiones, las cuales, algún día, habrán de ser publicadas para esparcir un poco la luz que he podido vislumbrar en mis estudios metafísicos-espirituales.

-¿Quieres tomar un café? –Me preguntó el Venerable hombre-. Lo he traído de Caripe El Guácharo; es de los más exquisitos que he probado.

-Sí, con gusto se lo acepto; -le contesté-.

Nos fuimos caminando por un sendero rodeado de árboles cargados de mangos, aguacates, naranjas y una hilera de cayenas de diversos colores. A lo lejos, el ruido de la brisa se oía apaciblemente. Todo era quietud, armonía y paz. Pero, sobre todo, lo que más me impresionaba era la apacibilidad y el sosiego del Venerable hombre de La Victoria. Emanaba de él un flujo de fuerza que, en su presencia, me sentía con un poder y una seguridad nunca antes experimentados. Fuerzas bienhechoras se iban apoderando de mí y aquella paz y relax que buscaba en la mañana, al salir a dar un paseo, sin percatarme de ello, las estaba experimentando ya.

Después de unos quince minutos de caminar, llegamos a la casa del Venerable hombre. Su aspecto exterior humilde estaba lejos de dejar entrever lo que segundos después habría de asombrarme con lo que encontré en el interior.

Al entrar, en la casa, una joven de unos veinte años saludó al Venerable hombre.

-¡Hola, abuelo!, ¿cómo estás?

–Bien, hija, -contestó el Venerable hombre-. -Prepara un poco de café, Lucía, mientras conversamos un poco, adentro.

-Por cierto, te presento a Santiago, quien ha llegado paseando hasta La Victoria.

Después de la presentación, entramos en la biblioteca del Venerable hombre. Un salón grande, lleno de estantes de libros por todas partes, lo cual hacía inimaginable dicho cuadro desde el exterior. Algunos cuadros al óleo de morichales y de personajes históricos, presentaban un ambiente acogedor. En un rincón se encontraban diversos retratos de Tagore, Gandhi, Cicerón, Séneca, Ibn Arabi y un dibujo de Don Quijote y Sancho Panza. En un pequeño cuadro, podía leerse: -“Lo que Alá quiera. Nada se le asemeja”-.

-Le felicito por este inmenso tesoro que usted tiene aquí, -le dije al Venerable hombre-. -¿Cuáles son los temas de su interés?

A lo cual, me contestó: -Como usted puede ver, Santiago, -y me invitó a recorrer los estantes- aquí hay libros de variados temas: clásicos de todos los países y épocas, desde los Vedas, los Upanishads, el Mahabaratha, los libros de Confucio, El Tao te King, de Lao Tse, el Poema de Gilgamesh, el Código de Amurabí, autores griegos, como Homero y Hesiodo. Se encuentran las obras completas de Euclides, Platón, Aristóteles, Teofrasto, Demetrio de Falereo, de los Presocráticos, Epicteto, Plutarco, etcétera; de los latinos, autores como Séneca, Cicerón, -que son mis preferidos-, Julio César, Tito Livio, Dionisio de Halicarnaso, Marco Aurelio, así como libros de Psicología, Gerencia, Sufismo, Yoga, ensayos, filosofía, parapsicología, hermetismo, El Quijote, libros de economía, filosofía, etcétera, en fin, un poco de todo lo que es preciso conocer para poder entender el significado de la vida: de dónde venimos, por qué estamos aquí y hacía dónde vamos, sin lo cual, la vida no tendría sentido, sobre todo por el gran afán a que está sometido el ser humano en la agitada vida moderna.

Nos sentamos en sendas butacas y nos entretuvimos conversando de temas diversos. Al poco rato, entró Lucía con dos tazas de oloroso café y unos biscochos, que degustamos con agrado en una amena e interesante conversación. Al fondo, podía oírse una suave música de Beethoven.

Pasamos cerca de una hora conversando de sobre la Atlántida, Egipto, los griegos, de Homero, de los sufíes, del budismo zen, los poderes del espíritu, meditación, etcétera, después de lo cual, le hice una pregunta directa.

-Seguramente, usted ha desarrollado alguna técnica de meditación y algún método de resolución de situaciones, en la vida, que me quisiera explicar, ya que, según observo, para tener usted una serenidad tan acentuada y una fortaleza física a la edad que imagino que usted debe tener, -cerca de noventa años- es porque ha encontrado en su larga experiencia algún secreto que quizás quisiera compartir conmigo.

Santiago, -me dijo el Venerable hombre, si vuelves a visitarme otro día, quizá te cuente algo que te pueda servir. Empero, antes de que te vayas, te haré entrega de unos apuntes que hace ya muchos años, en una época en que yo andaba a la búsqueda de sosiego y tratando de encontrarle sentido a la vida, un Venerable hombre que, en una edad similar a la mía, a su vez me entregara y cuya práctica asidua me permitió domar la mente, encarrilar mi vida y poner bajo control los hilos del destino. Son veintidós manuscritos, y una meditación diaria, –continuó diciendo el Venerable hombre, que si bien son ya un poco antiguos, podrás copiarlos de nuevo y si pones en práctica las técnicas que contienen, darás a tu vida un esplendor que habrá de sorprenderte agradablemente.

-Una vez que los hayas probado con total y absoluta satisfacción de tu parte, -me dijo, ponlos en limpio, en forma de libro y publícalo para que su mensaje llegue a mayor número de personas. Hacía tiempo que esperaba a alguien a quien confiarle este legado y creo que hoy, al llegar aquí, en la forma en que lo has hecho, tus pasos han sido dirigidos por Aquel que todo lo sabe y puede, por la Ley Cósmica, y en cuyos planes universales, todos somos sus instrumentos.

Me despedí del Venerable hombre y de su adorable nieta, sintiendo dentro de mí fuerzas desconocidas hasta entonces que preanunciaban grandes cambios en mi vida.

En los días siguientes, aparté una hora diaria, antes de dormirme, y leí y releí, todos los manuscritos, de la siguiente manera: En primer lugar copié la Meditación diaria en un cuaderno, el cual leí durante veintidós noches y mañanas seguidas, tal como lo indicaban las instrucciones de la misma.

Una nota al pie de página mencionaba que si yo la transcribía en un cuaderno, el hecho de hacerlo, grabaría en mi ordenador mental las instrucciones y me sería más fácil desarrollar, en mi personalidad, las cualidades y condiciones que formaban parte de los objetivos implícitos en la misma.

De los veintidós manuscritos, cada lunes, a las once en punto de la noche, copiaba uno en el cuaderno, y durante el resto de la semana, a la misma hora, lo leía y meditaba, siguiendo las fáciles y efectivas técnicas e indicaciones al inicio del mismo.

Cuatro semanas después de leer durante veintidós días seguidos, en la noche y en la mañana, la meditación diaria, comenzaron a manifestarse en mi vida una serie de cambios positivos que me dejaban asombrado a mi mismo, pero, también, los miembros de mi familia y a mis amistades; sobre todo mi semblante comenzó a ser más apacible; volví a sonreír desde el interior; mi estado anímico era de contento; me sentía más seguro de mi mismo; comencé a confiar más en la gente, en la vida y a vislumbrar el sentido de mi misión en la vida –percibía cosas que antes me pasaban desapercibidas, a pesar de haber estado siempre allí. Sentía fluir en mí una nueva corriente vivificadora de prosperidad, de felicidad, de alegría de vivir. Mi entusiasmo y amor por la vida y por mi familia, por mi trabajo y por las personas, crecía día a día. En aproximadamente dos meses había logrado muchas de las cosas en las cuales había soñado desde hacía años. Había dado un paso sorprendente en el camino de la autorrealización.

Efectivamente, pude comprobar que me fue relativamente muy fácil desarrollar las aptitudes y actitudes a nivel físico, mental, emocional, espiritual y en diversos aspectos de mi vida, como el financiero, que comenzó a mejorar casi inmediatamente, así como, surgieron nuevas oportunidades que comencé a aprovechar, casi sin esfuerzo de mi parte.

Transcurría el año de 1967 y mi vida había encontrado un sendero que habría de conducirme a cooperar en forma más efectiva en el plan divino que el Supremo Hacedor, en algún momento, había diseñado para mí.

Tres meses después volví a aquel lugar donde había encontrado al Venerable hombre de La Victoria y allí estaba la fuente que él dijo llamarse La Victoria; empero, cuando traté de encontrar el camino para llegar a la casa donde amablemente me ofreció un delicioso café, preparado por su nieta Lucía, no logré encontrarlo, pese a haber recorrido durante un par de horas por los alrededores. Pregunté a varias personas para ver si podían indicarme como llegar a la casa del Venerable hombre y cual fue mi sorpresa, nadie lo conocía.

Empero, después de tanto buscar, volví a encontrar la casa donde vivía el Venerable hombre de La Victoria, pero se encontraba abandonada. Su aspecto indicaba que debía encontrarse en ese estado un lapso mayor del que mediaba con el encuentro de aquel ser extraordinario. Es sorprendente como los inmuebles solos acusan el paso del tiempo en mayor grado que los que son habitados. Si no fuera por los manuscritos pensaría que el encuentro no fue más que un simple sueño. -¿O se trata, acaso de un sueño combinado con un fenómeno de aporte? Personalmente, no lo creo. El encuentro fue muy vívido y real. El aromático café servido por Lucía estaba exquisito. Durante varios años volví al lugar varias veces, la casa seguía sola. La última vez que volví, no la pude ubicar y sin tener tiempo suficiente para seguir buscándola, me fui. Ahora, vivo muy lejos de aquella zona, en otro continente; han transcurrido muchos años y después de tanto tiempo es poco probable que vuelva allí; pero, los manuscritos y la meditación diaria obran en mi poder, me han transformado y han enriquecido mi vida.

Durante más de treinta y cinco años he puesto en práctica las diversas variantes de los ejercicios, afirmaciones y meditaciones que contienen los manuscritos y la meditación diaria y cada vez que los pongo en práctica, experimentos los mismos beneficios. Ahora, ellos se encuentran en el libro que usted tiene en sus manos; espero que les sean tan útiles como los han sido para mí.

Su contenido es eminentemente práctico; no hay teorías superfluas. Si lleva a cabo los ejercicios que contienen, es probable que, gradualmente, se vaya efectuando la transmutación alquímica de su ser sintonizándose con los elevados resultados existenciales, los cuales, por añadidura, al ser creados a nivel mental, se van manifestando en su propia vida, oportunamente.

Sobre todo, con estos ejercicios, me percaté, cuando el Venerable hombre me entregó los manuscritos, de que se dispone de un método para domar la mente y ejercer un pleno dominio sobre la vida en general y, por ende, sobre el destino y controlar, cuando eventualmente se presenten, todas las situaciones, manteniendo un perfecto equilibrio físico, mental, emocional, espiritual y financiero.

El Venerable hombre de La Victoria me comentaba que todo se puede lograr en la vida si se siembra la respectiva semilla por medio de correctas decisiones acordes con la propia y elevada auto-estima y dignidad personal, desarrollando el convencimiento de que sí se puede hacer, por medio de las afirmaciones, las visualizaciones y meditaciones, la experimentación de un estado emocional acorde al momento de ser logrados los respectivos resultados y la practica del desapego, es decir, dejar encargada a la mente psiconsciente del logro, y además, se espera el tiempo necesario haciendo, mientras tanto, todo lo que se requiere, según el caso o los objetivos por alcanzar.

Estas técnicas funcionan, me decía una y otra vez el Venerable hombre de La Victoria; luego, agregaba: -las he probado por más de cincuenta años y quien, a su vez me las entregó, habría hecho otro tanto, aseverando que eran efectivas, si yo seguía fielmente las instrucciones y las ponía en práctica con expectativas positivas.

Desde que en 1967, el Venerable hombre me hiciera entrega de los manuscritos, han transcurrido un poco más de de treinta y cinco años, durante los cuales yo también he puesto en práctica las diversas variantes de los ejercicios, afirmaciones y meditaciones que contienen, y cada vez que me ejercito con ellos, experimento los mismos beneficios. Ahora, ellos se encuentran en el libro que usted tiene en sus manos; espero que les sean tan útiles como los han sido para todos los que hemos aplicado las enseñanzas del Venerable hombre de La Victoria.

Él me repetía constantemente: -“¡Tú puedes si crees que puedes hacerlo! ¡Hazlo y tendrás el poder!

Recuerdo que ese día el Venerable hombre me dijo: -ejercer el poder con que la naturaleza de las cosas ha dotado a cada ser, cultivando los dones inherentes y aprendiendo todo lo que se pueda de sí y del vasto universo del que se forma parte, es una manera efectiva de ser cada día más feliz. Luego, cuando me despedí de él, expresó: -“¡Que cada día brille más y mejor tu luz interior!”.- Adelante.

Capítulo 2

Meditación diaria

Es lunes en la noche, son las once en punto.

Me dispongo a copiar textualmente, en el cuaderno que he dispuesto para ello, el manuscrito identificado con el título:

Meditación diaria

Dice así:

Afirme, en la mañana y en la noche, antes de dormir, durante veintidós días; luego, cada vez que lo desee, esta poderosa fórmula de programación mental positiva y descubra cómo, con facilidad, van ocurriendo cosas maravillosas en su vida:

MEDITACIÓN DIARIA

Afirma, en la mañana y en la noche, antes de dormir, durante veintidós días; luego, cada vez que lo desees, esta poderosa fórmula de programación mental positiva y descubre cómo, con facilidad, van ocurriendo cosas maravillosas en tu vida. Al encender la luz en la mente se ilumina la propia existencia y todo en derredor vibra al unísono y con el mismo sentimiento de felicidad y bienestar, interrelacionándose por la ley de afinidad.

1. -Entro en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre, contando de tres a uno: Tres, dos, uno.

Ø Ahora, estoy ya en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre.

Ø Voy a permanecer en el nivel de mi mente psiconsciente, en el centro de control de mi piloto mental automático, donde todo va bien, siempre, durante quince minutos y voy a programar los siguientes efectos positivos, los cuales perduran, cada vez mejor, hasta que vuelva a realizar este acceso y programación mental:

Ø Todo va bien, siempre, en todos los aspectos de mi vida, cada día mejor. (Tres veces). –Imagínalo-.

Ø Todo va bien en mi trabajo; cada día logro mejores niveles de efectividad, prosperidad, riqueza, abundancia y bienestar. (Imagínalo).

2. Formo una unidad cósmica perfecta con el Creador Universal, -ELOÍ. (Diez veces, con los ojos cerrados). Hoy se expresa en mí la Perfección universal de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión en todos los aspectos de mi vida.

3. -Cada día, en todas formas y condiciones, mi cuerpo y mi mente funcionan mejor y mejor. La consciencia de mi conexión permanente e indisoluble con el Creador Universal, -ELOÍ-, restablece y mantiene en mí, diariamente, durante las veinticuatro horas del día, un perfecto estado de salud a nivel físico, mental, emocional y espiritual. Gracias, Creador Universal, por darme un cuerpo perfecto, saludable, lleno de energía. Aquí y ahora, me siento en perfecto equilibrio de salud, a nivel físico, mental, emocional y espiritual.

4. Afronto y resuelvo bien toda situación que me compete, siempre.

5. Todo tiene solución, en todas las situaciones de mi vida.

6. El Creador Universal, -ELOÍ-, es en mí, cada día mejor, en todos los aspectos de mi vida, fuente de amor, luz, sabiduría, éxito, riqueza, prosperidad, abundancia y armonía.

7. Permito que las leyes universales de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión actúen bien en el plan de mi vida.

8. Tengo prosperidad y poder. Cada día enriquezco mejor mi vida a través del servicio efectivo, del amor y de la práctica de todas las virtudes.

9. Mi dignidad personal me lleva a realizar las cosas que me competen con la máxima perfección posible.

10. Cada día, en todas formas y condiciones, en todos los aspectos de mi vida, estoy mejor y mejor a nivel físico, mental, emocional, espiritual y financiero.

11. Actúo con templanza, serenidad, autodominio y perfecto equilibrio en todo. Conservo plena autonomía y control sobre todas mis facultades físicas, mentales, emocionales, intelectuales y espirituales. Hecho está. (Visualizar un escudo protector de luz que te envuelve y protege; -una pirámide-).

12. Tengo fortaleza, valor, confianza y fe suficiente para triunfar y alcanzar todas mis metas, de acuerdo con la voluntad del Creador Universal, -ELOÍ-, y en armonía con sus planes cósmicos. Soy inmune e invulnerable a las influencias y sugestiones del medio ambiente y de cualquier persona a nivel físico, mental, emocional y espiritual, en las dimensiones objetivas y subjetivas y en cualesquiera otras en que sea requerido.

13. El orden universal de la Vida, del amor, de la luz, de la sabiduría, del perdón, de la percepción de la verdad, de la aceptación de la realidad, de la justicia, de la igualdad, de la compensación, de la fortaleza, de la templanza, de la belleza, del equilibrio, de la armonía, de la salud, de la prosperidad, de la riqueza, de la abundancia, del servicio y de la provisión se establece en mi vida, en todos mis asuntos y en las personas interrelacionadas, aquí y ahora. Hecho está.

14. Asumo la responsabilidad de mis actos y cumplo bien todos mis compromisos, siempre oportunamente, de acuerdo con el orden cósmico.

15. El Creador Universal, -ELOÍ-, nos da abundancia y armonía en el eterno presente. Vivo en abundancia y en armonía perfectas, aquí, ahora y siempre.

16. El Creador Universal, -ELOÍ-, se está ocupando de todo, en todos los aspectos de mi vida, y se expresa en mí conciencia intuitiva por medio de los sentimientos en correspondencia con los valores universales.

17. Gracias, Creador Universal, -ELOÍ-, por esta vida maravillosa. Que Tu Inteligencia Infinita, Amor, Sabiduría, Justicia, Luz, y Poder Creador guíen, adecuadamente, todas mis decisiones y acciones, ahora y siempre. Gracias, Eloí, por este día maravilloso.

18. El Creador Universal, -ELOÍ-, nos proteja, aquí y en cualquier lugar, ahora y siempre. (Tres veces).

19. Siempre espero lo mejor, de acuerdo con la voluntad del Creador Universal, -ELOÍ-, y la Ley Cósmica, en armonía con todos.

20. Gracias, Creador Universal; todo va bien en todos los aspectos de mi vida, a nivel físico, mental, emocional y espiritual. Gracias, Eloí, todo va bien en mis practicas espirituales y en mi relación Contigo; Tú y yo formamos una unidad perfecta, armónica, aquí y ahora, en el eterno presente. Yo soy Tú, Tú eres yo. Te amo.

21. Voy a realizar –obtener o resolver- (mencionar), antes del: (fecha), de acuerdo al orden divino y en armonía con todos. (Si se trata de varios objetivos, anótelos y haga la afirmación y visualización con cada uno de ellos. Imagínelo concluido satisfactoriamente sin imponer canal alguno de manifestación.)

22. Tengo serenidad y calma imperturbable. Soy impasible frente a todo y a todos. No tengo temor a nada, a nadie ni de nadie en ningún nivel físico, mental, emocional, espiritual y financiero. Dentro de mí vibra la seguridad total. Tengo completa confianza en la vida y en mi propia capacidad de resolver situaciones y alcanzar los resultados satisfactorios que preciso, en cada caso, siempre.

A continuación anoté la fecha: Lunes 12 de agosto de 1967. Luego, tal como me lo indicó el Venerable hombre, anoté la fecha que correspondía veintidós días después: 03 de septiembre de 1967.

Acto seguido, me senté cómodamente, tomé tres respiraciones profundas y realicé la meditación.

Luego, cada noche, durante veintidós días, a las once en punto, me iba a mi cuarto, daba indicaciones de no ser interrumpido durante veinte minutos y realizaba la meditación del día, la cual, siempre complementaba con la lectura breve de uno de los libros de cabecera que siempre suelo tener en mi mesa de noche.

Iba notando, día a día como emergía de mi interior una nueva y desconocida fortaleza, seguridad, estado de ánimo contento, actitud más decidida, optimismo frente a la vida y a las situaciones; comencé a llevarme mejor en las relaciones con las demás personas, a ser más comedido en todo y sobre todo comenzaba a tener conciencia de cosas que antes me solían pasar desapercibidas.

Cabe destacar que, en el punto número veintiuno de la meditación, había anotado siete objetivos que desde hacía tiempo quería realizar y para mi sorpresa, treinta días después de haber terminado de efectuar la meditación del manuscrito número veintidós comencé a observar como, en forma aparentemente casual se iban manifestando la resultados de cada uno de ellos hasta que, algunos meses después, antes de la fechas previstas, los había realizado todos, menos dos, por lo cual, me senté y volví a anotar, en una hoja de mi cuaderno, otros diez objetivos, encabezados por los dos pendientes de la lista anterior, les puse la fecha tope a cada uno, antes de la cual debían ser logrados, para seguir visualizando, su logro, periódicamente.

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jueves, 21 de noviembre de 2013

EL TIEMPO INTERIOR


EL TIEMPO INTERIOR

Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de Medicina
I
La duración.– Su medida por el tiempo solar.– La extensión de las cosas en el espacio y el tiempo.--Tiempo matemático. – Concepto operacional del tiempo físico.

 La duración del ser humano, lo mismo que su talla, varía según la unidad que sirve para su medida. Es muy grande, si nos comparamos con las ratas o con las mariposas. Muy pequeña, si tomamos en cuenta la vida de una encina. Insignificante, si nos damos a compararla con la historia de la tierra. La medimos por el movimiento de las agujas de un reloj sobre la superficie de su cuadrante. Le asimilamos al recorrido que efectúan esas agujas con iguales intervalos: los segundos, los minutos, las horas. El tiempo de los relojes está reglamentado según ciertos sucesos rítmicos, tales como la rotación de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Nuestra duración es, pues, evaluada por las unidades del tiempo solar. Comprende más o menos veinticinco mil días. Para el reloj que la mide, la jornada de un niño es igual a la de sus padres. En realidad, representa una parte muy pequeña de su vida futura, y una fracción mucho más importante de la vida de sus padres. Pero constituye también un fragmento insignificante de la existencia pasada del anciano, y un largo período de la vida de un niño de pecho. El valor del tiempo físico cambia, pues, en el espíritu de cada uno dé nosotros, según consideremos al pasado o el futuro.
Nos vemos obligados a medir nuestra duración por los relojes, ya que estamos sumergidos en el continuum físico, y el reloj mide una de las dimensiones de ese continuum. En la superficie de nuestro planeta las dimensiones de las cosas se distinguen por caracteres particulares. La vertical se identifica por la pesantez, las dimensiones horizontales se confunden para nosotros. Pero podríamos diferenciarlas la una de la otra, si nuestro sistema nervioso poseyese una sensibilidad semejante a la de la aguja imantada. En cuanto a la cuarta dimensión, se nos representa con aspecto especial. Es móvil y muy extensa, mientras que las otras tres nos parecen breves e inmóviles. Nos movemos fácilmente por nuestros propios medios en las dos dimensiones horizontales. Para desplazarnos en sentido vertical, tenemos que luchar contra la pesantez. Debemos servirnos entonces de un globo o de un avión. Por último, nos es completamente imposible viajar a lo largo del tiempo. Wells no nos ha entregado los secretos de la construcción de la máquina que permite a uno de sus personajes salir de su habitación por la cuarta dimensión y marchar hacia el futuro. Para el hombre real, el tiempo es muy diferente de las otras dimensiones del continuum. No lo sería para el hombre abstracto que habitase los espacios intersiderales. Pero, aunque diferente al espacio, es inseparable de él y a la superficie de la tierra como al resto del universo, para el biólogo como para el físico.
En la naturaleza, en efecto, siempre se ha observado el tiempo como unido al espacio. Es un aspecto necesario a los seres materiales. Ninguna cosa concreta posee sino tres dimensiones espaciales. Una roca, un árbol, un hombre no pueden ser instantáneos. Ciertamente, somos capaces de constituir en nuestro espíritu seres con tres dimensiones. Pero todos los objetos naturales poseen cuatro. Y el hombre se extiende a la vez en el tiempo y en el espacio. A un observador que viviese mucho más lentamente que nosotros, éste aparecería como una cosa estrecha y alargada, análoga a la estela luminosa de una estrella filante. Sin embargo, posee otro aspecto difícil de definir porque no está comprendido enteramente en el continuum físico. El pensamiento se escapa del tiempo y del espacio. Las funciones morales, estéticas y religiosas no se encuentran allí. Además, sabemos que los clarividentes perciben a larga distancia, cosas ocultas. Algunos de entre ellos ven sucesos que han pasado ya o que pasarán en el futuro. Es digno de observar que sientan el futuro del mismo modo que el pasado. A veces son incapaces de distinguir el uno del otro. Predicen, por ejemplo, para dos épocas diferentes, un mismo acontecimiento, sin poner en duda que la primera visión se refiere al futuro y la segunda al pasado, Se diría que hay una cierta actividad de la conciencia que le permite viajar en el espacio y en el tiempo. La naturaleza varía según los objetos considerados por nuestro espíritu El tiempo que observamos en la naturaleza no tiene existencia propia. Constituye únicamente una manera de ser de las cosas. En cuanto al tiempo matemático, lo creamos con todas sus piezas. Es una abstracción indispensable a la construcción de la ciencia. Resulta como asimilarle a una línea recta en la cual cada punto sucesivo representase un instante. De Galileo acá, esta noción ha sido sustituida por aquella de que nos proveyó la observación directa de la naturaleza. Los filósofos de la edad media consideraban el tiempo como la gente que concreta las abstracciones. Esta concepción se parecía más a la-de Minkowski que a la de Galileo. Para ellos, como para Minkowski, Einstein y los otros físicos modernos, el tiempo es, en la naturaleza, completamente inseparable del espacio. Reduciendo los objetos a sus cualidades primarias, es decir, a lo que se mide y es susceptible de tratamientos matemáticos, Galileo les priva de sus cualidades secundarias y de su duración. Esta simplificación arbitraria ha hecho posible el impulso de la física, pero al mismo tiempo nos ha conducido a una concepción exageradamente esquemática del mundo, y en particular del mundo biológico. Debemos reintegrar en el dominio de lo real la duración, lo mismo que las cualidades secundarias de los seres inanimados y vivientes.
El concepto del tiempo es equivalente a la manera como le medimos en los objetos de nuestro mundo. Entonces aparece como la superposición de aspectos diferentes de una misma identidad, una especie de movimiento intrínseco de las cosas. La tierra da vueltas en torno de su eje, y presenta una superficie, ya clara, ya oscura, sin modificarse, sin embargo. Las montañas, bajo la influencia de la nieve, las lluvias y los rodados, se desploman poco a poco, permaneciendo sin embargo las mismas. Un árbol crece sin cambiar su identidad. El individuo humano conserva su individualidad en el flujo de los procesos orgánicos y mentales que constituyen su vida. Cada ser posee un movimiento interior una sucesión de estados, un ritmo, que le es propio. Este movimiento es el tiempo intrínseco. Se mide tomando en cuenta el movimiento de otro ser. Así es como nosotros medimos la duración nuestra por el tiempo solar. Como nos encontramos fijos sobre la superficie de la tierra, nos es cómodo referir a ella las dimensiones espaciales y la duración de todo lo que allí se encuentra. Apreciamos nuestra estatura con ayuda del metro que es, aproximadamente, la cuarenta millonésima parte del meridiano terrestre. De igual modo evaluamos nuestra dimensión temporal por el movimiento de la tierra. Resulta natural para los seres humanos medir su duración y reglamentar su vida según los intervalos que separan la salida y la puesta del sol. La luna podría representar el mismo papel. En efecto, para los pescadores que habitan las orillas en que las mareas son muy altas, el tiempo lunar es más importante que el tiempo solar. Las modalidades de la existencia, los momentos del sueño y de las comidas, están determinados por el ritmo de las mareas. El tiempo humano se coloca entonces en el cuadro de las variaciones cotidianas del nivel del mar. En suma, el tiempo es un caracter específico de las cosas. Varía según la constitución de cada una de ellas. Los seres humanos han tomado la costumbre de referir su tiempo interior, y el de todos los otros seres, al tiempo señalado por los relojes. Pero nuestro tiempo es tan distinto e independiente de ese tiempo intrínseco, que nuestro cuerpo es, desde el punto de vista espacial, diferente e independiente de la tierra y del sol.

II
Definición del tiempo interior.– Tiempo fisiológico y tiempo psicológico.– La medida del tiempo fisiológico.

La medida del tiempo interior es la expresión de los cambios del cuerpo y de sus actividades durante el curso de la vida. Equivale a la sucesión ininterrumpida de los estados estructurales, humorales, fisiológicos y mentales que constituyen nuestra personalidad. Es una dimensión de nosotros mismos. Sus secciones hechas por nuestro espíritu siguiendo este jefe personal, se muestran tan heterogéneas como las practicadas por los anatomistas que siguen los ejes espaciales. Como dice Wells en la máquina del tiempo, los retratos de un hombre a los ocho años, a los quince años, a los diecisiete anos, a los veintitrés años, y así sucesivamente, son secciones o mejor dicho representaciones con tres dimensiones, de un ser con cuatro dimensiones, que es una cosa fija e inalterable. Las diferencias entre esas secciones expresan los cambios que se producen incesantemente en la constitución del individuo. Estos cambios son orgánicos y mentales. Nos vemos, pues, obligados a dividir el tiempo interior en fisiológico y psicológico.
El tiempo fisiológico es una dimensión fija, hecha, con la serie de todas las modificaciones orgánicas del ser humano, desde su concepción hasta su muerte. Puede ser también considerado como un movimiento, como los estados sucesivos que construyen nuestra cuarta dimensión bajo los ojos del observador. Entre estos estados, los unos son rítmicos y reversibles, tales como las pulsaciones del corazón, las contracciones de los músculos, los movimientos del estómago y del intestino, las secreciones de las glándulas del aparato digestivo y la menstruación. Los otros son progresivos e irreversibles, tales como la pérdida de la elasticidad de la piel, el encanecimiento de los cabellos, el aumento de los glóbulos rojos de la sangre, la, esclerosis de los tejidos y de las arterias. Los movimientos rítmicos y reversibles, se alteran por igual durante el curso de la vida. Sufren ellos también un cambio progresivo e irreversible, y al mismo tiempo la constitución de los humores y de los tejidos se modifica. Es este el movimiento complejo el que constituye el tiempo fisiológico. El otro aspecto del tiempo interior es el tiempo psicológico. Nuestra conciencia registra, no el tiempo físico, sino su propio movimiento; la serie de sus estados, bajo la influencia de estímulos que le vienen del mundo exterior. Como dice Bergson, el tiempo viene a ser el tejido de la vida psicológica. La duración mental no es un instante que reemplaza a otro instante, porque constituye el progreso continuo del pasado. Gracias a la memoria el pasado se acumula sobre el pasado conservándose automáticamente a si mismo. Nos sigue a cada instante enteramente. Sin duda, no pensamos sino con una parte bien pequeña de nuestro pasado, pero, mediante nuestro pasado total, deseamos, queremos, y obramos. Constituimos una historia y la riqueza de ésta expresa la de nuestra vida interior, mucho más que el número de los años vividos. Sentimos oscuramente que hoy no somos idénticos a lo que ayer fuimos. También nos parece que los días pasan cada ves más ligero. Pero ninguno de estos cambios es bastante preciso, ni bastante constante para que podamos medirles. El movimiento intrínseco de nuestra conciencia resulta indefinible. Por otra parte, se diría que no interesa a todas las funciones mentales. Algunas de entre ellas no se modifican por la duración. No se alteran, sino en el momento en que el cerebro sufre los asa]tos de la enfermedad o de la senilidad.
El tiempo interior no puede ser evaluado convenientemente con las unidades del tiempo solar. Le evaluamos en días y en años, porque estas unidades son cómodas y aplicables a la medida de todos los movimientos terrestres, Pero un método tal no nos da indicación alguna sobre el ritmo de los procesos interiores que constituyen el tiempo intrínseco de cada uno de nosotros. Es evidente que la edad cronológica no corresponde a la verdadera edad. La pubertad no se produce en la misma época en los diferentes individuos. Otro tanto acontece con la menopausia. La edad real es un estado orgánico funcional. Debe, pues, ser medida por el ritmo de los cambios de este estado. Y este ritmo varía en los individuos, sean ya de gran longevidad o, por el contrario, sus tejidos y sus órganos se desgasten temprano. El valor del tiempo físico está lejos de ser el mismo para un noruego cuya vida es larga y para un esquimal cuya vida es corta. Para evaluar la edad verdadera, la edad fisiológica, hace falta encontrar, sea en los tejidos, sea en los humores, un fenómeno que se desarrolle de manera progresiva durante toda la extensión de la vida, y que sea susceptible de ser medido.
El hombre se encuentra constituido, en su cuarta dimensión, por una serie de formas que se superponen y se funden las unas en las otras. Es huevo, embrión, niño, adolescente, adulto, hombre maduro y anciano. Estos aspectos morfológicos son la expresión de ciertos estados estructurales, químicos y psicológicos. La mayor parte de estas variaciones de estado no pueden ser medidas. Cuando lo son, no expresan sino un momento de los cambios progresivos cuyo conjunto constituye el individuo. La medida del tiempo fisiológico debe ser equivalente a la de nuestra cuarta dimensión en toda su longitud. La lentitud progresiva del crecimiento durante la infancia y la juventud, los fenómenos de la pubertad y de la menopausia, la disminución del metabolismo basal, el encanecimiento de los cabellos, las ajaduras en la piel, etc., señalan las etapas de la duración. La actividad del crecimiento de los tejidos, disminuye también con la edad. Se puede medir esta actividad en los fragmentos de los tejidos extirpados de los cuerpos y cultivados dentro de frascos adecuados. Pero nos da reseñas escasas sobre la edad del organismo propio. Ciertos tejidos, en efecto, envejecen mas rápidamente que los otros. Y cada órgano se modifica según su ritmo propio, que no es, por supuesto, el del conjunto.
Existen, sin embargo, fenómenos que expresan un cambio general del organismo. Por ejemplo, la importancia de la cicatrización de una herida cutánea varía de manera continua en función con la edad del paciente. Se sabe que la marcha de la reparación puede ser calculada por dos ecuaciones establecidas por Du Noüy. La primera ecuación arroja un coeficiente llamado índice de cicatrización, que depende de la superficie y de la edad de la herida. Sometiendo este índice a una segunda ecuación, se puede, por medio de dos medidas hechas con intervalos de algunos días, predecir la marcha futura de la cicatrización. Este índice es tanto más grande cuanto la herida es más pequeña y el hombre más joven. Sirviéndose de este índice Du Noüy ha establecido una constante que expresa la actividad regeneradora característica de una edad dada. Esta constante es igual al producto del índice por la raíz cuadrada de la superficie de la herida. La curva de sus variaciones demuestra que la cicatrización es dos veces más rápida a los veinte años que a los cuarenta.
Con ayuda de estas ecuaciones, se puede deducir por la tasa de la reparación de una llaga, la edad del paciente. Por medio de este modo ha sido medida por primera vez la edad fisiológica. De los diez a los cuarenta y cinco años, más o menos, los resultados son extremadamente claros. Al fin de la edad madura, y durante la vejez, las variaciones del índice de cicatrización se tornan excesivamente débiles para poseer algún significado. Como este procedimiento exige la presencia de una llaga, no puede utilizarse para la medida de la edad fisiológica.
Sólo el plasma sanguíneo manifiesta durante toda la duración de la vida fenómenos característicos del envejecimiento del cuerpo entero. Contiene, en efecto, las secreciones de todos los órganos. Como forma con los tejidos un sistema cerrado, sus modificaciones repercuten necesariamente sobre los tejidos y viceversa. Padece durante el curso de la vida cambios continuos. Estos cambios han sido descubiertos a la vez por el análisis químico y por reacciones fisiológicas. El plasma, o el suero de un animal que envejece, modifica poco a poco su efecto sobre el crecimiento de las colonias celulares. La relación de la superficie de una colonia que vive en el suero a la de una colonia idéntica que vive en una solución salada, se llama índice del crecimiento. Este índice se torna tanto más pequeño cuanto más viejo es el animal al cual el suero pertenece. Gracias a esta disminución progresiva, el ritmo del tiempo fisiológico ha podido medirse. Durante los primeros días de la vida, el suero no retarda mayormente el crecimiento de las colonias celulares como lo retarda la solución salada. En este momento, el valor del índice se acerca a la unidad y en seguida, a medida que el animal envejece, el suero disminuye más y más la multiplicación celular. Y el valor del índice se torna más pequeño progresivamente. Es generalmente nulo durante los últimos años de la vida.
Ciertamente, este procedimiento es aún bastante grosero. Arroja informaciones suficientemente precisas sobre la marcha del tiempo fisiológico en los comienzos de la vida, mientras el periodo en que la vejez es muy rápida. Pero, durante la vejez, no indica suficientemente los cambios de la edad. Sin embargo, ha permitido dividir la vida de un perro en diez unidades de tiempo fisiológico. La duración de este animal puede ser evaluada por medio de estas unidades en lugar de ser medida por los años. Es pues, posible, comparar el tiempo fisiológico al tiempo solar, y sus ritmos aparecen como muy diferentes. La curva que representa la disminución del valor del índice en función de la edad cronológica, baja de manera abrupta durante el primer año. Después, su inclinación disminuye más y más durante los años segundo y tercero. Cuando apunta la edad madura, tiene tendencias a convertirse en horizontal. En el curso de la vejez, es horizontal absolutamente. Esta curva enseña que el envejecimiento es mucho más rápido al comienzo de la vida que a su fin. El primer año contiene más unidades de tiempo fisiológico que aquellos que lo siguen. Cuando se expresan la infancia y la vejez en años siderales, la infancia es muy corta, y la vejez muy larga. Por el contrario, medidas ambas en unidades de tiempos fisiológicos, la infancia es muy larga y la vejez muy corta.

III
Los caracteres del tiempo fisiológico.– Su irregularidad,– Su. Irreversibilidad.

Sabemos que el tiempo fisiológico es totalmente diferente, al tiempo físico. Si todos los relojes acelerarían o retardarían su marcha, y si la rotación de la tierra cambiase también su ritmo, nuestra duración permanecería siendo la misma. Pero nosotros creeríamos que aumenta o que disminuye. Sabríamos que se habría producido un cambio en el tiempo solar. Mientras que el tiempo físico nos arrastra, nos movemos también al ritmo de loe procesos interiores que constituyen el tiempo fisiológico. No somos únicamente granos de polvo que flotan sobre la superficie de un río. Somos gotas de aceite que, transportados por la corriente, se expanden sobre la superficie del agua con su movimiento propio. El tiempo físico nos es extraño, mientras que el movimiento interior está en nosotros mismos. Nuestro presente no cae en la nada como el presente de un péndulo. Se inscribe a la vez en la conciencia, en los tejidos y en la sangre. Guardamos con nosotros la huella orgánica, humoral y psicológica de todos los acontecimientos de nuestra vida. Somos el resultado de una historia, como las tierras de Europa, que tienen sobre ella campos cultivados, casas modernas, castillos feudales, catedrales góticas. Nuestra personalidad se enriquece con la experiencia nueva de cada uno de nuestros órganos, de nuestros humores y de nuestra conciencia. Cada pensamiento, cada acción, cada enfermedad, tiene para nosotros consecuencias definitivas, ya que no nos separamos jamás del pasado. Podemos curar completamente de una enfermedad o de una mala acción, pero su huella la conservamos siempre.
El tiempo solar corre con un ritmo uniforme. Está hecho de iguales intervalos. Su marcha no se modifica jamás. El tiempo fisiológico, por el contrario, cambia de un individuo a otro. Es más lento en las razas donde la longevidad es grande; más corto, en aquellas donde la existencia es más breve. Varía también en un mismo individuo en las diferentes etapas de su vida. Un año contiene muchos más acontecimientos fisiológicos y mentales durante la infancia que durante la ancianidad. El ritmo de esos acontecimientos decrece rápidamente primero y lentamente después. El número de unidades de tiempo fisiológico contenidas en un año solar, se torna más y más pequeño. En suma, el cuerpo es un conjunto de procesos orgánicos que se mueven s un ritmo rápido durante la infancia, y más y más lento durante la edad madura y la vejez. Ahora bien, es en los momentos en que la tasa de nuestra duración, se hace más pequeña, cuando adquiere el pensamiento la forma más elevada de su actividad.
El tiempo fisiológico está lejos de tener la precisión de un reloj. Los procesos orgánicos sufren ciertas fluctuaciones. El ritmo de nuestra duración no es constante. La curva que expresa su lentitud progresiva en el curso de la vida es irregular. Estas irregularidades que se producen en el encadenamiento de los procesos psicológicos, rigen nuestro tiempo. En ciertos momentos de la vida, el progreso de la edad parece detenerse. En otros, se acelera. Hay también fases en que el espíritu se concentra y crece; otras, en que se dispersa, envejece y degenera. El tiempo fisiológico y la marcha de los procesos orgánicos y psicológicos no tienen de manera alguna la regularidad del tiempo solar. El rejuvenecimiento aparente es, en general, producido por un acontecimiento dichoso, por un equilibrio mejor de las funciones fisiológicas y psicológicas. Quizás los estados de bienestar mental y orgánico vayan acompañados de modificaciones de los humores característicos de un rejuvenecimiento real. Las preocupaciones, los sufrimientos, las enfermedades degenerativas, las infecciones, aceleran la decadencia orgánica. Pueden determinarse en un perro las apariencias de un rápido envejecimiento inyectándole pus estéril. El animal enflaquece, se torna triste y fatigado. Al mismo tiempo su sangre y sus tejidos presentan reacciones fisiológicas análogas a las de la vejez. Pero estos fenómenos son reversibles y el ritmo normal se restablece más tarde. El aspecto de un anciano cambia poco de un año a otro. En ausencia de la enfermedad, el envejecimiento es un proceso muy lento. Cuando se vuelve rápido, es preciso suponer la intervención de otros factores que los factores fisiológicos. En general son las preocupaciones, los sufrimientos o las sustancias producidas por una infección cualquiera, por un órgano en vías de degeneración, por un cáncer, los que son responsables de este fenómeno. La aceleración de la senectud indica siempre una lesión orgánica o moral en el cuerpo que envejece.
Como el tiempo físico, el tiempo fisiológico es irreversible. En realidad, posee la misma irreversibilidad que los procesos funcionales de que está constituido. Entre los animales superiores, jamás cambia de sentido. Pero se suspende de manera parcial entre los mamíferos que invernan, y se detiene completamente entre los rotíferos disecados. Se acelera en los animales de sangre fría si la temperatura ambiente se levanta. Cuando Loeb mantenía moscas en una temperatura anormalmente alta, estas moscas envejecían más rápidamente y morían más jóvenes. De igual modo, el tiempo fisiológico cambia para un lagarto si la temperatura ambiente sobrepasa los 20 a los 40 grados. En este animal, el índice de cicatrización de una llaga cutánea se hace más grande, cuando la temperatura ambiente es alta, y más pequeña cuando ésta es baja. No es posible producir en el hombre modificaciones tan profundas de los tejidos, sirviéndose de procedimientos tan sencillos. Para acelerar o disminuir el ritmo del tiempo fisiológico, será necesario intervenir en el encadenamiento de los procesos fundamentales. Pero es imposible retardar la marcha de la edad o derribar su dirección, sin conocer la naturaleza de los mecanismos que son el substratum de nuestra duración.

IV
El substratum del tiempo fisiológico.– Cambios sufridos por las células vivas en un medio limitado.– Las alteraciones progresivas de los tejidos y del medio interior.

La duración fisiológica debe su existencia y sus caracteres a un cierto modo de organización de la materia animada. Hace su aparición desde el momento en que una porción del espacio que contiene células vivas, se aísla relativamente del resto del mundo. En todo nivel de la organización, tejido u órgano, o en el cuerpo de un hombre, el tiempo fisiológico depende de las modificaciones del medio producidas por la nutrición celular o por cambios experimentados por las células bajo la influencia de estas modificaciones del medio. Comienza por manifestarse en una colonia de células tan pronto como los residuos de su nutrición permanecen en torno de ellas y alteran, en consecuencia, el medio local. El sistema más sencillo para observar el fenómeno del envejecimiento, se compone de un grupo de células de tejidos cultivadas en un medio nutritivo débil. Con tal sistema, el medio se modifica progresivamente bajo la influencia de los productos de la nutrición y modifica a su vez a las células: entonces sobrevienen la vejez y la muerte. El ritmo del tiempo fisiológico depende de las relaciones entre los tejidos y su medio. Varía según el volumen, la actividad metabólica y la naturaleza de la colonia celular, y según la cantidad y la composición química de los medios líquidos y gaseosos. La técnica empleada en la preparación de un cultivo determina los caracteres de la duración de este cultivo. Por ejemplo, un fragmento de corazón no tiene el mismo destino si se alimenta de una sola gota de plasma en la atmósfera limitada de una lámina cóncava, que si se le sumerge dentro de un frasco que contenga gran cantidad de líquidos nutritivos y aire. La rapidez de la acumulación de los productos de la nutrición en el medio y su naturaleza, son los que determinan los caracteres del tiempo fisiológico. Si la composición del medio es mantenida constantemente igual, las colonias celulares permanecen indefinidamente en el mismo estado de actividad. Registran el tiempo por medio de modificaciones cuantitativas y no cualitativas. Si se vigila que su volumen no aumente, no envejecen jamás. Las colonias que provienen de un fragmento de corazón extirpado a un embrión de pollo en el mes de Enero de 1912, se multiplican tan activamente hoy como hace veintitrés años. [[5]]
En realidad, son inmortales. En el cuerpo, las relaciones de sus tejidos y de su medio, son incomparablemente más complejas que en el sistema artificial representado por un cultivo de tejidos. Aunque la linfa y la sangre que constituyen el medio interior están modificándose continuamente por los residuos de la nutrición celular, su composición se mantiene constante por efecto de los pulmones, los riñones, el hígado, etc. A pesar de estos mecanismos reguladores, se producen cambios muy lentos en el estado de los humores y los tejidos. Estos revelan por medio de las modificaciones del índice de crecimiento del plasma, y de la constante que expresa la actividad reguladora de la piel. Responden a estados sucesivos de la constitución química de los humores. En el suero sanguíneo, las proteínas se hacen más abundantes y sus caracteres se modifican. Son especialmente las grasas las que dan al suero la propiedad de obrar sobre ciertas células disminuyendo la rapidez de su multiplicación. Estas grasas aumentan en cantidad y cambian de naturaleza durante el curso de la vida. Las modificaciones de las grasas y de las proteínas no son el resultado de una acumulación progresiva, de una especie de retención de esas sustancias en el medio interior. Si después de haber extraído a un perro la mayor parte de su sangre, se separa el plasma de los glóbulos, y si se le reemplaza por una solución salada, resulta sencillo reinyectar al animal sus glóbulos sanguíneos desembarazados así de las proteínas y de las materias grasas. Se observa, entonces, que esas substancias se regeneran por medio de los tejidos en menos de dos semanas. El estado del plasma es debido, pues, no a una acumulación de sustancias nocivas, sino a un cierto estado de los tejidos, y este estado es específico de cada edad. Si se extrae el suero en varias ocasiones, se reproduce cada vez con los caracteres que corresponden a la edad del animal. El estado de la sangre durante la vejez se determina por sustancias de las cuales los órganos son un receptáculo en apariencia inagotable.
Los tejidos se modifican poco a poco durante el curso de la vida; pierden mucho líquido; se atosigan de elementos no vivos; de fibras conjuntivas que no son ni elásticas ni extensibles y, por ello los órganos adquieren más rigidez. Las arterias se endurecen, la circulación es menos activa, y por último, se producen en las glándulas modificaciones profundas. Los tejidos nobles pierden poco a poco su actividad. Su regeneración se torna más lenta o no se hace, pero esos cambios se producen más o menos rápidamente, según los órganos. Sin que sepamos la razón exactamente, algunos órganos envejecen más rápidamente que los otros. Esta vejez local afecta a veces a las arterias, otras al corazón, otras al cerebro, otras al riñón, etc. La senilidad prematura de un sistema de tejidos puede acarrear la muerte en un individuo todavía joven. La longevidad es tanto mayor cuanto los elementos del cuerpo envejecen de manera más uniforme. Si los músculos permanecen activos cuando el corazón y los vasos están ya gastados, éstos se convierten en un peligro para el individuo. Los órganos anormalmente vigorosos en un cuerpo viejo resultan casi tan perjudiciales como los prematuramente seniles en un cuerpo joven. Ya se trate de las glándulas sexuales, del aparato digestivo o de los músculos, el viejo soporta mal el funcionamiento relativamente exagerado de un sistema anatómico. El valor del tiempo no es el mismo para todos los tejidos. El heterocronismo de los órganos abrevia la duración de la vida. Si se impone e una parte del cuerpo un trabajo exagerado, aún en individuos cuyos tejidos son isócronos, el envejecimiento se acelera también. Todo órgano sometido a una actividad demasiado grande, a influencias tóxicas, a estímulos anormales, se gasta más ligero que los otros.
Sabemos que el tiempo fisiológico, lo mismo que el tiempo físico, no constituye una entidad. El tiempo físico depende de la constitución de los relojes y de la del sistema solar; el tiempo fisiológico, de la de los tejidos y de los humores de nuestro cuerpo y de sus relaciones recíprocas. Los caracteres de la duración son de los procesos estructurales y funcionales que son específicos de un cierto tipo de organización. Nuestra longevidad se determina, sin duda, por los mecanismos que nos hacen independientes del medio cósmico y nos dan nuestra, movilidad espacial y por la pequeñez del volumen de la sangre comparado al de los órganos, además por la actividad de los aparatos que purifican el medio interior, es decir, el corazón, los pulmones y los riñones. Sin embargo, esos aparatos no alcanzan a impedir las modificaciones progresivas de los humores y de los tejidos. Quizás estos últimos no están suficientemente desembarazados por la circulación sanguínea de sus residuos. Probablemente su nutrición sea insuficiente. Si el volumen del medio interior fuese más considerable, la eliminación de los productos de la nutrición más completa, es de creer que la vida humana sería más larga, pero nuestro cuerpo sería entonces mayor, más blando, menos compacto. Tal vez se parecería a los gigantescos animales prehistóricos y no tendría ciertamente la agilidad, la rapidez y la destreza que poseemos hoy día.
El tiempo psicológico no es sino un aspecto de nosotros mismos. Su naturaleza, nos es desconocida, como la de la memoria. La memoria es quien nos da el sentido del paso del tiempo. Sin embargo, la duración psicológica está formada por otros elementos. Ciertamente nuestra personalidad está construida por nuestros recuerdos, pero procede también del sello sobre todo nuestros órganos de los acontecimientos físicos, químicos, fisiológicos y psicológicos de nuestra vida. Si nos recogemos en nosotros mismos, sentimos vagamente el paso de nuestra duración. Somos capaces de evaluar esta duración de manera groseramente aproximada en términos físicos. Tenemos el sentimiento del tiempo, del mismo modo, quizás, que los elementos musculares o nerviosos. Los diferentes grupos celulares registran, cada uno a su manera, el tiempo físico. El valor del tiempo para las células de los nervios y de los músculos, se expresa como se sabe en unidades llamadas cronaxias. La influencia nerviosa se propaga entre los elementos que poseen la misma cronaxia. El isocronismo y el heterocronismo de las células, tienen un papel capital en sus funciones. Quizás esta apreciación del tiempo por los tejidos llegue hasta el umbral de la conciencia. A ella deberíamos la impresión indefinible de algo que resbala silenciosamente en el fondo de nosotros, y en la superficie de la cual flotan nuestros estados de conciencia como los círculos de luz de un proyector eléctrico sobre el agua de una corriente oscura. Sabemos que cambiamos constantemente; que no somos idénticos a lo que éramos en otros tiempos, y sin embargo, somos el mismo ser. La distancia a que nos sentimos hoy del niño que antaño fue uno de nosotros, es precisamente esta dimensión de nuestro organismo y de nuestra conciencia que asimilamos a una dimensión espacial. De esta forma, del tiempo interior no sabemos nada aparte de que es a la vez dependiente o independiente del ritmo de la vida orgánica, y que se mueve más y más ligero a medida que envejecemos.

V
La longevidad. – Es posible aumentar la duración de la vida, pero ¿vale la pena lograrlo?

El mayor deseo de los hombres es la juventud eterna. Desde Merlin hasta Cagliostro, Brown-Séquard y Voronoff, charlatanes y sabios han perseguido el mismo ensueño y sufrido la misma desilusión. Nadie ha descubierto el secreto supremo. Sin embargo, tenemos de él una necesidad y más y más imperiosa. La civilización científica nos ha cerrado totalmente casi el mundo del espíritu, vale decir, del alma. Sólo nos queda el de la, materia. Debemos, pues, conservar intacto el vigor de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia. Únicamente la fuerza de la juventud permite la plena satisfacción de los apetitos y la conquista del mundo exterior y por tanto, resulta indispensable al que quiere vivir dichoso en la vida moderna. Hemos realizado, en cierta medida, el sueño ancestral desde el momento en que conservamos ahora más largo tiempo la actividad de la juventud. Pero no hemos logrado aumentar la duración de nuestra vida. Un hombre de cuarenta y cinco años no tiene más esperanzas hoy día de alcanzar los ochenta que en el pasado siglo. Aun es probable que la longevidad disminuya, aunque la duración media de la vida sea mayor.
Esta impotencia de la higiene y de la medicina constituye un hecho extraño. Ni los progresos realizados en la calefacción, en la ventilación y el alumbrado de las casas; ni la higiene alimenticia, ni las salas de baño, ni los deportes, ni los exámenes médicos periódicos, ni la multiplicación de los especialistas, han logrado añadir un día a la duración máxima de la existencia humana. ¿Debemos suponer que los higienistas y los médicos fisiólogos se han equivocado en la organización de la vida del individuo, como los políticos, los economistas y los financistas en la vida de las naciones? Después de todo, es posible que el confort moderno y el género de vida adoptado por la Ciudad Nueva violen ciertas leyes naturales. Sin embargo, se ha producido en el aspecto de los hombres y de las mujeres, un cambio pronunciado. Gracias a la higiene, al hábito de los deportes, a ciertas restricciones alimenticias, a los salones de belleza, a la actividad superficial engendrada por el teléfono y el automóvil, todos conservan un aspecto más alerta y más vivo. A los cincuenta años, las mujeres continúan siendo jóvenes. Pero el progreso moderno nos ha dado al mismo tiempo que oro, mucha moneda falsa. Cuando los rostros renovados y tersos por el arte del cirujano se desploman; cuando los masajes no son suficientes para reprimir la invasión de la grasas, las que guardaron tanto tiempo la apariencia de la juventud se vuelven peores que lo que fueron, a la misma edad, sus abuelas. Los pseudo jóvenes que juegan tenis y bailan como si tuvieran veinte años; los que se desembarazan de su mujer ya vieja para casarse con una muchacha, están expuestos al reblandecimiento cerebral, a las enfermedades del corazón y de los riñones. A veces también mueren de manera brusca en su cama, en su oficina, en la cancha de golf, .a una edad en que sus antepasados conducían aún la carreta, o dirigían con mano firme sus negocios. Ignoramos la causa de estas fallas de la vida moderna. Sin duda, los médicos y los higienistas sólo tienen una pequeña parte de esta responsabilidad. Probablemente son los excesos de todo género, la inseguridad económica, la multiplicidad de las ocupaciones, la ausencia de disciplina moral, las preocupaciones, quienes determinan el deterioro anticipado de los individuos.
Sólo el análisis de los mecanismos de la duración fisiológica podría conducimos a la solución del problema de la longevidad. En la actualidad no es bastante completa para que pueda ser utilizada. No nos queda sino buscar de una manera únicamente empírica, si la vida humana, es susceptible de ser aumentada o no. La presencia de algunos centenarios en cada país, es una prueba de que nuestras potencialidades temporales pueden aumentarse. Por lo demás, hasta el presente, jamás se ha logrado una enseñanza útil de la observación de estos centenarios. Sin embargo, es evidente que la longevidad es hereditaria y que depende también de las condiciones del desarrollo. Cuando los descendientes de familias cuya vida es larga vienen a vivir en las grandes ciudades, pierden, en una o dos generaciones, la capacidad de llegar a viejos. El estudio de animales de raza pura y de bien conocida constitución hereditaria, puede indicarnos en qué medida influye el medio en la longevidad. En ciertas razas de ratas cruzadas entre hermanos y hermanas durante muchas generaciones, la duración de la vida varía poco de un individuo a otro. Pero si se modifican ciertas condiciones del medio, por ejemplo la habitación, colocando a los animales en semilibertad en lugar de guardarlos en jaulas, permitiéndoles excavar terreno y retornar a la existencia primitiva, ésta se hace más corta. Tan extraño fenómeno se debe principalmente a las batallas incesantes que se libran entre los animales. Si sin variar su modo de vida, se suprime en ellos ciertos elementos de su alimentación, la longevidad disminuye igualmente. Por el contrario, aumenta de manera notable, cuando en lugar de modificar la habitación, la calidad y la cantidad del alimento, se somete a los animales a dos días de ayuno por semana. Es, pues, evidente, que estos cambios sencillos son susceptibles de modificar la duración de la vida. Debemos, pues, llegar a la conclusión de que la longevidad de los seres humanos podría ser aumentada por el empleo de procedimientos análogos.
Es preciso no ceder a la tentación de servirnos ciegamente para este fin de los medios que pone la higiene moderna a nuestra disposición. La longevidad sola es deseable si se prolonga con ella la juventud, no la vejez. Pero de hecho, la duración de la vejez crece más que la de la juventud. Durante el período en que el individuo se hace incapaz de subvenir a sus necesidades, se convierte en una carga para los demás. Si todo el mundo viviese hasta los noventa años, el peso de esta muchedumbre de viejos será intolerable para el resto de la población. Antes de prolongar la vida de los hombres, es preciso encontrar el medio de prolongar hasta el fin sus actividades físicas y mentales. Ante todo, no debemos aumentar el número de enfermos, de paralíticos, de débiles, de dementes. Y aun, si se pudiese conservar la salud hasta la propia víspera de !a muerte, no sería conveniente conceder a todos una gran longevidad. Ya hemos estudiado los inconvenientes del número de individuos cuando no se pone atención alguna a su calidad. ¿Para qué aumentar la duración de la vida de las gentes cuando son desgraciadas, egoístas, estúpidas e inútiles? Es la calidad de los seres humanos la que importa y no su cantidad. No hay que procurar que aumente el número de centenarios, antes de haber descubierto el medio de prevenir la degeneración intelectual y moral y las enfermedades lentas de la decrepitud.

VI
El rejuvenecimiento artificial.– Las tentativas de rejuvenecimiento.– ¿Es posible rejuvenecer?

Sería más útil encontrar un método para rejuvenecer a los individuos cuyas cualidades fisiológicas y mentales justificaran semejante medida. Se puede concebir el rejuvenecimiento como una reversión total del tiempo interior. El sujeto sería arrastrado por medio de una operación hacia un período anterior de su vida. Se le amputaría, pues, cierta parte de su cuarta dimensión. Desde el punto de vista práctico, es preciso tomar en cuenta el rejuvenecimiento en un sentido más restringido y considerarle como una reversión parcial de la duración psicológica. La dirección del tiempo psicológico no cambiaría. Persistiría la memoria y sólo el cuerpo sería rejuvenecido. El sujeta podría, por medio de órganos que se tornarían vigorosos nuevamente, utilizar la experiencia de una larga vida. En las tentativas hechas por Steinach, Voronoff y otros, se ha dado el nombre de rejuvenecimiento a una mejora del estado general, a un sentimiento de fuerza y elasticidad, a un nuevo despertar de las funciones genéticas, etc. Pero el mejor aspecto que presente un anciano después del tratamiento no indica que haya rejuvenecido. El estudio de la constitución química del suero, solo y de sus reacciones funcionales, puede denunciar un cambio en la edad fisiológica. Un aumento permanente del índice del aumento del suero probaría la realidad del resultado obtenido. En suma, el rejuvenecimiento es equivalente a ciertas modificaciones fisiológicas y químicas que se pueden medir en el plasma sanguíneo. Sin embargo, la ausencia de estos signos no indica necesariamente que la edad del sujeto no haya disminuido. Nuestras técnicas son todavía groseras. No pueden revelar en un viejo una reversión del tiempo fisiológico que corresponda a menos de muchos años. Si se rejuveneciese a un perro viejo sólo en un año, no encontraríamos en sus humores la prueba de este resultado.
Entre las antiguas teorías médicas, se encuentra aquella de la propiedad que tiene la sangre joven de comunicar su juventud a un cuerpo decrépito y gastado. El Papa Inocencio VIII se hizo hacer la transfusión de sangre utilizando para ello a tres individuos jóvenes, pero murió en seguida de efectuada esta operación. Probablemente la muerte la ocasionó la técnica misma de la transfusión. Sin embargo, la idea merece ser tomada en cuenta. Es probable que la sangre joven introducida en el organismo de un anciano, produzca modificaciones favorables, y resulta extraño que esta operación no haya sido tentada nuevamente. Quizás este olvido se debe a que la medicina se rige por la moneda. Hoy por hoy, son las glándulas endocrinas quienes tienen la confianza de los médicos. Después de haberse inyectado a si mismo un extracto de testículo fresco, Brown-Séquard se creyó rejuvenecido. Este descubrimiento tuvo inmensa resonancia. Brown-Séquard, sin embargo, murió poco después. Pero la creencia en los testículos como agentes de rejuvenecimiento sobrevivió. Steinach procuró demostrar que podía estimularse esta glándula por medio de la ligadura de su canal deferente, determinando así su reactivación. Practicó esta operación en muchos ancianos. Los resultados fueron dudosos. La idea de Brown-Séquard fue cogida de nuevo y extendida por Voronoff. Este, en lugar de inyectar sólo un extracto testicular, inyectó a viejos o a hombres prematuramente envejecidos, testículos de chimpancés. Es incontestable que la operación fue seguida a veces de una mejoría del estado general y de las funciones sexuales del paciente. Por cierto, un testículo de chimpancé no puede vivir largo tiempo en el organismo de un hombre. Pero mientras degenera, entrega quizás a la circulación substancias que estimulan las glándulas sexuales y las otras glándulas endocrinas del enfermo. Estas operaciones no dan jamás resultados durables. Ya sabemos que la vejez no se debe a la detención o paralización de una sola glándula, sino a ciertas modificaciones de todos los tejidos y de todos los humores. La pérdida de la actividad de las glándulas sexuales no es la causa de la vejez, sino una de sus consecuencias. Es probable que ni Steinach ni Voronoff observasen jamás rejuvenecimientos verdaderos. Pero su carencia de éxito hasta el presente no significa de manera alguna que el rejuvenecimiento sea imposible de obtener.
Es plausible que la reversión parcial del tiempo fisiológico se torne realizable. Se sabe que nuestra duración está hecha de procesos estructurales y funcionales. La verdadera edad depende de un movimiento progresivo de los tejidos y de los humores. Tejidos y humores son solidarios los unos de los otros. Si se reemplazasen la sangre y las glándulas de un anciano por las glándulas de un niño muerto al nacer, y por la sangre de un joven, quizás el anciano rejuvenecería. Pero sería necesario vencer multitud de dificultades técnicas antes de que tal operación fuera posible. Ignoramos la manera de elegir órganos apropiados de un individuo dado. No existe aún procedimiento que permita hacer que los tejidos transplantados puedan ser capaces de adaptarse de un modo definitivo a su huésped. [ [6]] Pero la ciencia progresa, con rapidez. Gracias a las técnicas ya existentes y a las posibles de descubrir, podremos continuar en busca del formidable secreto. La humanidad no se cansará, jamás de perseguir la inmortalidad. No la alcanzará porque está ligada a las leyes de su constitución orgánica pero logrará quizás retardar durante algún tiempo la marcha inexorable de la duración fisiológica. No logrará, vencer a la muerte porque la muerte viene a constituir un rescate que debemos pagar por nuestro cerebro y nuestra personalidad.
A medida que progresen los conocimientos de la higiene del cuerpo y del alma, sabremos que la vejez, sin la enfermedad, no es temible. Es a la enfermedad y no a la vejez a quien debemos la mayor parte de nuestras desdichas.

VII
Concepto operacional del tiempo interior.– El valor real del tiempo físico durante la infancia y durante la vejez.

El valor humano del tiempo físico depende naturalmente de la naturaleza del tiempo interior, del cual constituye la medida. Sabemos que nuestra duración es un flujo de cambios irreversibles de los tejidos y de los humores. Se puede estimar aproximadamente en unidades de tiempo fisiológicos, siendo cada unidad equivalente a cierta modificación del suero sanguíneo. Sus caracteres vienen de la estructura del organismo y de los procesos fisiológicos ligados a esta estructura. Son específicos de cada especie, de cada individuo, y de la edad de cada uno de estos individuos. Situamos generalmente esta duración en el cuadrante del tiempo de los relojes, desde el momento en que formarnos parte del mundo físico. Las divisiones naturales de nuestra vida se cuentan en días y en años. La infancia y la adolescencia duran más o menos dieciocho años. La madurez y la vejez, cincuenta o sesenta años. El hombre pasa por un breve período de desarrollo y un largo período de acabamiento y decrepitud. Pero podemos, por el contrario, comparar el tiempo físico al tiempo fisiológico y traducir el tiempo de un reloj en términos de tiempos humanos. Entonces, se produce un fenómeno extraño. El tiempo físico pierde la constancia de su valor. Los minutos, las horas, los años, se hacen en realidad diferentes para cada individuo y para cada período de vida de un individuo. Un año es más largo durante la, infancia y mucho más corto durante la vejez. Tiene un valor diferente para un niño que para sus padres. Es mucho más precioso para él que para ellos, porque contiene muchas más unidades de su tiempo propio.
Sentimos más o menos estos cambios en el valor del tiempo físico que se produce en el curso de nuestra vida. Los días de nuestra infancia nos parecen muy lentos. Los de nuestra madurez, en cambio, son de una desconcertante rapidez. Este sentimiento proviene, quizás, de que inconscientemente colocamos el tiempo físico en el cuadro de nuestra duración. Y, naturalmente, el tiempo físico nos parece variar en razón inversa de esta duración. El tiempo físico se desliza a una velocidad uniforme, mientras que nuestra propia, velocidad disminuye sin cesar. Es como un gran río que corriese por la pradera. Al amanecer de su jornada, el hombre marcha alegremente a lo largo de su orilla y las aguas le parecen perezosas. Pero éstas aceleran poco a poco su curso. Hacia el medio día, no se dejan ya llevar la delantera por el hombre. Cuando se aproxima la noche, aumenta su velocidad mucho más, y el hombre se detiene para siempre, mientras el río continúa inexorablemente su camino. En realidad, el río no ha cambiado jamás de velocidad. Pero la rapidez de nuestra marcha disminuye. Quizás la lentitud aparente del comienzo de la vida y la brevedad del fin se deben a que un año representa, como se sabe, para el niño y para el viejo distintas proporciones de su vida pasada. Es más probable, sin embargo, que nos demos cuenta oscuramente de la lentitud progresiva de nuestro tiempo interior, es decir, de nuestros procesos fisiológicos. Cada uno de nosotros, es el hombre que corre a lo largo de la orilla, mientras admira como se acelera el paso de las aguas.
Es el tiempo de la primera infancia el que naturalmente resulta más rico y debe ser utilizado de todas las maneras imaginables por la educación. La pérdida de estos momentos es irreparable. En lugar de dejar sin cultivo los primeros años de la vida, es preciso, al contrario, cultivarlos del modo más minucioso. Y este cultivo exige un profundo conocimiento de la fisiología y de la psicología que los educadores modernos no tienen aún la posibilidad de adquirir. Los años de la madurez y de la vejez sólo tienen un débil valor fisiológico. Casi se encuentran vacíos de cambios orgánicos y mentales. Deben, entonces, llenarse con una actividad artificial. No hace falta que el hombre que envejece deje de trabajar, se retire, en suma. La inacción disminuye mucho más el contenido de su tiempo. El descanso es más peligroso para los viejos que para los jóvenes. A aquellos cuyas fuerzas declinan, debemos darles un trabajo apropiado, pero no el reposo. Es preciso no estimular en estos momentos los procesos funcionales. Es mejor suplir su lentitud con un aumento de su actividad psicológica. Si los días se llenan de acontecimientos mentales y espirituales, la rapidez de su carrera disminuye. Pueden, incluso, alcanzar la plenitud de los días de la juventud.

VIII
La utilización del concepto del tiempo interior.– La duración del hombre y la de la civilización.– La edad fisiológica y la del individuo.

La duración forma parte del hombre. Está ligada a él como lo está el mármol a la forma de la estatua. Como constituimos la medida de todas las cosas, relacionamos con nuestra duración la de los acontecimientos de nuestro mundo. Nos servimos de ella como de unidad en el evalúo de la ancianidad de nuestro planeta, de la raza humana, de la civilización. Es la extensión de nuestra propia vida la que nos hace juzgar cortas o largas nuestras especulaciones. Erradamente nos servimos de la misma escala temporal, para apreciar la duración de la vida de un individuo y la de una nación. Hemos tomado la costumbre de apreciar los problemas sociales del mismo modo que los individuales; así, pues, nuestras observaciones y experiencias son demasiado cortas. Tienen, por este motivo, escasa significación. Hace falta a menudo un siglo para que un cambio en las condiciones materiales y morales de la existencia humana dé caracteres nuevos a una nación.
Hoy día el estudio de los grandes problemas económicos, sociales y raciales reposa sobre los individuos y se interrumpe cuando los individuos mueren. Del mismo modo, las instituciones científicas y políticas son concebidas en términos de la duración individual. Sólo la Iglesia Romana ha comprendido que la marcha de la humanidad es muy lenta, y que el paso de una generación no es en el mundo civilizado sino un acontecimiento insignificante. Cuando se toman en cuenta las cuestiones que interesan el porvenir de las grandes razas, la duración de un individuo es una unidad defectuosa de medida temporal. El advenimiento de la civilización científica hace indispensable poner en su exacto sitio todas las cuestiones fundamentales. Asistimos a nuestra falla moral, intelectual y social. Sólo nos damos cuenta de las causas de un modo incompleto. Hemos alimentado la ilusión de que las democracias podían únicamente sobrevivir gracias a los esfuerzos cortos y ciegos de los ignorantes. Ahora sabemos que estábamos equivocados. La dirección de las naciones por hombres que evalúan el tiempo en función de su propia duración, conduce, como lo sabemos, a un desarrollo inmenso y a la bancarrota. Es indispensable preparar los acontecimientos futuros, formar las generaciones jóvenes para la vida de mañana, extender nuestro horizonte temporal más allá de nosotros mismos.
Por el contrario, en la organización de los grupos sociales transitorios, tales como una clase especial de niños o un equipo de obreros, es preciso tener en cuenta el tiempo fisiológico. Los miembros de cada grupo deben funcionar necesariamente al mismo ritmo. Los niños de una misma clase están obligados a tener una actividad intelectual más o menos semejante. Los hombres que trabajan en las fábricas, en los bancos, en los almacenes, en las universidades, etc., deben cumplir cierta tarea, en un tiempo determinado. Aquellos que por causa de la edad, o por la enfermedad, ven declinar sus fuerzas, traban la marcha del conjunto. Hasta el presente, es la edad cronológica la que determina la clasificación de niños, adultos y ancianos. Se coloca en la misma clase a los niños de la misma edad. También se fija por la edad el momento del retiro de un trabajador cualquiera. Sin embargo sabemos que el estado real de un individuo no corresponde exactamente a su edad cronológica. Existen ciertos trabajos donde habría que agrupar a los seres humanos por la edad fisiológica.. En algunas escuelas, se ha elegido la pubertad como medio de clasificar a los niños, pero no existe aún el procedimiento que permita medir la tasa del declive fisiológico y mental y saber en qué momento un hombre que envejece debe retirarse. Sin embargo, el estado de un aviador puede determinarse exactamente por ciertos “tests”. Es su edad fisiológica y no su edad cronológica la que indica la fecha del retiro de los pilotos aviadores.
La noción del tiempo fisiológico nos explica de qué manera estamos aislados los unos de los otros en mundos diferentes. Para los niños es imposible comprender a sus padres, y más imposible aún comprender a sus abuelos. Si se les considera en un mismo momento, los individuos pertenecientes a cuatro generaciones sucesivas son profundamente heterocrónicos. Un anciano y su bisnieto son seres totalmente diferentes, absolutamente extraños el uno al otro. La influencia moral de una generación sobre la que le sigue parece ser tanto mayor cuanto su distancia temporal es más pequeña. Sería preciso que las mujeree fuesen madres en la época de su primera juventud. De este modo no estarían separadas de sus hijos por un intervalo temporal tan grande que el amor mismo no es capaz de llenar.

IX
El ritmo del tiempo fisiológico y la modificación artificial de los seres humanos.

El conocimiento del tiempo fisiológico nos da el medio de dirigir convenientemente nuestra acción sobre los seres humanos. Nos indica en qué momento de la vida y por medio de qué procedimientos esta acción puede ser más eficaz. Sabemos que el organismo es un mundo cerrado. Sus fronteras externa o interna, la piel y las mucosas respiratorias y digestivas, se abren sin embargo a ciertas influencias. Este mundo cerrado es modificable porque constituye una cosa en movimiento, una superposición de modelos sucesivos en el cuadro de nuestra identidad. Y está sin cesar modificado por los agentes físicos, químicos y psicológicos que logran introducirse en él. Nuestra dimensión temporal se construye sobre todo durante la infancia, en la época en que los procesos funcionales son más activos. En este momento es, precisamente, cuando los acontecimientos orgánicos se acumulan en gran número cada día. Su masa plástica puede recibir la forma que es deseable dar al individuo. La educación fisiológica, intelectual y moral, debe tomar en cuenta la naturaleza de nuestra duración y la estructura de nuestra dimensión temporal. El ser humano es comparable a un líquido viscoso que se deslizase a la vez en el espacio y en el tiempo. No cambia instantáneamente de dirección. Cuando se quiere obrar sobre él, hace falta tomar en cuenta la lentitud de su propio movimiento. No debemos modificar brutalmente su forma como se corrigen a martillazos los defectos de una estatua de mármol. Sólo las operaciones quirúrgicas producen cambios repentinos favorables, y así, todavía, el organismo cicatriza lentamente la maniobra brutal del cuchillo. Jamás se obtiene mejoría profunda en el cuerpo de manera rápida. Nuestra acción debe insinuarse en los procesos fisiológicos, que son el substratum de la duración, siguiendo su propio ritmo. Este ritmo de la utilización por medio del organismo de agentes físicos, químicos y psicológicos, es lento. De nada sirve administrar a un niño, de una sola vez, una gran cantidad de aceite de hígado de bacalao, pero una cantidad pequeña de este remedio, dada cada día durante muchos meses, modifica las dimensiones y la forma del esqueleto. Los factores mentales obran igualmente de manera progresiva. Nuestras intervenciones en la personalidad estructural y psicológica no alcanzan pleno efecto si no se conforman a las leyes de nuestro desarrollo. El niño se parece a un arroyuelo que sigue todas las modificaciones de su lecho. El arroyuelo conserva su identidad dentro de la diversidad de su forma. Puede convertirse en lago o en torrente. La personalidad persiste en el flujo de la materia, pero crece o disminuye, según las influencias que padece.
Nuestro desarrollo no se efectúa sino al precio de una poda constante de nosotros mismos. Poseemos, al comienzo de la vida, vastas posibilidades. No estamos limitados en nuestro desarrollo sino por las fronteras extensibles de nuestras predisposiciones ancestrales. Pero a cada instante debemos elegir. Y cada elección sumerge en la nada multitud de nuestras virtualidades. La necesidad de elegir un solo camino entre los que se nos presentan, nos priva de ver los países a los cuales nos habrían conducido los otros caminos. En nuestra infancia llevamos con nosotros multitud de seres virtuales que mueren uno a uno. Cada anciano está rodeado del cortejo de aquellos que habría podido él ser, de todas sus potencialidades abortadas. Somos a la vez, un fluido que se solidifica, un tesoro que empobrece, una historia que se escribe, una personalidad que se crea. Nuestra ascensión o nuestro descenso dependen de factores físicos, químicos y fisiológicos, de virus y de bacterias, de la influencia psicológica, del medio social, y, por fin, de nuestra voluntad. Estamos constituidos a la vez por nuestro medio y por nosotros mismos. Y la duración es la sustancia misma de nuestra, vida orgánica y mental, por cuanto significa invención, creación de forma, elaboración continua de lo absolutamente nuevo [ [7]] .


LAS ACTIVIDADES MENTALES




LAS ACTIVIDADES MENTALES
Dr. Alexis Carrel
Premio Nobel de Medicina

l
El concepto operacional de la conciencia.– El alma y el cuerpo. – Preguntas que no tienen sentido.– La introspección y el estudio del comportamiento.

Al mismo tiempo que actividades fisiológicas, el cuerpo manifiesta actividades mentales. Mientras que las actividades orgánicas se muestran por medio del trabajo mecánico, por el calor, la energía eléctrica, las trasformaciones químicas, susceptibles de ser medidas por las técnicas de la física y de la química, las manifestaciones de la conciencia revelan procesos diferentes, aquellos que se emplean en la introspección y el estudio del comportamiento humano. El concepto de conciencia es equivalente al análisis, hecho por nosotros, de lo que en nosotros pasa, y también de ciertas actividades claramente visibles entre nuestros semejantes. Resulta agradable distinguir estas actividades en lo intelectual, moral, estético, religioso y social. En suma el cuerpo y el alma son perspectivas cogidas del mismo objeto con ayuda dé métodos diferentes, de abstracciones hechas por nuestro espíritu de un ser único. La antítesis de la materia y del espíritu no es sino la oposición de dos órdenes de técnica. El error de Descartes ha sido creer en la realidad de estas abstracciones y contemplar como heterogéneos lo físico y lo moral. Este dualismo ha constituido un peso grave en la historia del conocimiento del hombre. Ha creado el falso problema de las relaciones del alma y del cuerpo. No ha habido lugar de examinar la naturaleza de estas relaciones, porque no observábamos ni alma ni cuerpo, sino únicamente un ser compuesto cuyas actividades fisiológicas y mentales hemos dividido arbitrariamente.
Por cierto, se continuará, siempre hablando del alma como una entidad, como se habla de la caída del sol y del amanecer, refiriéndose, por supuesto, al hecho de asomarse el sol en el horizonte, como si tal fenómeno aconteciera, y aunque la humanidad sabe perfectamente, de Galileo acá, que el sol permanece inmóvil. El alma es el aspecto específico de nuestra naturaleza, aspecto que nos distingue de todos los otros seres vivientes. La curiosidad que a nuestro respecto experimentamos, nos arrastra, por fuerza, a procurar desentrañar problemas insolubles, preguntas que científicamente, no tienen sentido alguno. ¿Cuál es la naturaleza del pensamiento, esa cosa extraña que vive en nosotros sin consumir una cantidad de energía apreciable? ¿Cuáles son sus relaciones con las formas conocidas de la energía, física? El espíritu vive casi inadvertido en el seno de la naturaleza viva, y sin embargo es la potencia más colosal que existe en este mundo. Ha, trastornado la superficie de la tierra; ha construido y destruido civilizaciones y ha creado nuestro Universo sideral. ¿Es un producto de las células cerebrales como la insulina lo es del páncreas y la bilis del hígado? ¿Cuáles son, de entre las células, las precursoras del pensamiento? ¿A expensas de qué sustancias se elabora éste? ¿Proviene de un elemento preexistente, como la glucosa del glucógeno o la fibrina del fibrinógeno?.¿Se trata, acaso, de una energía diferente de las energías estudiadas por la física que no se expresa por las mismas leyes y se produce por medio de las mismas células de la base cortical del cerebro? Por el contrario, ¿es preciso considerar el pensamiento como un ser inmaterial, que existe fuera del espacio y del tiempo, fuera de las dimensiones del Universo cósmico, y se inserta, por desconocidos procedimientos, en nuestro cerebro que vendría a ser la condición indispensable de estas manifestaciones y determinaría sus caracteres? En todas las épocas, en todos los países, los grandes filósofos han consagrado su vida al examen de estos problemas cuya solución no han logrado encontrar.
Estas preguntas nos las haremos siempre, aunque sabemos demasiado bien que es imposible responder a ellas. Para los hombres de ciencia no tienen sentido alguno, a menos que nuevas técnicas nos permitan aprehender mejor las manifestaciones de la conciencia. Para progresar en el conocimiento de este aspecto esencial, específico del ser humano, hace falta contentarnos con el estudio minucioso de los fenómenos que podemos coger con nuestros métodos de observación y sus relaciones con las actividades fisiológicas. Es indispensable hacer una observación tan completa como sea posible de esta comarca cuyo horizonte se pierde por todos sus costados en un terrible enredo.
El hombre se compone de la totalidad de las actividades observables actualmente en él y de las que ha manifestado en el pasado. Las funciones que en ciertas épocas y en ciertos medios permanecen virtuales y aquellas que existen de manera constante, poseen idéntica realidad. Los escritos de Ruisbroeck, el admirable, contienen tantas verdades como contienen los de Claude Bernard. El Ornamento de las Bodas Espirituales y La Introducción a la Medicina Experimental describen aspectos, los unos más raros, los otros más comunes, del mismo ser. Las formas de la actividad humana que considera Platón son tan específicas de nuestra naturaleza como el hambre, la sed, el apetito sexual y la pasión por la riqueza. Desde el Renacimiento, hemos cometido el error de dar arbitrariamente una situación privilegiada a ciertos aspectos de nosotros mismos. Hemos separado la materia del espíritu. Hemos atribuido una realidad más profunda a la una que a la otra. La fisiología y la medicina se han ocupado, sobre todo, de las manifestaciones del cuerpo y de los desórdenes orgánicos cuya expresión se encuentra en lesiones microscópicas de los tejidos. La sociología ha considerado al hombre casi únicamente desde el punto de vista de su capacidad de dirigir las máquinas, del trabajo que es capaz de efectuar, de su aptitud para consumir, de su valor económico. La higiene se ha interesado en la salud, en los medios de aumentar la población, en la prevención de las enfermedades infecciosas y en cuanto puede acrecentar su bienestar fisiológico. La pedagogía ha dirigido sus esfuerzos hacia el desarrollo intelectual y muscular de los niños. Pero todas estas ciencias han desdeñado el estudio de la conciencia en la totalidad de sus aspectos. Habrían debido examinar al hombre a la luz convergente de la fisiología y de la psicología. Habrían debido utilizar equitativamente los estudios proporcionados por la introspección y el comportamiento. Una y otra de estas técnicas alcanzan el mismo objeto. Pero la una le observa desde el interior y la otra coge sus manifestaciones exteriores. No hay razón alguna para dar a ésta más razón que a aquella. Ambas poseen igual derecho a nuestra confianza.

II
Las actividades intelectuales. – La certidumbre científica. – La intuición. – Clarividencia y telepatía.

La existencia de la inteligencia es un producto inmediato de la observación. Esta facultad de comprender las relaciones de las cosas, toma en cada individuo cierto valor y cierta forma. La inteligencia puede medirse con ayuda de técnicas adecuadas. Estas medidas se dirigen a una forma convencional, esquematizada, de esta función. No dan sino una noción incompleta del valor intelectual de los seres humanos pero permiten dividirlos aproximadamente en categorías. Resultan útiles para la elección de hombres aptos, si se trata de un trabajo sencillo, tal como el de un obrero de fábrica o de un empleadillo de almacén o banco. Sin embargo, estas técnicas nos han revelado hechos de verdadera importancia: la debilidad de espíritu en la mayor parte de los individuos. Se encuentra, en efecto, una inmensa diferencia en la cantidad y calidad de inteligencia destinada a cada cual. Desde este punto de vista, ciertos hombres son gigantes y la mayoría enanos. Cada cual nace con capacidades intelectuales diferentes, pero, grandes o pequeñas, estas capacidades exigen para manifestarse un ejercicio constante y también ciertas condiciones mal definidas del medio. La observación completa y profunda de las cosas, el hábito del razonamiento preciso, el estudio de la lógica, el uso del lenguaje matemático, la disciplina interior, aumentan la potencia intelectual. Por el contrario, las observaciones incompletas y prematuras, el paso rápido de una impresión a la otra, la multiplicidad de imágenes, la ausencia de reglamentación y esfuerzo, impiden el desarrollo del espíritu. Es fácil comprobar cuan poco inteligentes son los niños que han vivido en medio de la muchedumbre, entre una cantidad de gentes y de acontecimientos, en trenes y automóviles, en el tumulto de la calle, ante una pantalla cinematográfica, y en las escuelas, donde la concentración intelectual es desconocida. Existen otros factores que facilitan o traban el desarrollo de la inteligencia. Estos se encuentran sobre todo, en la forma de llevar la vida y en las costumbres alimenticias. Pero sus efectos son escasamente conocidos. Se diría que la abundancia de la alimentación, el exceso de los deportes, impiden el progreso psicológico. Los atletas, son, en general, poco inteligentes. Es probable que el espíritu exija, para alcanzar su grado máximo, un conjunto de condiciones que se han encontrado únicamente en ciertas épocas. La humanidad no ha procurado jamás descubrir la naturaleza de estas condiciones. No poseemos conocimiento alguno acerca de la génesis de la inteligencia. ¡Y nos figuramos ingenuamente que podemos desarrollarla por el entrenamiento de la memoria y los ejercicios practicados en las escuelas!
La sola inteligencia no es capaz de engendrar la ciencia, pero es un elemento indispensable a su creación. La ciencia fortifica la inteligencia, de la cual no es, sin embargo, sino un aspecto. Ha aportado a la humanidad una actitud intelectual nueva: la certidumbre que dan la experiencia y el razonamiento. Esta certidumbre es muy diferente de aquella que llamamos la fe, por cuanto esta última es más profunda, tanto, que no puede conmoverse ni perturbarse por argumento alguno. Tiene cierta semejanza con la certidumbre de los clarividentes. Y, cosa extraña, no permanece por entero ausente en la construcción de la ciencia. Es verdad que los grandes descubrimientos científicos no son obra de la inteligencia sola. Los sabios geniales además del poder de observar y comprender, poseen otras cualidades: la intuición y la imaginación creadora. Por medio de la intuición, cogen lo que para los otros hombres permanece oculto y perciben las relaciones entre fenómenos en apariencia aislados, adivinando así la existencia de ignorados tesoros. Todos los grandes hombres han estado dotados de intuición. Un verdadero jefe no tiene necesidad de “tests” psicológicos ni de fichas indicadoras, para elegir a sus subordinados. Un buen juez sabe, sin perderse en los detalles de la argumentación legal, y aun a veces, apoyándose, de Cardozo acá, en consideraciones falsas, hacer exacta justicia. Un gran sabio se orienta espontáneamente en la dirección en que hay un descubrimiento que hacer. Este es el fenómeno que antes se designaba con la palabra inspiración.
Entre los sabios se encuentran dos formas de espíritu, los lógicos y los intuitivos. La ciencia debe sus progresos tanto a uno como a otro de estos tipos intelectuales. Los matemáticos, aunque de estructura puramente lógica, emplean, sin embargo, la intuición. Entre los matemáticos, los hay intuitivos y los hay lógicos, analistas y geómetras.
Hermitte y Weirerstrass eran intuitivos. Riemann y Bertrand, lógicos. Los descubrimientos que la intuición hace deben ser siempre ensayados por la lógica. En la vida, ordinaria, como en la ciencia, la intuición es un medio poderoso, pero peligroso en extremo, porque a veces resulta difícil distinguirla de la mera ilusión. Aquellos que se dejan guiar únicamente por ella están expuestos a todo género de errores, porque no siempre resulta fiel. Sólo los grandes hombres o aquellos simples de corazón puro, pueden ser conducidos por ella hacia las altas cimas de la vida mental y espiritual. Es una extraña facultad. Coger la realidad sin ayuda del razonamiento, nos parece inexplicable. En cierta forma, sin embargo, la intuición parece ser un razonamiento rápido, extremadamente rápido, producto de una observación instantánea. Es probable que el conocimiento que los grandes médicos tienen del estado y del porvenir de sus enfermos, sea de esta naturaleza. Fenómenos análogos tienen lugar, cuando se juzga en un instante el valor de un hombre y se adivina sus cualidades y sus vicios. Pero bajo otras formas, la intuición se produce con ausencia total de observación y de razonamiento, A veces alcanzamos el fin deseado sin saber donde se encuentra y aun, sin conocer el medio de lograrlo. Se diría que este modo de conocimiento se acerca a la clarividencia, esta facultad que Charles Richet llama el sexto sentido. La existencia de la clarividencia y de la telepatía es un producto inmediato de la observación [[1]]. Los clarividentes cogen, sin que para ello intervengan los sentidos, los pensamientos de otra persona. Perciben, asimismo, los acontecimientos más o menos alejados en el espacio y en el tiempo. Esta facultad es excepcional. No se desarrolla sino en número muy pequeño de individuos, pero existe en estado rudimentario en muchas personas. Se ejerce sin esfuerzo y de manera espontánea. Resulta muy sencilla para los que la poseen. Les procura, de ciertas cosas, un conocimiento más seguro que el que obtienen por medio de los órganos de los sentidos. Les resulta tan sencillo adivinar los pensamientos de una persona, como analizar la expresión de su rostro. Pero, ver y sentir, son palabras que no expresan exactamente lo que ocurre en su conciencia. No miran ni buscan: saben. La lectura de los pensamientos y de los sentimientos parece estar emparentada a la vez con la inspiración científica, estética y religiosa, además de estarlo con los fenómenos telepáticos. En multitud de casos, se establece una comunicación instantánea, en el momento de la muerte o de un peligro grave, entre un individuo y otro. El moribundo o la víctima del accidente, aun cuando este accidente no sea seguido de la muerte, aparece un instante bajo su aspecto habitual a un amigo. A menudo, el alucinatorio personaje permanece silencioso. A. veces habla y anuncia su muerte. Más rara vez aún, el clarividente ve, a gran distancia, una escena, un individuo, un paisaje, que describe minuciosa y exactamente. Numerosas personas que no poseen de un modo ordinario el don de la clarividencia logran una o dos veces en el curso de su vida, la experiencia de una comunicación telepática.
Así es cómo el conocimiento del mundo exterior llega a nosotros a veces por vías diferentes de los órganos sensoriales. Es verdad que el pensamiento puede comunicarse de un ser humano a otro, aún a gran distancia, Estos hechos que son del resorte de la nueva ciencia, de la metapsíquica, deben ser aceptados tales como son ya que forman parte de la realidad. Expresan un aspecto mal conocido del ser humano. Explican, quizás, la extraña lucidez que poseen ciertos hombres. ¡Qué penetración formidable lograría aquel que estuviera disciplinado al mismo tiempo de inteligencia disciplinada y de aptitudes telepáticas! Ciertamente, la inteligencia que nos ha dado el dominio del mundo material, no es cosa sencilla. De ella, conocemos sólo una forma, la que procuramos desarrollar en las escuelas. Pero esta forma no es sino un aspecto de la maravillosa facultad, constituida por el poder. de coger la realidad, el juicio, la voluntad, la atención la intuición y quizás la clarividencia, que da al hombre la posibilidad de comprender a sus semejantes y a su medio.

III
Las actividades afectivas y morales.– Los sentimientos y el metabolismo.– El temperamento.– El carácter innato de las actividades morales.– Técnicas para el estudio del sentido moral.– La belleza. moral.

La actividad intelectual es, a la vez, distinta e indistinta del oleaje siempre en movimiento de nuestros otros estados de conciencia. Es un modo de ser característico de nosotros mismos, y cambia con nosotros. Se puede comparar a un film cinematográfico que registrara las fases sucesivas de una historia, pero la composición de cuya superficie sensible, variara de un extremo a otro. Es más semejante aún a las grandes marejadas del océano, cuyas cimas y profundidades, reflejaran de diferente manera las nubes que recorren el cielo. En efecto, proyecta sus visiones sobre el fondo sin cesar cambiante de nuestros estados afectivos, de nuestro dolor o de nuestra alegría, de nuestro amor y de nuestro odio. Para estudiarla, la separarnos artificialmente del todo del que forma parte. Pero aquel que piensa, observa o que razona, se siente al mismo tiempo feliz o desgraciado, perturbado o en calma, excitado o deprimido por sus apetitos, sus repulsiones o sus deseos. Así el mundo se nos presenta con un rostro diferente, según los estados afectivos y fisiológicos que constituyen la marejada de nuestra conciencia durante la actividad intelectual. Todos saben que el amor, el odio, la cólera y el temor, son capaces de aportar el desorden aun dentro de la lógica. Estas pasiones exigen, para manifestarse, modificaciones de los cambios químicos. Los cambios se acrecientan tanto más, cuanto los movimientos emotivos son más intensos. Por el contrario, como se sabe perfectamente, el trabajo intelectual no los modifica. Las actividades afectivas están muy cerca de las actividades fisiológicas. Constituyen lo que llamamos el temperamento. El temperamento varía de un individuo a otro, de una raza a la otra. Es una mezcla de caracteres mentales, fisiológicos y estructurales: es el hombre, propiamente dicho. Es lo que da a cada cual su pequeñez, su mediocridad o su fuerza. ¿Cuál es la causa del debilitamiento del temperamento en ciertos grupos sociales y en ciertas naciones? Se diría que la violencia de los sentimientos afectivos aumenta o disminuye a medida que aumenta la riqueza, que se extiende la educación, que la alimentación mejora. Al mismo tiempo se ve también a las funciones emotivas separarse de la inteligencia y exagerar algunos de sus aspectos. Quizás la educación moderna nos ha aportado formas de vida, de educación y de alimentación que tienden a dar a los hombres las cualidades de los animales domésticos o a desarrollar de manera inarmónica sus impulsos afectivos.
La actividad moral es equivalente a la aptitud que posee el ser humano de imponerse a sí mismo una regla de conducta de elegir entre muchos actos posibles, el que considera como bueno, de liberarse de su egoísmo y de su maldad. Crea en él el sentimiento de una obligación, de un deber. En general, permanece en estado virtual, y sin embargo no puede dudarse de su realidad. Si el sentido moral no existiese, Sócrates no hubiese bebido la cicuta. Aun hoy día se le encuentra en ciertos grupos sociales y en ciertos países, y a veces en muy alto grado. Ha existido en todas las épocas. Ha mostrado su importancia primordial en el curso de la historia. Tiene a la vez algo de la inteligencia y del sentido estético y religioso. Nos hace distinguir el bien del mal y elegir el bien con preferencia al mal. En el individuo altamente civilizado la voluntad y la inteligencia son una sola y misma, cosa y dan a nuestros actos su valor moral.
Como la actividad intelectual, el sentido moral proviene de cierto estado estructural y funcional de nuestro cuerpo.
Este depende, a la vez, de la constitución inmanente de nuestros tejidos y de nuestro espíritu y también de factores fisiológicos y mentales que obran sobre cada uno de nosotros durante nuestro desarrollo. En “Le Fondement de la Morale”, Schopenhauer comprueba que los seres humanos tienen tendencias innatas al egoísmo, a la maldad o a la piedad. Como Gallavardín ha dicho, existen entre nosotros egoístas puros a quienes la felicidad o la desdicha de sus semejantes les es igualmente indiferente. Hay otros que experimentan un placer en contemplar el infortunio y el sufrimiento de los demás, y aún en provocarlo. Hay, en fin, otros que sufren verdaderamente con el dolor de todo ser humano. Este poder de simpatía engendra la bondad, la caridad y los actos que de allí derivan. La capacidad de sentir el sufrimiento de los otros hace al ser moral que se esfuerce en disminuir entre los hombres el dolor y el peso de la vida. Cada uno de nosotros nace bueno, mediocre o malvado. Pero, lo mismo que la inteligencia, el sentido moral es susceptible de desarrollarse por medio de la educación, la disciplina y la voluntad.
La definición del bien y el mal está basada a la vez en la razón y en la experiencia milenaria de la humanidad. Corresponde a exigencias fundamentales de la vida individual y social. En ciertos detalles se manifiesta arbitraria. Pero en una época dada y en un país dado, debe ser la misma para todos los individuos. El bien es sinónimo de justicia, de caridad y de belleza. El mal, de egoísmo, de maldad y de fealdad. En la sociedad moderna, las reglas teóricas de la conducta se encuentran basadas sobre los vestigios de la moral cristiana. Pero casi no existe ya una persona que se someta a ellos. El hombre moderno ha arrojado toda disciplina para satisfacer sus apetitos. Sin embargo, las morales biológicas e industriales no poseen valor práctico, porque son artificiales y no consideran sino un aspecto del ser humano. Ignoran las actividades psicológicas mis esenciales. No nos procuran una armadura suficientemente sólida y completa para protegernos contra nuestros vicios inmanentes.
A fin de conservar su equilibrio mental y orgánico, cada individuo está obligado a mantener una regla interior. El Estado puede imponer por la fuerza la legalidad, pero no las leyes de la moral. Cada cual debe comprender la necesidad de hacer el bien y de evitar el mal, y someterse a esta necesidad por un esfuerzo de su propia voluntad. La Iglesia católica en su profundo conocimiento de la psicología humana, ha, colocado las actividades morales sobre las intelectuales. Los individuos a quienes honra más que a todos los otros, no son ciertamente los conductores de pueblos, ni lo sabios, ni los filósofos. Son los santos, es decir, aquellos que de manera heroica han sido virtuosos. Cuando se estudia a los habitantes de la Ciudad Nueva, se advierte la necesidad práctica del sentido moral. Inteligencia, voluntad y moralidad, son funciones muy vecinas las unas de las otras. Pero el sentido moral es más importante que la inteligencia. Cuando desaparece de una nación, toda la estructura moral se altera. En las investigaciones de la psicología humana, no hemos dado, hasta el presente, a las actividades morales el lugar que merecen. El sentido moral es susceptible de un estudio tan positivo como el de la inteligencia. Ciertamente este estudio es difícil. Pero los aspectos del sentido moral en los individuos y en los grupos de individuos son fácilmente reconocibles. Es posible, del mismo modo, analizar las consecuencias fisiológicas, psicológicas y sociales de la moralidad. Ciertamente, estas investigaciones no pueden hacerse dentro de un laboratorio. Pero existe todavía un grupo no pequeño de seres humanos en que los caracteres del sentido moral, su ausencia o su presencia, se manifiestan de una manera evidente. La actividad moral, como la inteligencia, se encuentra en el dominio de las técnicas científicas.
Nosotros no hemos tenido jamás ocasión de observar en la sociedad moderna, individuos cuya conducta se encuentre inspirada por la moral. Sin embargo, tales individuos existen. Es imposible dejar de distinguirlos cuando se les encuentra. La belleza moral deja un inolvidable recuerdo a aquel que aun una sola vez, la ha contemplado. Nos conmueve más que la belleza de la naturaleza o la de la ciencia. Da, al que la posee, un extraño e inexplicable poder. Aumenta la fuerza de la inteligencia. Establece la paz entre los hombres. Y es, aún más que la ciencia, el arte y la religión, la base de la civilización humana.

lV
El sentimiento estético.– La supresión de la actividad estética en la vida moderna; – El arte popular.– La belleza.

El sentimiento estético existe entre los seres humanos más primitivos así como en los más civilizados. Sobrevive aún a la desaparición de la inteligencia, porque los idiotas y los locos son capaces de hacer arte. La creación de formas o de series de sonidos que despiertan en aquellos que los miran o escuchan, una emoción estética, es una necesidad elemental de nuestra naturaleza. El hombre ha contemplado siempre con alegría, los animales, las flores, los árboles, el cielo, el mar y las montañas. Antes de que se iniciara la aurora de la civilización, empleó ya sus groseros utensilios en reproducir en madera, en marfil y en piedra, el perfil de los seres vivientes. Hoy día mismo, cuando no destruye su sentido estético la educación, el modo de vivir y el trabajo de la fábrica, experimenta un placer fabricando objetos según su propia inspiración. Y experimenta, además, una alegría estética absorbiéndose en esta obra. Hay todavía en Europa, y sobre todo en Francia, cocineros, salchicheros, talladores en piedra, carpinteros, herreros, cuchilleros, mecánicos, que son verdaderos artistas. El pastelero que fabrica, una hermosa torta y esculpe en mantequilla, casas, hombres y animales; el herrero que crea una chapa muy bella; el que construye un hermoso mueble, el que bosqueja una grosera estatua o dibuja una tela de lana o de seda, experimenta un placer análogo al del escultor, pintor, músico o arquitecto que laboran en sus obras respectivas.
Si la actividad estética permanece virtual en la mayor parte de los individuos, es porque la civilización industrial nos ha rodeado de espectáculos feos, groseros y vulgares. Además, nos ha trasformado en máquinas. El obrero pasa, su vida repitiendo millones de veces cada día el mismo gesto. No fabrica sino una sola pieza de un objeto determinado; jamás el objeto entero. No puede servirse de su inteligencia. Es el caballo ciego que da vueltas todo el día en torno de la noria para sacar agua del pozo. El industrialismo impide el uso de las actividades de ]a conciencia que son capaces de dar cada día al hombre un poco de alegría. El sacrificio del espíritu en favor de la materia, por la civilización moderna, ha sido un error. Un error tanto más peligroso, cuanto que no provoca ningún sentimiento de rebeldía y es aceptado tan fácilmente por todos, como la vida malsana de las grandes ciudades y la prisión de la fábrica. Sin embargo, los hombres que experimentan un placer estético, aun rudimentario, en su trabajo son más felices que aquellos que producen únicamente para consumir. Es cierto que la industria en su forma actual, ha quitado al obrero toda originalidad y toda alegría. La estupidez y la tristeza de la civilización presente se debe, al menos en parte, a la supresión de las formas elementales de la alegría estética en la vida cotidiana.
La actividad estética se manifiesta a la vez en la creación y en la contemplación de la belleza. Es absolutamente desinteresada. Se diría que en el goce artístico, la conciencia sale de si misma y se absorbe en otro ser. La belleza es una corriente irrefrenable de alegría para el que sabe descubrirla porque se encuentra en todas partes. Sale de las manos que modela o que fabrican la loza grosera, de los que cortan la leña y construyen en seguida un mueble, de los que tiñen la seda y tallan el mármol, de los que cortan y reparan los tejidos humanos. Vive en el arte sangriento de los grandes cirujanos, como en el de los pintores, músicos y poetas. Existe en los cálculos de Galileo, en las visiones del Dante, en las experiencias de Pasteur, en la salida y en la puesta del sol, en las tormentas del invierno, en las altas montañas. Y más punzante se torna aun en la inmensidad del mundo sideral y en el de los átomos, en la inexpresable armonía del cerebro humano, en el alma del hombre que se sacrifica oscuramente por la salud de los otros. Y en cada una de sus formas, permanece el huésped desconocido de la sustancia cerebral, creadora, del rostro del Universo.
El sentido de la belleza no se desarrolla de manera espontánea. No existe en nuestra conciencia sino en estado potencial. En ciertas épocas, en ciertas circunstancias permanece virtual. Puede aun desaparecer en los pueblos que antaño le poseían en alto grado. Así es como la Francia destruye las bellezas naturales y desprecia los recuerdos de su pasado. Los descendientes de los hombres que han concebido el monasterio del Monte San Miguel, no comprenden su esplendor. Aceptan con alegría la indescriptible belleza de las casas modernas de la Bretaña y la Normandía y sobre todo de los alrededores de París. Lo mismo que el Monte San Miguel, el propio París y la mayor parte de las ciudades y aldeas de Francia, han sido deshonradas por un odioso comercialismo. Con el sentido moral, el sentido de la belleza, durante el curso de la civilización, se desarrolla, alcanza su apogeo y se desvanece.

V
La actividad mística. Las técnicas de la mística. Concepto operacional de la experiencia mística.

Entre los hombres modernos no observamos casi nunca las manifestaciones de la actividad mística o del sentimiento religioso [[2]]. Aún en su forma más rudimentaria, el sentido místico es excepcional, mucho más excepcional aún que el sentido moral. Sin embargo, forma parte de nuestras actividades esenciales. La humanidad está marcada con huella más profunda por el sentimiento religioso que por el pensamiento filosófico. En la ciudad antigua, la religión era la base de la vida familiar y social. El suelo de Europa está cubierto aún de catedrales y ruinas de templos que levantaron nuestros antepasados. Hoy día, a la verdad, apenas si comprendemos su significación. Para la mayor parte de las civilizaciones, las iglesias no son sino museos donde reposan las religiones muertas. La actitud de los turistas que profanan las catedrales de Europa, da señales manifiestas del punto hasta donde la vida moderna ha obliterado el sentimiento religioso. La actividad mística ha sido desterrada de casi todas las religiones. Su propia significación ha sido olvidada, y a este olvido se encuentra ligada, probablemente, la decadencia de las iglesias. Porque la vida de una religión depende de los hogares de actividad mística que esta religión sea capaz de crear. Sin embargo, el sentimiento religioso ha seguido siendo, en la vida moderna, una función necesaria en la existencia de algunos individuos de alta cultura. Y, extraño fenómeno, las grandes órdenes religiosas no tienen bastante sitio en sus monasterios para recibir a los jóvenes que quieren, por la vía del ascetismo y de la mística, penetrar en el mundo espiritual.
La actividad religiosa, como la actividad moral, toma los mis varia dos aspectos. En su estado más rudimentario es una inspiración vaga hacia un poder que sobrepasa las formas materiales y mentales de nuestro mundo, una especie de plegaria no formulada, la persecución de una belleza más absoluta que la del arte y de la ciencia. Se mantiene vecina a la actividad estética como que la percepción de la belleza conduce hacia la actividad mística. Por lo demás, los ritos religiosos se asocian a las diferentes formas del arte. Por ello, el canto se transforma fácilmente en plegaria. La belleza que persigue el místico, es más rica y más indefinible que la que persigue el artista. No reviste forma alguna. No se puede expresar en ningún lenguaje. Se oculta en las cosas del mundo visible y se manifiesta a un número escaso de hombres. Exige la elevación del espíritu hacia un ser que es la corriente de todo, hacia un poder, un centro de fuerzas que los místicos cristianos llaman Dios. En todas las épocas y en todas las razas, ha habido individuos que poseen en alto grado este sentido particular. La mística cristiana expresa la forma más elevada de la actividad religiosa. Está mejor ligada a las otras actividades de la conciencia que las místicas hindúes o tibetanas, como que ha tenido sobre los místicos asiáticos la ventaja de recibir desde su más remota edad, las lecciones de Grecia y de Roma. Cogió de una, la inteligencia; de la otra, el orden y la medida.
En su estado más puro, comporta una técnica muy laboriosa y una, estricta disciplina. Desde luego, exige la práctica del ascetismo, y es tan imposible abordarla sin un aprendizaje ascético como convertirse en atleta sin someterse a entrenamiento físico alguno. La iniciación en el ascetismo es dura, de modo que pocos hombres tienen valor suficiente para enrolarse en la vida mística. El que quiere emprender este rudo viaje, debe renunciar a si mismo y a las cosas de este mundo. Permanece en seguida, en las tinieblas de la noche oscura. Experimenta los sufrimientos de la vida purgativa, mientras llora su indignidad y su debilidad solicitando, para todo ello, la gracia de Dios. Poco a poco, se desprende de si mismo. Su plegaria se convierte en contemplación. Penetra entonces en la vida iluminativa sin que pueda describir lo que ve. Cuando quiere expresar lo que siente utiliza, corno San Juan de la Cruz, el lenguaje carnal. Su espíritu huye del espacio y del tiempo. Se pone en contacto con una cosa inefable. Alcanza la vida unitiva. Contempla a Dios y actúa con él.
En la vida de todos los grandes místicos se suceden las mismas etapas. Debemos aceptar su experiencia tal corno ellos nos la dan. Sólo los que han vivido por si mismos la existencia del rezo pueden juzgarla. La persecución de Dos es, en efecto, empresa absolutamente personal. Gracias a cierta actividad de su conciencia, el hombre tiende hacia una realidad invisible que reside en el mundo material y se extiende más allá de él. Osa lanzarse entonces en la más audaz de las aventuras. Puede considerársele como un héroe o como un loco. Pero no hay que preguntarse si la experiencia mística es verdadera o falsa, si es una autosugestión, una alucinación, o bien si representa un viaje del alma fuera de las dimensiones de nuestro mundo y su contacto con una realidad superior. Debemos contentarnos con tener de ella un concepto operacional. Es eficaz en sí misma. Da lo que pide al que la practica. Le aporta el renunciamiento la paz, la riqueza interior, la fuerza, el amor, Dios. Es tan real como la inspiración estética. Para el místico, como para el artista, la belleza que contempla es la sola verdad.

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Las relaciones de las actividades de la conciencia entre sí. – La inteligencia y el sentido moral.– Los individuos inarmónicos.

Estas actividades fundamentales no difieren las unas de las otras. Sus límites son artificiales. Pero estos supuestos límites nos resultan cómodos para la descripción de las manifestaciones de la conciencia. La actividad humana puede compararse a una ameba cuyos miembros múltiples y transitorios, los pseudopodios, están formados con una sustancia única. Es análoga también al desarrollo de “films” superpuestos que permanecen indescifrables, a menos de ser separados los unos de los otros. Todo ocurre, como si el substratum corporal durante el curso de su deslizamiento en el tiempo, mostrase. aspectos simultáneos de su unidad, aspectos que nuestras técnicas dividen en fisiológicas y mentales. Bajo su aspecto mental, nuestra actividad modifica sin cesar su forma, su calidad, su intensidad. Y es este fenómeno esencialmente sencillo el que describimos como una asociación de funciones diferentes. La pluralidad de las manifestaciones mentales es sólo la expresión de una necesidad metodológica. Para describir la conciencia, estamos obligados a dividirla. Lo mismo que los pseudopodios de la ameba son la ameba misma, los aspectos de nuestra conciencia somos nosotros mismos y se confunden en nuestra unidad. La inteligencia es casi inútil al que no posee sino ella. El intelectual puro es un ser incompleto, desdichado, porque es incapaz de alcanzar lo que comprende. La capacidad de darse cuenta de las relaciones de las cosas no es fecunda, sino asociada a otras actividades, tales como el sentido moral; el sentido afectivo, la voluntad, el juicio, la imaginación y cierta fuerza orgánica. Sólo puede utilizarse al precio de un esfuerzo. El que desea poseer la ciencia, se prepara para ello, con el ejercicio de durísimos trabajos y se somete a una especie de ascetismo. Sin el ejercicio de la voluntad, la inteligencia permanece, dispersa y estéril, mientras tanto que una vez disciplinada, se hace capaz de perseguir la verdad. Pero no la logra en su plenitud, si no la ayuda el sentido moral. Los grandes sabios son siempre de una honestidad intelectual profunda. Persiguen la realidad, por dónde aquella los conduce. No procuran jamás, sustituirla con sus propios deseos, ni ocultarla cuando molesta. El hombre que quiere contemplar la verdad, debe establecer la calma dentro de sí mismo. Es preciso que su espíritu llegue a ser como el agua muerta de un lago. Las actividades afectivas, sin embargo, son indispensables al progreso de la inteligencia, pero deben reducirse a esa pasión que Pasteur llamaba el dios interior: el entusiasmo. El pensamiento no se agranda sino en aquellos que son capaces de amor y de odio, y es por ello que exige además de la ayuda de las otras actividades de la conciencia, las del cuerpo. Aunque alcance las altas cimas, se ilumina de intuición y de imaginación creadora, constituyendo para ella una armadura a, la vez moral y orgánica.
El desarrollo exclusivo de las actividades afectivas, estéticas o místicas, produce hombres inferiores, espíritus falsos, estrechos, visionarios. A menudo observamos tipos tales, aunque hoy día la educación intelectual se les conceda a todos. No se necesita una alta cultura de la inteligencia para fecundar el sentido estético y el sentido místico, y producir artistas, poetas, religiosos, todos aquellos que contemplan, en fin, con desinteresado mirar, los diversos aspectos de la belleza. Lo mismo ocurre con el juicio y el sentido moral, pero estas últimas actividades pueden, casi, bastarse a si mismas. Dan al que las posee la aptitud para la felicidad. Parecen fortificar todas las otras actividades, aún las orgánicas. Y es preciso tomarlas en cuenta ante todo dentro del desarrollo de la educación, porque aseguran el equilibrio del individuo. Constituyen un sólido elemento del edificio social. Para los miembros anónimos de las grandes naciones, el sentido moral es mucho más importante que la inteligencia.
La repartición de las actividades mentales varía mucho, según los diferentes grupos sociales. La mayor parte de los hombres civilizados no manifiestan sino una forma rudimentaria de conciencia, y sólo son capaces del trabajo fácil que en la sociedad moderna asegura la supervivencia del individuo. Producen, consumen, satisfacen sus apetitos fisiológicos. Sienten asimismo placer en asistir en grandes muchedumbres a los espectáculos deportivos, en contemplar “films” cinematográficos groseros y pueriles, en movilizarse rápidamente sin esfuerzo o en contemplar un objeto que se mueve rápidamente. Son blandos, emotivos, perversos, lascivos y violentos. No tienen sentido moral ni sentido estético, ni sentido religioso. Su número es muy considerable. Han engendrado un inmenso tropel de niños cuya inteligencia permanece rudimentaria. Proveen una parte de la población de tres millones de criminales que viven en este país [[3]] y con toda libertad y también de una muchedumbre de débiles de espíritu que colman con su número las instituciones especiales para ellos.
La mayoría de los criminales no están en las prisiones. Pertenecen a una clase superior. Entre ellos, cómo entre los idiotas, han permanecido atrofiadas ciertas actividades de la conciencia. Pero el criminal nato de Lombroso no existe. Existen únicamente los defectivos que llegan a ser criminales. En realidad, la mayor parte de los criminales son hombres normales. Hay algunos, incluso, cuya inteligencia es superior. Así, pues, los sociólogos, no han tenido ocasión de encontrarlos en las prisiones. Entre los gangsters, entre los financistas, cuyas proezas conocemos por la prensa cotidiana, la función intelectual y ciertas funciones afectivas y estéticas son normales y a veces superiores. Pero el sentido moral no se ha desarrollado en ellos. Existe, pues, entre nosotros una cantidad considerable de gentes entre las cuales sólo algunas de las actividades fundamentales se manifiestan. Esta falta de armonía del mundo de la conciencia es uno de los fenómenos más característicos de esta época. Hemos logrado asegurar la salud orgánica de la población de la ciudad moderna; pero a pesar de las inmensas sumas que se han gastado en la educación, ha sido imposible desarrollar sus actividades intelectuales y morales. Aun entre aquellos que constituyen la “élite” de esta población, las manifestaciones de la conciencia carecen a menudo de armonía y de fuerza. Las funciones elementales están mal agrupadas, son de mala calidad y de intensidad débil. Sucede también que una o muchas de entre ellas se mantengan por completo ausentes. Se puede comparar la conciencia de la mayoría de las personas a un recipiente que contuviese agua de dudosa calidad, en pequeño volumen y bajo débil presión. Y sólo la de algunos individuos puede compararse a un receptáculo cuyo contenido fuese agua pura bajo alta presión.
Los hombres más felices y más útiles están hechos de un conjunto armonioso de actividades intelectuales y morales. Es la cualidad de éstas actividades y la igualdad de su desarrollo, lo que da a este tipo su superioridad sobre los demás. Pero su intensidad determina el nivel social de un individuo dado y hace de él un almacenero o un gerente de banco, un médico insignificante o un profesor célebre, un alcalde de aldea o un Presidente de los Estados Unidos. El desarrollo completo de los seres humanos debe ser la finalidad de nuestros esfuerzos. Sólo sobre ellos puede edificarse una civilización sólida. Existe además una clase de hombres que, aunque tan inarmónicos como los criminales y los locos, son indispensables en la sociedad moderna: los individuos geniales. Estos individuos se caracterizan por el desarrollo monstruoso de alguna de sus actividades psicológicas. Un gran artista, un gran sabio, un gran filósofo, es por lo general un hombre cualquiera del cual se ha hipertrofiado alguna función. Puede compararse a un tumor que brotara sobre un organismo normal. Estos seres no equilibrados son, por lo general, desgraciados. Pero producen grandes obras de las cuales aprovecha la sociedad entera. Su inarmonía engendra el progreso de la civilización. La humanidad no ha ganado nada jamás con el esfuerzo de la muchedumbre. Ha marchado hacia adelante por la pasión de algunos individuos, por la llama de su inteligencia, por su ideal de caridad, de ciencia o de belleza.

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Las relaciones de las actividades mentales y fisiológicas.– La influencia de las glándulas sobre el espíritu.– El hombre piensa con su cerebro y con todos sus órganos.

Las actividades mentales dependen evidentemente, de las actividades fisiológicas. Observamos modificaciones orgánicas que corresponden a la sucesión de nuestros estados de conciencia. A la inversa, existen fenómenos psicológicos que se determinan por ciertos estados funcionales de los órganos. En suma, el conjunto formado por el cuerpo y la conciencia es susceptible de ser modificado lo mismo por factores orgánicos que por factores mentales. El espíritu se confunde con el cuerpo como la forma con el mármol de la estatua. No se podría cambiar la forma sin romper el mármol. Nosotros suponemos que el cerebro es el asiento de las actividades psicológicas, porque una lesión de este órgano produce desórdenes inmediatos y profundos en la conciencia. Probablemente al nivel de la sustancia gris, el espíritu, según la expresión de Bergson, se inserta en la materia. En el niño, la inteligencia y el cerebro se desarrollan de un modo simultáneo. En los momentos de la atrofia senil de los centros nerviosos, la inteligencia disminuye. La presencia, de las espiroquetas de la sífilis, en torno de las células piramidales, trae consigo el delirio de grandeza. Cuando el virus de la encefalitis letárgica ataca, los núcleos centrales, determina profundos trastornos en la personalidad. Bajo la influencia del alcohol, que penetra por la sangre hasta las células cerebrales, se manifiestan modificaciones temporales de la actividad mental. El descenso de la presión arterial, producido por una hemorragia, suprime las actividades de la conciencia. En suma, las manifestaciones de la vida mental son solidarias del estado del encéfalo.
Estas observaciones no bastan para demostrar que el cerebro constituya, por él solo, el órgano de la conciencia. En efecto, no se compone exclusivamente de materia nerviosa. Consiste también en un medio en el cual se encuentran sumergidas las células, y cuya composición se halla reglamentada por la del suero sanguíneo. Y el suero sanguíneo depende de las secreciones glandulares, extendidas por el cuerpo entero. Todos los órganos están, pues, presentes en la corteza cerebral, por intermedio de la sangre y de la linfa. Nuestros estados de conciencia se encuentran ligados a la constitución química de los humores del cerebro, tanto como a la estructura de las células. Cuando el medio interior está privado de la secreción de las glándulas suprarrenales, el enfermo cae en una depresión profunda. Parece un animal de sangre fría. Los desórdenes funcionales de la glándula tiroides traen consigo, ya excitación nerviosa y mental o ya apatía. En las familias en que las lesiones de esta glándula son hereditarias, existen idiotas morales, débiles de espíritu y criminales. Todos saben hasta qué punto las enfermedades del hígado, del estómago y del intestino modifican la personalidad de las gentes. Es verdad que las células de los órganos liberan en el medio interior sustancias que obran sobre nuestra actividad mental y espiritual.
De todas las glándulas, el testículo posee la influencia mayor sobre la fuerza y la calidad del espíritu. Los grandes poetas, los artistas de genio, los santos, lo mismo que los conquistadores, son por lo general fuertemente sexuales. La supresión de las glándulas sexuales, aún en el individuo adulto, produce modificaciones en su estado mental. Después de la extirpación de los ovarios, las mujeres se hacen apáticas y pierden parte de su actividad intelectual o de su sentido moral. La personalidad de los hombres que han sufrido la castración, se altera de manera más o menos notable. La perversidad histórica de Abelardo ante el amor y el sacrificio apasionado de Eloísa, fue producida, sin duda, por la salvaje mutilación que los padres de esta última le hicieron sufrir. Los grandes artistas han sido, casi siempre, grandes amantes. Se diría que cierto estado de las glándulas sexuales es indispensable en la inspiración. El amor estimula el espíritu cuando no alcanza su objeto. Si Beatriz hubiese llegado a ser la querida del Dante posiblemente la Divina Comedia no existiría. Los místicos emplean a menudo las expresiones del Cantar de los cantares. Parece que sus apetitos sexuales insatisfechos les impulsan con más ardor por el camino del renunciamiento y del dar de si mismos. La mujer de un obrero puede exigir cada día a su marido el cumplimiento de sus obligaciones conyugales, pero la de un artista o la de un filósofo no lo logra a menudo. Es un hecho conocido que los excesos sexuales perturban, en cierto modo, la actividad intelectual. Se diría que la inteligencia exige para manifestarse en toda su potencia, a la vez la presencia de glándulas sexuales bien desarrolladas y la represión temporal del apetito sexual. Freud ha hablado con justa razón de la importancia capital de los impulsos sexuales en las actividades de la conciencia. Sin embargo estas observaciones se refieren a los enfermos. Es preciso no generalizar respecto de estas conclusiones cuando se trata de gentes normales y, sobre todo, si hemos de referirnos a los que poseen un sistema nervioso resistente y son perfectamente dueños de sí. En tanto que los débiles, los nerviosos, los desequilibrados, se tornan más y más anormales tras la represión forzosa de sus apetitos sexuales, los seres bien constituidos se tornan más fuertes aún si practican esta clase de ascetismo.
La estrecha, dependencia de las actividades de la conciencia y de las actividades fisiológicas, concuerda mal con la concepción clásica que sitúa el alma en el cerebro. En realidad, el cuerpo entero parece ser el substratum de las energías mentales y espirituales. El pensamiento es tan hijo de las glándulas de secreción interna como lo es de la corteza cerebral. La integridad del organismo es indispensable a las manifestaciones de la conciencia..El hombre piensa, ama, sufre, admira y ora, a la vez, con su cerebro y con todos sus órganos.

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La influencia de las actividades mentales sobre los órganos.– La vida moderna y la salud.– Los estados místicos y las actividades nerviosas.– La plegaria.– Las curaciones milagrosas.

Todos los estados de la conciencia tienen probablemente una expresión orgánica. Las emociones se acompañan, como todos lo saben de modificaciones de la circulación de la sangre. Determinan, por intermedio de los nervios vaso-motores, la dilatación o la contracción de las pequeñas arterias. El placer enrojece el semblante. La cólera, el miedo, lo empalidecen. En ciertas personas, una mala noticia puede provocar la contracción de las arterias coronarias, la anemia del corazón y la muerte súbita. Por el aumento ola disminución de la circulación local, los estados afectivos obran sobre todas las glándulas, exageran o detienen sus secreciones o aún modifican sus actividades químicas. La vista y el deseo de un alimento determinan la salivación. Este fenómeno se produce aún en ausencia del alimento. Pavlov observa en sus perros provistos de fístulas salivares que secreción puede ser determinada, no sólo por la vista del alimento mismo sino aún por el sonido de una campana, si en otras ocasiones esta campana sonó mientras se alimentaba el animal. Las emociones ponen en juego mecanismos complejos. Cuando se provoca el sentimiento del miedo en un gato, como lo hizo Cannon en una célebre experiencia, las glándulas suprarrenales se dilatan, segregando adrenalina. La adrenalina aumenta la presión sanguínea y la rapidez de la circulación, y pone todo el organismo en estado de actividad para el ataque o la defensa. Pero si el gran simpático ha sido previamente seccionado, el fenómeno no se produce. Por intermedio de este nervio se modifican las secreciones glandulares.
Se concibe pues, cómo la envidia, el odio, el miedo, cuando estos sentimientos son habituales pueden cambios orgánicos y verdaderas enfermedades. Las preocupaciones afectan profundamente a la salud. Los hombres de negocios, que no saben defenderse contra ellas, mueren jóvenes. Los viejos clínicos pensaban aún que los sufrimientos prolongados, la inquietud persistente, preparan el desarrollo del cáncer. Las emociones determinan en los individuos particularmente sensibles modificaciones notables en los tejidos y en los humores. Los cabellos de una mujer belga, condenada a muerte por los alemanes, emblanquecieron de una manera repentina durante la noche que precedió a la ejecución. En el curso de un bombardeo, apareció sobre el brazo de otra mujer una erupción de la piel, una especie de urticaria. Después del estallido de cada obús la erupción crecía y enrojecía más y más. Joltrain ha probado que un choque moral es capaz de producir modificaciones marcadas en la sangre. En individuos que habían experimentado un gran terror, se encontró un número más pequeño de glóbulos blancos, un descenso de la presión arterial, una disminución del tiempo de coagulación del plasma sanguíneo. En el estado físico-químico del suero se produjeron todavía modificaciones más profundas. La expresión “hacerse mala sangre” es literalmente verdadera. El pensamiento puede engendrar lesiones orgánicas. La inestabilidad de la vida moderna, la incesante agitación, la falta de seguridad, crean estados de conciencia que entrañan desórdenes nerviosos y estructurales del estómago y del intestino, desnutrición y el paso de los microbios intestinales a la circulación. La colitis y las infecciones de los riñones y de la vejiga que la acompañan, son el resultado lejano de desequilibrios mentales y morales. Estas enfermedades son casi desconocidas en los grupos sociales en que la vida sigue siendo sencilla o menos agitada, o donde la inquietud es menos constante. Del mismo modo, aquellos que saben conservar la calma interior en medio del tumulto de la ciudad moderna, permanecen al abrigo de los desórdenes nerviosos y viscerales.
Las actividades fisiológicas deben permanecer inconscientes. Se trastornan cuando nuestra atención se dirige hacia ellas. Así, pues, el psicoanálisis, al fijar el espíritu de los enfermos sobre ellos mismos, da por resultado el desequilibrarles más. Es mejor, para sentirse bien, salir de sí mismo gracias a un esfuerzo que no disperse la atención. Cuando se ordena la actividad con relación a un fin preciso, es cuando las funciones orgánicas y mentales se armonizan más completamente. La unificación de los deseos, la atención del espíritu en una dirección única, provoca una especie de paz interior. El hombre se concentra por la meditación como por la acción. Pero no le basta contemplar la belleza del mar, de las montañas y de las nubes, las obras maestras de los artistas y de los poetas, las grandes construcciones del pensamiento filosófico o las fórmulas matemáticas que expresan las leyes naturales. Debe ser un alma que lucha por alcanzar un ideal moral, que busca la luz en medio de la oscuridad de las cosas y aún que, recorriendo los caminos de la mística, renuncia a si misma, para lograr el substratum indivisible de este mundo.
La unificación de las actividades de la conciencia determina una armonía mayor de las funciones viscerales y nerviosas. En los grupos sociales en que el sentido moral y la inteligencia se desarrollan, simultáneamente las enfermedades de la nutrición y de los nervios, la criminalidad y la locura son raras. Los individuos son más felices. Pero cuando éstas se tornan más intensas y más especializadas, las funciones mentales pueden traer consigo desórdenes en la salud. Los que persiguen un ideal moral, religioso o científico, no buscan ni la seguridad fisiológica ni la longevidad. Han hecho el sacrificio de sí mismos. Parece también que algunos estados de conciencia producen modificaciones patológicas en el organismo. La mayor parte de los grandes místicos ha sufrido física y moralmente, a lo menos durante una parte de su vida. Por lo demás, la contemplación puede ir acompañada de fenómenos nerviosos que se asemejan a los de la historia y a los de la clarividencia. A menudo, en la historia de los santos, se lee la descripción de éxtasis, lectura de pensamientos, visiones de acontecimientos que pasan lejos, y a veces de levitaciones. Muchos de los grandes místicos cristianos, habrían manifestado este extraño fenómeno, según el testimonio de sus compañeros. El sujeto, absorto en su plegaria, totalmente insensible a las cosas del mundo exterior, se habría levantado dulcemente a varios pies sobre el suelo. Pero hasta el presente no ha sido posible someter estos hechos extraordinarios a la crítica científica.
Ciertas actividades espirituales pueden acompañarse de modificaciones, ya anatómicas, ya funcionales de los tejidos y de los órganos. Se observan estos fenómenos orgánicos en las más variadas circunstancias, entre las cuales se encuentra el estado de plegaria. Es preciso entender por plegaria, no la sencilla recitación maquinal de una fórmula sino una elevación mística, en que la conciencia se absorbe en la contemplación del principio inmanente y trascendental del mundo. Este estado psicológico no es intelectual. Es incomprensible para los filósofos y los hombres de ciencia, e inaccesible para ellos. Pero se diría que los simples pueden sentir a Dios con la facilidad con que sienten el calor del sol o la bondad de un amigo. La plegaria que se acompaña con efectos orgánicos presenta ciertos caracteres particulares. Primeramente, es desinteresada en absoluto. El hombre se ofrece a Dios corno la tela al pintor o el mármol al escultor. Al mismo tiempo le pide gracia, le expone sus necesidades y, sobre todo, las de sus semejantes. Por lo general, no sana el que ora por sí mismo; sana el que ora por los demás. Este tipo de plegaria exige, como previa condición, el renunciamiento de si mismo, o sea una forma, muy elevada del ascetismo. Los modestos, los ignorantes, los pobres, son más capaces de este abandono que los ricos y los intelectuales. Desde este punto de vista, la plegaria desencadena a veces un extraño fenómeno, el milagro.
En todos los países, en todas las épocas, se ha creído en la existencia de milagros [[4]], en la, curación más o menos rápida de los enfermos, en los sitios de peregrinaje, en ciertos santuarios. Pero a continuación del fuerte impulso de la ciencia, durante el siglo XlX, esta creencia desapareció por completo. Se admitió en general que el milagro no sólo no existía sino que no podía existir. Lo mismo que las leyes de la termodinámica hacen imposible el movimiento perpetuo, las leyes fisiológicas se oponen al milagro. Esta actitud es todavía la que toman la mayor parte de los fisiólogos y de los médicos. Sin embargo, no tiene en cuenta las observaciones que poseemos hoy. Los casos más importantes han sido recogidos por el “Bureau Médical de Lourdes”. Nuestra concepción actual de la influencia de la plegaria sobre los estados patológicos se encuentra, basada sobre la observación de los enfermos, que, casi instantáneamente, han sido curados de diversas afecciones tales como la tuberculosis ósea o peritoneal, abscesos fríos, heridas supurantes, lupus, cáncer, etc. El proceso de curación cambia poco de un individuo a otro. A menudo un gran dolor y en seguida el sentimiento repentino de la curación completa. En algunos segundos, en algunos minutos y, a lo más en algunas horas, las heridas se cicatrizan, desaparecen los síntomas generales y el apetito retorna. A veces, los desórdenes funcionales se desvanecen antes que la lesión anatómica. Las deformaciones óseas del mal de Pott. Los ganglios cancerosos persisten a menudo dos o tres días después del momento de la curación. El milagro se caracteriza sobre todo por una aceleración extrema de los procesos de reparación orgánica. Es indudable que el ritmo de la cicatrización de las lesiones anatómicas es mucho más elevado que el ritmo normal. La única condición indispensable para que el fenómeno acontezca es la plegaria. Pero no es necesario que el propio enfermo ore, o que sea él quien posea la fe religiosa. Basta que alguien a su lado se mantenga en estado de plegaria. Hechos tales son de alta significación. Manifiestan la realidad de ciertas relaciones, de naturaleza aún, desconocida, entre los procesos psicológicos y orgánicos. Dan prueba de la importancia objetiva de las actividades espirituales de las cuales los higienistas, los médicos, los educadores, y los sociólogos no han pensado en ocuparse jamás. Nos abren un mundo nuevo.

IX
La influencia del medio social sobre la inteligencia, el sentido estético, el sentido moral y el sentido religioso. – Detención del desarrollo de la conciencia.

Las actividades de la conciencia están tan profundamente influidas por el medio social como lo están por el medio interior de nuestro cuerpo. Del mismo modo que las actividades fisiológicas, se fortifican por el ejercicio. Impulsados por las necesidades ordinarias de la vida, los órganos, los huesos y los músculos, funcionan de manera, incesante. Se desarrollan, pues, espontáneamente. Pero según la forma de existencia, su desarrollo es más o menos completo. La conformación orgánica, muscular y esquelética de un guía de los Alpes, es bastante superior a la de un habitante de Nueva York. Sin embargo, este último posee actividades fisiológicas suficientes para su existencia sedentaria. No ocurre lo mismo con las actividades mentales, que no se desarrollan jamás de manera espontánea. El hijo del sabio no hereda ninguno de los conocimientos de su padre. Colocado solo en una isla desierta, no sería superior a nuestros antepasados de “Cro-Magnon”. Las funciones mentales permanecen virtuales en ausencia de la educación y de un medio en que la inteligencia, el sentido moral, el sentido estético y el sentido religioso de nuestros antepasados han dejado su huella. Es el carácter del medio psicológico quien determina en gran medida el número, la calidad y la intensidad de las manifestaciones de la conciencia de cada individuo. Si este medio es demasiado pobre, la inteligencia y el sentido moral no se desarrollan. Si es malo, estas actividades se tornan viciosas. Estamos sumergidos en un medio social como las células del cuerpo en el medio interior. Y como aquéllas, somos incapaces de defendernos de la influencia de lo que nos rodea. El cuerpo se protege mejor contra el mundo cósmico que la conciencia contra el mundo psicológico. Se guarda contra las incursiones de los agentes físicos y químicos gracias a la piel y a la mucosa intestinal. La conciencia, por el contrario, posee fronteras enteramente abiertas. Está expuesta a todas las incursiones intelectuales y espirituales del medio social. Siguiendo la naturaleza de esas incursiones, se desarrolla de manera normal o defectuosa.
La inteligencia de cada cual depende, en gran parte, de la educación que ha recibido, del medio en que ha vivido, de su disciplina interior y de las ideas que son corrientes en la época y en el grupo de que forma parte. Se constituye por el estudio metódico de las humanidades y de la ciencia, por el hábito de la lógica en el pensamiento y por el empleo del lenguaje matemático. Los maestros de escuela, los profesores de la universidad, las bibliotecas, los laboratorios, los libros, las revistas, bastan al desarrollo del espíritu. Únicamente los libros son verdaderamente esenciales. Es posible vivir en un medio social poco inteligente y poseer alta cultura. La formación del espíritu es, en suma, fácil. No ocurre lo mismo con la formación de las actividades morales, estéticas y religiosas. La influencia del medio sobre estos aspectos de la conciencia es mucho más sutil. No basta seguir un curso para llegar a distinguir el bien del mal, lo feo de lo bello. La moral; el arte y la religión no se enseñan como la gramática, las matemáticas y la historia. Comprender y sentir son cosas profundamente diferentes. La enseñanza formal no llega jamás sino hasta la inteligencia. No se puede coger la significación de la moral, del arte y de la mística sino en los medios en que estas cosas están presentes y forman parte de la vida cotidiana de cada uno. Para desarrollarse, la inteligencia exige solamente ejercicio, mientras que las otras actividades de la conciencia exigen un medio, un grupo de seres humanos a la existencia de los cuales tienen que incorporarse.
Nuestra civilización no ha logrado crear hasta el presente un medio conveniente para nuestras actividades mentales. El débil valor intelectual y moral de la mayor parte de los hombres modernos, debe atribuirse, en gran parte, a la insuficiencia y a la mala composición de su atmósfera psicológica. La primacía de la materia, el utilitarismo, que constituyen los dogmas de la religión industrial, han conducido a la supresión de la cultura intelectual, de la moral y de la belleza, tales como fueron comprendidas antaño por las naciones cristianas, madres de la ciencia moderna. Al mismo tiempo, los cambios en la moda de la existencia han traído consigo la disolución de los grupos familiares y sociales que poseían su individualidad y sus propias tradiciones. La cultura no se mantiene en parte alguna. La enorme difusión de los periódicos, de la radiofonía y del cine, ha nivelado las clases intelectuales de la sociedad hasta el extremo más vasto. La radiofonía especialmente lleva al dominio de cada cual la vulgaridad que busca la masa. La inteligencia se generaliza más y más, a pesar de la excelencia de los cursos de los colegios y de las universidades. Coexiste a menudo con conocimientos científicos avanzados. Los escolares y los estudiantes amoldan su espíritu a la estupidez de los programas radiofónicos y cinematográficos a los cuales se habitúan. No sólo el medio social no favorece el desarrollo de la inteligencia, sino que se opone a él. A la verdad, se muestra más propicio a la percepción de la belleza. Los más grandes músicos de Europa están hoy día en América. Los museos más soberbios se organizan para mostrar sus tesoros al público. El arte industrial se desarrolla con rapidez y sobre todo la arquitectura ha entrado en un período nuevo. Monumentos de una belleza grandiosa han transformado el aspecto de las ciudades. Cada cual puede, si quiere, cultivar, al menos en cierta medida, sus facultades estéticas.
No ocurre otro tanto con la sensibilidad moral. El medio social la ignora de la manera más completa, como que la ha suprimido. Inspira a todo el mundo la irresponsabilidad. Aquellos que distinguen el bien del mal, aquellos que trabajan, aquellos que son previsores, permanecen pobres y son considerados como seres inferiores. A menudo, son castigados severamente. La mujer que tiene muchos hijos y se ocupa de su educación en lugar de su propia carrera, adquiere reputación de un ser débil de espíritu. Si un hombre ha economizado un poco de dinero para su mujer y la educación de sus hijos, este dinero le es robado por osados financistas. O bien, le es arrebatado por el gobierno para distribuirlo a aquellos a quienes su imprevisión y la de los industriales, banqueros y economistas, han reducido a la miseria. Los sabios y los artistas que dan la prosperidad a todos, la salud y la belleza, viven y mueren pobres. Al mismo tiempo aquellos que han robado gozan en paz del dinero de los otros. Los “gangsters” están protegidos por los políticos y son respetados por la policía. Son los héroes que los niños imitan en sus juegos y admiran en seguida en el cinematógrafo.
La posesión de la riqueza es todo, y lo justifica todo. Un hombre rico, haga lo que haga, repudie a su mujer porque es vieja, abandone a su madre sin socorros, robe al que le ha confiado su dinero, siempre conserva la consideración de sus amigos. Florece la homosexualidad, como que la moral sexual ha sido suprimida. Los psicoanalistas dirigen a los hombres y a las mujeres en sus relaciones conyugales. El bien y el mal, lo justo y lo injusto no existen. Las prisiones guardan solamente a aquellos criminales poco inteligentes o mal equilibrados. Los otros, mucho más numerosos, viven en libertad. Se mezclan de manera íntima al resto de la población que no se ofusca por ello. En un medio social semejante, el desarrollo del sentido moral es imposible. Otro tanto ocurre con el sentido religioso. Los pastores han racionalizarlo la religión, arrancando de ella todo elemento místico. Sin embargo no han logrado atraer a los hombres modernos. En sus iglesias semi vacías predican inútilmente una fábula moral. Se encuentran reducidos al papel de gendarmes que ayudan a conservar, en interés de los ricos, el marco de la sociedad actual. O bien, a ejemplo de los políticos, adulan la sentimentalidad y la ininteligencia de las masas.
Es casi imposible al hombre moderno defenderse contra esta atmósfera psicológica. Cada cual sufre fatalmente la influencia de las gentes con las cuales vive. Si se encuentra desde la infancia en compañía de criminales o de ignorantes, se convierte a sí mismo en criminal o en ignorante. No escapa a su medio sino por el aislamiento o por la fuga. Ciertos hombres se refugian en si mismos y así encuentran la soledad en medio de la muchedumbre. “Tú puedes a la hora que quieres – dijo Marco Aurelio – recogerte en ti mismo. Ningún retiro es más tranquilo, ni perturbado por hombre alguno que el que se encuentra, en la propia alma”. Pero hoy día, nadie es capaz de tal energía moral. Nos es, pues, imposible luchar victoriosamente contra nuestro medio social.

X
Las enfermedades mentales.– Los débiles de espíritu, los locos y las criminales.– Nuestra ignorancia de las enfermedades mentales.– Medio y herencia.– La debilidad de espíritu en los perros.– La vida moderna y la salud psicológica.

El espíritu no es tan sólido como el cuerpo. Es cosa digna de observación que las enfermedades mentales, ellas solas, son más numerosas que todas las otras enfermedades juntas. Los hospitales destinados a los locos, llenos hasta los bordes, no pueden recibir a todos los que tienen necesidad de ser internados. En el Estado de Nueva York, una persona de cada veintidós, en determinado momento de su vida, debe entrar, según C. W. Beers, en un hospicio de alienados. En el conjunto de la población de los Estados Unidos, existen ocho veces más personas internadas por debilidad de espíritu o locura, que por tuberculosis. Cada año alrededor de 68.000 casos nuevos se admiten en las instituciones en que se cuida a los locos. Si las admisiones continúan con esta velocidad, más de un millón de niños y de jóvenes que se encuentran hoy día en escuelas y colegios serán, en un momento dado, colocados en un hospital para enfermedades mentales. En 1932, los hospitales dependientes de los Estados contenían 340.000 locos. Había además 8l.289 idiotas y epilépticos hospitalizados y 10.95l en libertad. Esta estadística no comprende a los locos atendidos en hospitales privados. En el conjunto del país hay 500.000 débiles de espíritu. Por lo demás, las inspecciones hechas por el Comité Nacional de Higiene Mental, han demostrado que, por lo menos 400.000 niños educados en las escuelas públicas, poseen una inteligencia excesivamente baja para seguir sus clases útilmente. En realidad, el número de personas que presentan trastornos mentales sobrepasa en mucho a esta cifra. Se estima que muchas centenas de miles de individuos no hospitalizados padecen de psiconeurosis. Estas cifras demuestran hasta qué punto es grande la fragilidad de la conciencia de los hombres civilizados y la importancia que posee para la sociedad moderna el problema de esta fragilidad, siempre en aumento. Las enfermedades del espíritu se tornan amenazantes. Son bastante más peligrosas que la tuberculosis, el cáncer, las afecciones del corazón y de los riñones, y aún que el tifus, la peste y el cólera. Su peligro no proviene sólo de que aumentan el número de criminales, sino y especialmente, de que deterioran más y más las razas blancas. No hay mucha mayor cantidad de débiles de espíritu y de locos entre los criminales que en el resto de la población. Es verdad que se ve gran número de anormales en las prisiones, pero, como ya lo hemos mencionado, sólo una cantidad muy débil de los criminales están en prisión. Y aquellos que se dejan prender por la policía y condenar por los tribunales, son precisamente los deficientes. La frecuencia de las enfermedades mentales indica gravísima falla en la civilización moderna. No hay, pues, duda de que la forma de vida que llevamos conduce a todo género de trastornos del espíritu.
La medicina moderna no ha logrado asegurar a todos la posesión normal de las actividades que son verdaderamente específicas del hombre. Está muy lejos de proteger la inteligencia contra sus desconocidos enemigos. Conoce, claro está, los síntomas de las enfermedades mentales y los diferentes tipos de la debilidad del espíritu, pero ignora por completo la naturaleza de estos desórdenes. No sabe si estas enfermedades son debidas a lesiones estructurales del cerebro, o a cambios en la composición del medio interior, o a ambas causas a la vez. Es probable que las actividades nerviosas y psicológicas dependan simultáneamente del estado del cerebro y de las sustancias liberadas en el aparato circulatorio por las glándulas endocrinas que la sangre conduce a las células del encéfalo. Sin duda, los desórdenes funcionales de estas glándulas pueden, lo mismo que las lesiones anatómicas del cerebro, producir neurosis y psicosis. Un conocimiento, aunque fuera completo de estos fenómenos, no nos haría progresar demasiado. La patología del espíritu tiene su llave en la psicología, lo mismo que la de los órganos tiene la suya en fisiología. Pero la fisiología es una ciencia mientras que la psicología no lo es. La psicología espera su Claude Bernard o su Pasteur. Está en el mismo estado en que estaba la cirugía en la época en que los cirujanos eran barberos, y también en el estado en que estaba la química untes de Lavoisier, en tiempo de los alquimistas. Ello no quiere decir que debamos culpar a los psicólogos modernos y a sus métodos por la insuficiencia de sus conocimientos. Es la extrema complejidad del tema la que provoca nuestra ignorancia. No existen técnicas que permitan penetrar en el mundo desconocido de las células nerviosas, de sus fibras de proyección y de asociación, y de los procesos cerebrales y mentales.
Es imposible descubrir relaciones exactas entre los síntomas esquizofrénicos, por ejemplo, y las alteraciones estructurales de la corteza cerebral. Las esperanzas de Kroepelin no se han realizado. El estudio anatómico de las enfermedades mentales no ha dado mucha luz sobre su naturaleza. Quizás ni siquiera existe la localización espacial de los desórdenes del espíritu. Ciertos síntomas pueden atribuirse a desórdenes de la sucesión temporal de los fenómenos, a modificación del valor del tiempo por los elementos nerviosos de un sistema funcional. Sabemos, por otra parte, que las destrucciones celulares, producidas en ciertas regiones, sea por las espiroquetas de la sífilis, sea por el agente desconocido de la encefalitis letárgica, engendran modificaciones sumamente definidas de la personalidad. Este conocimiento es vago, incierto, en vías de formación. Es indispensable no esperar que sea completo y que la naturaleza de las enfermedades mentales sea conocida, para desarrollar una higiene del espíritu verdaderamente efectiva.
El conocimiento de las causas de las enfermedades mentales sería más importante que el de su naturaleza. Podría conducir, por sí solo a la prevención de estas enfermedades. La debilidad de espíritu y la locura, parecen ser el rescate que debemos pagar por la civilización industrial y los cambios en el modo de vivir, consecuencia de este mismo. Por lo demás, a menudo forman parte del patrimonio hereditario recibido por cada cual. Se manifiestan especialmente en los grupos humanos cuyo sistema nervioso está ya desequilibrado. En las familias neuróticas, aparecen individuos extraños, excesivamente sensibles, donde suele despuntar el loco o el de espíritu débil. Sin embargo, las enfermedades mentales se manifiestan también en las familias que hasta el momento permanecían indemnes, lo que significa, ciertamente, que existe en la producción de la locura otros factores que los factores hereditarios. Es preciso, pues, investigar de qué modo la vida moderna obra sobre la patología del espíritu.
A menudo se observa en las generaciones sucesivas de perros de pura raza un aumento del nerviosismo. A veces, aparecen individuos comparables a los débiles de espíritu y aún a los locos. Este fenómeno se produce entre los animales educados en condiciones extremadamente artificiales y alimentados de una manera muy diferente a la de sus antepasados, los perros pastores que se batían contra los lobos. Se diría que en las condiciones nuevas de la vida, tanto en el animal como en el hombre, ciertos factores tienden a modificar el sistema nervioso de un modo desfavorable. Pero hacen falta experiencias de larga duración, para obtener un conocimiento preciso del mecanismo de este fenómeno. Las condiciones que favorecen el desarrollo de la debilidad de espíritu y de la locura circulatoria, se manifiestan sobre todo en los grupos sociales en que la vida es inquieta, irregular y agitada, el alimento pobre o excesivamente refinado, la sífilis frecuente, el sistema nervioso perturbado ya, y de donde ha desaparecido la disciplina moral, mientras el egoísmo, la irresponsabilidad, la dispersión, son la regla, en tanto la selección natural no desempeña papel alguno. Hay, seguramente, alguna relación entre estos factores y la aparición de la psicosis. Nuestra vida actual presenta un vicio fundamental que aun permanece oculto. En las condiciones nuevas de existencia que hemos creado, las más específicas de nuestras actividades se desarrollan de manera incompleta. Se diría, que en medio de las maravillas de la civilización moderna, la personalidad humana tiende a disolverse,